La conspiración del Vaticano (20 page)

Júpiter le miró con cierto asombro.

—Te has tirado faroles mejores en otras ocasiones —a pesar de que, tomado al pie de la letra, constituía efectivamente un farol, hacía tiempo que sabían que el fragmento y la plancha eran objetos peligrosos. Sin embargo, tenían que descubrir a toda costa cada detalle de lo que Babio hubiera descubierto.

—No me quieres entender, ¿no? —la expresión de Babio parecía apresurada—. Quiero darle el fragmento a personas que tienen un gran interés en él. Tan grande, que están dispuestos a correr grandísimos riesgos por ello.

—¿Qué personas son esas?

—Ya sabes —repuso el marchante agitando su desproporcionada cabeza— que no puedo decir ni una palabra al respecto. Me has metido demasiado en este embrollo.

—Vamos, Babio. Te hueles un gran negocio y eso es todo. Si no, no estaríamos aquí.

Dos
carabinieri
pasaron montados a caballo a escasos dos metros de distancia de donde ellos se encontraban. La gente de la Rotonda les iba abriendo paso rápidamente en cuanto percibían el traqueteo de los cascos. Incluso después de su partida, aún quedó en el aire un ligero aroma a establo.

—Desaparece de Roma —le dijo Babio a Júpiter—, y si te llevas a tu amiguita contigo, mejor.

La expresión «amiguita», en la boca del enano, sonaba tan grotesca como ofensiva. Coralina adoptó una actitud más fría.

—Creo que es el momento de que nos haga una oferta,
signore
Babio.

El enano se inclinó con un suave lamento, tomó una servilleta de papel de la mesa y escribió a bolígrafo en el margen una cifra con una impresionante cantidad de ceros.

Júpiter hizo amago de coger el papel, pero Coralina se le adelantó. Su rostro se iluminó cuando leyó el número.

—¿Solo por el fragmento? —preguntó perpleja, dándole una ligera patada a Júpiter bajo la mesa.

Babio aguzó el oído.

—¿Hay alguna otra cosa que me pueda usted ofrecer?

—No —exclamó Júpiter, tomando la servilleta y sin reflejar ninguna expresión tras leer la cantidad—. Es demasiado poco y lo sabes.

Coralina le miró con los ojos como platos.

—Demasiado... —empezó, pero volvió a callarse y volvió la mirada, nerviosa, a la taza de Babio.

—No es demasiado poco —repuso el enano—, es lo que vale vuestra vida. Os compro el fragmento, se lo doy a ellos y a nadie le pasa nada. Es una agradable gratificación.

Júpiter permaneció inmutable.

—A mí me interesa sobre todo la gratificación que recibes tú, querido amigo.

—Sigues sin entender, Júpiter —la mirada de Babio se volvió tan insistente, tan nerviosa, que la máscara del investigador amenazó con resquebrajarse—. Ninguno de los dos está en posición de negociar. No estás regateando con dinero, sino con tu vida —dio un rápido vistazo de comprobación a la plaza, a los turistas, las amas de casa y los vendedores de mercancía de contrabando dándose a la fuga—. Ellos nos vigilan. Ahora, en este mismo momento. Si vuelvo de esta mesa sin el fragmento, no les va a gustar nada —su voz se volvió agresiva de repente—. ¿Te ha quedado lo suficientemente claro, «querido amigo»?

Coralina miró de lado a Júpiter con preocupación, y mostró a las claras su esperanza de que él aceptara la oferta. Sin embargo, él estaba convencido de que Babio había exagerado la realidad. Conocía al marchante lo suficiente como para saber que, a menudo, le gustaba jugar con cartas marcadas. Todo aquel discurso podía ser solo un truco para sonsacarle información sobre el pedazo de cerámica.

—Dime la verdad, Babio —continuó—. ¿Quién es esa gente que nos observa?

Miró a su alrededor, pero todo lo que encontró fue a unos cuantos niños persiguiendo a las gordas palomas del Panteón.

El pequeño marchante se desmoronó cuando vio con claridad que Júpiter no le creía.

—Todos y nadie —respondió, simplemente.

—De acuerdo —Júpiter se levantó y le indicó a Coralina con un gesto que hiciera lo mismo—. Está bien. Cuando tengas una oferta mejor, ya sabes dónde encontrarnos.

Coralina siguió sentada y sopesaba sus actos con una mirada incrédula. Con un rápido gesto de cabeza, él la dio a entender que no le atacara por la espalda, por lo que ella se levantó de mala gana.

—Ellos son los que saben dónde encontraros —murmuró Babio, pero volvió a alzar nuevamente la voz—. No tienen miedo a nada, Júpiter, porque no hay nada ni nadie que pueda suponerles una amenaza. Deciden sobre la vida y la muerte como tú decides qué comer en el almuerzo. Te cogerán, os cogerán a los dos. ¿Por qué no crees que quiera lo mejor para ti?

—Porque te conozco, Babio. Precisamente por eso me gustas: eres un profesional, eres refinado. Serías capaz de poner esa cara para conseguir el fragmento, ¿no es verdad?

