Read La conspiración del Vaticano Online
Authors: Kai Meyer
—Él no está aquí.
—Eso ya lo ha dicho.
—No le he visto.
—¿Cuánto tiempo lleva en esta casa?
—Desde ayer por la noche. Cristoforo no estaba aquí.
—¿Vienen muchos «sin techo» por aquí? Quiero decir, ¿es un alojamiento conocido en la ciudad o algo parecido?
Santino le miró furioso.
—No soy un vagabundo... Quiero decir... No lo era, hasta... —no concluyó la frase, sino que, tras una breve pausa, continuó—. No puedo ayudarle, déjeme ir.
—¿Quién le sigue?
—Nadie.
—¿Y el toro?
La mirada ansiosa de Santino se volvió hacia la escalera, como si esperara que, en cualquier instante, pudiera aparecer alguien y echarse sobre él.
—No hace ruido. Por el momento... está tranquilo.
—¿Sabe cómo podría encontrar a Cristoforo?
—Fue un error venir aquí —repuso Santino.
Júpiter supuso que hablaba de él, de Júpiter; pero entonces se percató de que Santino estaba demasiado ocupado consigo mismo como para preocuparse por cualquier otra persona.
—He traído al toro hasta aquí —dijo Santino—, hasta Cristoforo. Es algo imperdonable —miró al investigador directamente a los ojos—. Quiero irme, por favor. Tengo... cosas que hacer.
Júpiter miró de reojo la bolsa de viaje y empezó a preguntarse qué sería lo que Santino llevaba en ella. Sin embargo, le había prometido que no estaba interesado en ella, por lo que lo dejó estar.
—¿De qué conoce a Cristoforo? —le preguntó en su lugar.
—¿Me dejará marchar si le contesto?
Júpiter se sintió terriblemente mal. Le producía un dolor casi físico haber detenido a Santino en su huida por la escalera, pero había demasiadas cosas en juego.
—Puede irse ya si es lo que quiere —dijo—, pero le estaría muy agradecido si me respondiera a las preguntas.
Su tono conciliador pareció desconcertar a Santino, quien le examinó de nuevo y, por primera vez, Júpiter tuvo la sensación de que no le veía como a un enemigo, sino como a un hombre que no le deseaba, necesariamente, ningún mal.
—Ha preguntado que de qué conozco a Cristoforo. Yo le cuidé, hace tiempo, cuando estaba enfermo, cuando casi le hicieron perder el juicio.
—¿Qué quiere decir con «le hicieron»? ¿Quiénes?
—Soy monje... Capuchino. Me resulta difícil hablar mal de la Santa Madre Iglesia.
—¿La Iglesia trató de hacer perder la cabeza a Cristoforo?
—Cuando era restaurador para el Vaticano —dijo Santino—. Quiero decir, que era un enfermo mental, y nos lo trajeron para que lo cuidáramos en la abadía. Es nuestra obligación, ¿entiende? Nosotros, los capuchinos, ayudamos a otras personas, nos ocupamos de ellas cuando están enfermas y...
Júpiter le interrumpió bruscamente.
—¿Por qué Cristoforo ya no está bajo su protección?
El monje meditó unos segundos antes de contestar.
—Él quiso marcharse. Nosotros le dejamos marchar; no retenemos a nadie.
—¿Y qué hace usted aquí?
De nuevo, transcurrió un momento.
—He dejado la Orden —le explicó Santino, finalmente—. Buscaba un lugar donde quedarme —su mirada se inclinó, nerviosa, hacia la bolsa que sujetaba, y después regresó hasta Júpiter—. Sabía que Cristoforo vivía aquí y vine a pasar la noche. Eso... eso es todo.
—¿Ha visto a los dos hombres que han estado aquí antes?
—Solo a través de la ventana. Me escondí aquí arriba, detrás de la puerta. Uno de ellos subió hasta este piso, pero no se dio cuenta de que estaba —rió sin alegría—. La puerta está a la vista de todos, y oculta al mismo tiempo, como un jeroglífico. Cristoforo siempre tuvo debilidad por los secretos.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Pregúntele a él, no a mí.
—Para eso primero tengo que encontrarlo.
—Eso es evidente, ¿no?
Júpiter revolvió en el bolsillo de su chaqueta hasta dar con una tarjeta de visita de Coralina.
—Si lo encuentra, ¿me llamará?
—No tengo monedas para el teléfono —respondió Santino guardando la tarjeta sin siquiera mirarla.
Sorprendido de que un monje tratara de conseguir dinero de esa manera, Júpiter le entregó un billete de cien mil liras y algo de dinero suelto.
Santino asintió con gran solemnidad.
—Gracias —parecía estar pensando si debía añadir algo cuando, de repente, se dio la vuelta bruscamente.
—¡Escuche! —susurró.
Júpiter frunció el ceño.
—¿El toro?
—Exacto —el aspecto calmado que Santino había lucido en su rostro durante los últimos dos o tres minutos desapareció como si se hubiera quitado una máscara.
Entonces, de un segundo para otro, dio por terminada su conversación con Júpiter y se lanzó hacia la escalera del tejado con su bolsa de viaje.
—¡Santino! —le llamó Júpiter a su espalda, pero desistió de seguirle. Solo le restaba esperar que, efectivamente, el monje se pusiera de nuevo en contacto con él.
Santino levantó pesadamente la bolsa para sacarla a través de la claraboya y salió al exterior. Después, desapareció.