—Sí, quizá sería así —asintió Babio—. Quizá hubiera hecho algo así con otros, en otro momento, pero no contigo.

—Estoy profundamente conmovido —Júpiter metió la silla bajo la mesa y señaló la salida norte de la plaza—. ¿Conoces la pequeña
trattoria
, justo en la primera calle a la izquierda? Coralina y yo vamos a ir a comer algo allí. Si te lo piensas, nos podrás encontrar allí durante las próximas, digamos, dos horas.

Coralina le seguía mirando como si quisiera decir algo, pero se contuvo; Júpiter tenía más experiencia tratando con Babio. Tras algunos titubeos, le siguió, y fueron juntos hacia la Via Maddalena, una callejuela estrecha donde se agolpaban los turistas.

—No te vuelvas a mirarle —dijo Júpiter—. Debe pensar que estamos completamente decididos.

—¡Pero es que yo no estoy completamente decidida!

—Es parte del juego.

—¿De qué juego? —repuso ella, medio reprimiendo un bufido—.Júpiter, ¡no te entiendo! Era suficiente dinero para...

—Era demasiado poco —le interrumpió—. ¡Confía en mí!

—¿Cómo voy a confiar en ti, si no te entiendo?

Nada más cruzar la esquina, Júpiter se detuvo.

—Escúchame —dijo—. Me gusta Babio, especialmente porque es previsible. En cuanto le enseñé el fragmento, me quedó claro que nos iba a hacer una oferta por él. Vive de ello, y no lo hace mal, precisamente. La magnitud de la oferta se basa en lo que él ha conseguido averiguar acerca del pedazo de arcilla. Si nos ha ofrecido una suma tan astronómica como lo ha hecho, es porque debe de haber dado con algo bastante espectacular, ¿no crees? Eso significa que el fragmento vale mucho más de lo que habíamos pensado hasta ahora. Si no aumenta la cifra, entonces lo hará otro. Vosotras me llamasteis para que os ayudara con la venta, y eso es lo que haré, con tanta eficacia como pueda. El principal mandamiento en este negocio es que nunca hay que aceptar la primera oferta, da igual la cara que te ponga tu interlocutor.

—Pero eso que dijo...

—Puede que sea verdad, o puede que no —Júpiter tuvo la sensación de que la calle daba vueltas sobre sí misma, de que tanto él como su entorno caían en un profundo abismo—. He aceptado un encargo y lo resolveré con las mejores condiciones posibles.

Ella le miró directamente a los ojos.

—¿A
quién le tienes que demostrar algo, Júpiter?
¿A
ti mismo? ¿O a Miwa?

—Esto no tiene nada que...

—Oh, claro que lo tiene —le interrumpió ella—. Ella te dejó. Te arruinó. Sin embargo, tú mantienes esa obcecada y retorcida idea de que podríais volver a estar juntos. Y por si no fuera suficientemente malo, mezclas esa maldita historia con nuestros problemas, aquí en Roma. Maldita sea, Júpiter, ya sé que hay quien se dedica a buscar problemas cuando lo abandonan, pero Miwa no va a volver contigo solo porque consigas obtener mejor precio por el fragmento.

Le asustó ser tan predecible, pero lo que le dolió de verdad fue que fuera precisamente Coralina quien le enfrentara a la realidad. Por supuesto, ella tenía razón: ya había pasado suficiente tiempo como para que hubiera logrado recuperarse de lo de Miwa. Sí, también creía firmemente que lo mejor para su autoestima sería llevar a buen puerto su encargo actual, porque eso era lo que era, un simple encargo. Pero, ¿no se estaba mintiendo a sí mismo pensando eso?

Coralina fue enervándose cada vez más, hasta que finalmente estalló.

—Si Miwa te ha convencido de que eres un fracasado, y tú eres demasiado tonto como para reconocer la verdad... Bien, eso es tu problema, ¡pero no nos arrastres a los demás a tu pequeña guerra privada contigo mismo! —ella respiró hondo—. Nosotras habríamos cogido el dinero que nos ofrecía, por mísero y usurero que fuera, y encima le habríamos dado la plancha como regalo.

Júpiter dejó la mirada perdida un momento, y después volvió en sí.

—Puede que tengas razón —«Pues claro que la tienes», pensó—. Puede que haya sido un error dejar colgado a Babio —«Eso es algo que ambos sabemos»—, pero es demasiado tarde como para arrepentirse y aceptar la oferta. Sobre todo teniendo en cuenta que contamos, únicamente, con una pizquita de credibilidad.

Coralina dudó. Finalmente, asintió serena.

—Bien, entonces vamos a comer algo y ya está.

Él tuvo la impresión de que a ella le había hecho daño ser tan sincera, a pesar de que no le había hecho ningún mal. Un toque de honestidad era algo que venía necesitando de manera urgente. Había aguantado ya demasiadas mentiras; primero de Miwa, después, de sí mismo.

La
trattoria
se encontraba al final de un pasaje sobrepoblado cuyas paredes estaban cubiertas de lonetas de rafia y flanqueadas por grandes jardineras. En un patio diminuto, no mucho mayor que la habitación de Júpiter en casa de la Shuvani, había colocada media docena de mesas bajo gigantescas sombrillas de lona. El tejido estaba deteriorado en algunas zonas, pero eso perturbaba a cualquiera de los presentes tan poco como la mampostería húmeda o la pintura desconchada. Júpiter había comido ya allí en alguna ocasión, y sabía que se trataba de una de las mejores
trattorias
de Roma. El menú era escueto y se centraba en puntos concretos. La comida se servía en sartenes calientes, se preparaba con ingredientes frescos y estaba, simplemente, deliciosa. Además, tenía la ventaja añadida de que no había acudido nunca con Miwa: no quería que su estancia en Roma acabara convirtiéndose en una carrera de obstáculos en la que tuviera que esquivar todos sus pasos por la ciudad.

En consideración a la alergia de Júpiter, Coralina encargó vino blanco de una garrafa abierta que, como señaló entre risas, parecía una bolsa de orina de las de uso hospitalario. En realidad era vino del país que no era caro, pero sí lo suficientemente fuerte como para atontar a Coralina y soltarle la lengua a Júpiter. Él le contó más cosas sobre Miwa y sobre sí mismo de lo que le había contado nunca a nadie, y le confesó que no sabía si sería capaz de recuperarse alguna vez del todo. Ella trató de animarlo con las batallitas más estrafalarias de la vida de la Shuvani. Finalmente, alargó el brazo desde el otro lado de la mesa y le tomó de la mano, para no soltársela más.

En la mesa de al lado se sentaban dos sacerdotes, acompañados de dos mujeres. Durante un minuto entero, un ataque de risa mal reprimida impidió a Coralina decir una sola palabra, hasta que, entre susurros, logró comentar sus conjeturas sobre los asuntos que ocuparían esa tarde a esos cuatro. No era solo el vino lo que la atontaba y le animaba a hacer alusiones picantes, sino más bien la atmósfera del lugar, aislada del mundo exterior. Durante un rato, todos los pensamientos sobre Cristoforo y el legado de Piranesi quedaron relegados y fueron solo un hombre y una mujer, disfrutando del día y de la mutua compañía.

Llevaban ya más de una hora comiendo y hablando de todos los temas posibles, cuando Coralina redirigió bruscamente la conversación al enano: «Teníamos que haber aceptado su oferta, en serio».

Júpiter era demasiado orgulloso como para admitir que había bebido demasiado vino en demasiado poco tiempo. Por una vez, las palabras de la joven le parecieron del todo convincentes. No sabía si se debía al alcohol: desde luego era posible que el vino hubiera embriagado sus sentidos, pero su raciocinio continuaba despierto. Se dio cuenta de repente de que Coralina había tenido razón todo el tiempo. La oferta de Babio había sido indiscutiblemente generosa, daban igual los motivos que le impulsaran, y les habría liberado de un solo golpe de la carga que soportaban. Quizá también fuera buena idea ofrecerle la plancha de cobre. La compraría muy por debajo de su valor, sin ninguna duda, aunque solo fuera porque los aguafuertes distaban de ser su campo de especialidad pero, a pesar de ello, era una oportunidad de librarse de todos los disgustos y, con eso y con todo, hacer un negocio lucrativo.

Le comentó a la muchacha todo lo que pensaba y ella sonrió contenta, y pagó la cuenta.

Atravesaron el pasaje rumbo a la avenida. Los edificios que flanqueaban sus pasos eran lo suficientemente altos como para envolver la calle en una atmósfera sombría. Sobre uno de los muros había colocado un andamio, que arrojaba una red de sombras sobre la superficie.

—¿Crees que seguirá sentado en el café? —preguntó Coralina.

—Puede. Si ha sido capaz de calcular tu influencia sobre mí, seguro que sí.

Júpiter se preguntó cómo había sido capaz de emborracharse en una situación como aquella, pero no se sintió realmente mal por ello. Coralina había bebido tanto vino como él, y en su voz se percibía que también estaba afectada por el alcohol.

Regresaron a la Rotonda, atravesando un confuso torbellino de colores, cuerpos y voces procedentes de todo el mundo. Un viento frío recorrió la plaza frente al Panteón, pero casi nadie pareció molesto. La cúpula de aquel ancestral templo dominaba el entorno como una luna naciente, gris y surcado de arrugas tras casi dos mil años erguido sobre ese mismo lugar.

Las terrazas colocadas por toda la periferia de la plaza estaban bastante llenas, incluida aquella en la que quedaron con Babio. Júpiter tuvo que rebuscar entre toda esa masa de gente para encontrar de nuevo al enano, oculto casi totalmente por el gentío que ocupaba las mesas colindantes.

Estaba sentado, mirando en silencio a la plaza, hacia el Panteón, como si hubiera visto un fantasma entre las columnas de granito de la entrada.

—¿Babio?

Júpiter se abrió paso entre las mesas repletas hasta el lugar en el que se encontraba el enano.

Los ojos del marchante estaban muy abiertos. Apretaba contra su pecho la carta de bebidas, como un creyente su libro de rezos. Su aspecto era sereno, sin emociones, mientras a su alrededor se desarrollaba y rugía el torbellino de la ciudad.

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