Júpiter escuchó con atención. El monje tenía razón: había voces en el patio.
Se aproximó a una de las ventanas tapiadas de la habitación exterior y miró a través de las grietas. Todo estaba mucho más oscuro, quizá por la polución, o quizá eran los primeros indicios de un inminente chaparrón. Una luz grisácea y débil cubría la ciudad, y el patio quedó envuelto en la tiniebla.
Tres figuras vestidas con monos negros se deslizaron por la manzana hacia la entrada y desaparecieron del campo de visión de Júpiter. Poco después, escuchó el sonido de sus pies arrastrándose por el interior de la casa.
Los tres llevaban algo, objetos toscos y angulosos. Júpiter regresó discretamente al pasillo y se apoyó con sumo cuidado sobre la barandilla de la escalera. Escuchó atento en el abismo. Los desconocidos no decían una sola palabra, pero sí podía oírles acompañar su tarea de manipulación de objetos con un ligero murmullo.
No tardó en sentir en la pituitaria un olor particularmente fuerte, arrastrado por la corriente a través de las viejas habitaciones y pasillos.
¡Gasolina! ¡Esos tipos habían traído latas de gasolina!
Minutos después, las tres figuras se apresuraban a abandonar la estancia escaleras abajo. Dos de ellos se susurraban entre sí, pero Júpiter no pudo entender qué se decían. Con la primera aparición de los tres, él se había alejado de la barandilla y había retrocedido para evitar ser descubierto.
Los pensamientos se le agolparon los unos sobre los otros. Aquellos hombres querían prender fuego a la casa. ¿Vendrían por mandato del misterioso profesor? Pero, de ser así, ¿por qué querría un alto cargo del Vaticano prender fuego a una propiedad de la Iglesia?
No le restaba más tiempo, no obstante, para perderlo en meditaciones, pues oía cómo los pasos de los sujetos se dividían. Al menos uno de ellos ascendía al primer piso.
Júpiter no dudó. Aun corriendo el riesgo de que aquellos tipos pudieran oírle, subió los escalones hasta la claraboya y dejó la casa de la misma manera que Santino.
El tejado plano estaba forrado de placas de alquitrán negras, salpicadas con desagradables salpicaduras de excrementos de paloma y hongos brillantes. El monje había desaparecido.
Júpiter se detuvo un momento en el borde de la claraboya y trató de escuchar las voces de los desconocidos. ¿Le habrían descubierto?
No, nadie le siguió. Nadie vociferó ninguna advertencia ni ninguna orden; no se oyeron pasos en el piso superior.
Corrió sin rumbo fijo por el tejado, buscando alguna vía de escape. A su derecha, la superficie terminaba en la pared de la casa vecina: era un piso más alto y no tenía ninguna ventana a ese nivel. En la parte posterior y anterior se abrían los abismos de los dos patios, por lo que no le restaba más que una dirección, la izquierda. Santino debió de tomar también aquel camino.
La casa de la izquierda estaba un piso por debajo del
palazzo
. El tejado estaba ligeramente inclinado, y en el centro se ubicaba un jardín amurallado. La diferencia de altura con respecto al sitio en el que se encontraba Júpiter era de unos tres metros, más que suficiente para romperse las piernas. Sin embargo, era mejor eso que acabar abrasado junto con la artística morada de Cristoforo.
Júpiter pasó por encima de la balaustrada del tejado, se quedó sobre el abismo, sujeto con ambas manos y dudó una vez más. Tres metros, y después un impacto que podría dar con sus huesos en las tejas podridas del techo y mandarle nuevamente al vacío.
Su confianza había menguado considerablemente.
El estruendo de una explosión hizo que el tejado temblara. La balaustrada tembló bajo sus manos como la cubierta de un barco atravesando una fuerte marejada. Júpiter vio cómo el cálido revoque a sus pies se desmoronaba sobre las tejas. Volvió la vista para encontrarse con una llamarada surgiendo como un chorro de fuego de la claraboya, a varios metros de distancia, pero a pesar de ello, el calor era tan fuerte que logró chamuscarle el pelo de la nuca. La onda expansiva le golpeó con tal impulso que perdió el nexo con la seguridad de la cornisa y cayó al vacío.
Júpiter gritó al dar contra el tejado, primero con los pies, seguidamente con las manos y las rodillas. Permaneció unos segundos allí, aturdido, acurrucado, hasta que una segunda explosión hizo que el palacio se sacudiera nuevamente. El mortero y el polvo cayeron sobre él como si le estuvieran espolvoreando azúcar por encima.
Se levantó con gran esfuerzo, temiendo resbalar en las tejas, pero recobró la serenidad y corrió por la superficie del tejadillo. Tras él se elevaba una columna de humo negro. En las casas colindantes comenzaron a oírse los gritos de las personas que asomaban la cabeza por sus ventanas y veían cómo el edificio estallaba en llamas.
Júpiter logró llegar hasta el jardín, se abrió paso por entre los espesos arbustos que flanqueaban la terraza y descubrió una puerta abierta que daba a una escalera. Santino debía de haber huido por allí; era la única vía segura hacia la calle.
El investigador descendió saltando los escalones de tres en tres hasta que alcanzó un pasillo oscuro que daba a la puerta principal.
Ya habían aparecido los primeros curiosos.
Ninguno se fijó en Júpiter cuando, sucio y sin aliento, fue tropezando con los vecinos. Respiró profundamente unos segundos y después se marchó.
Ya había dejado atrás tres bloques de viviendas cuando comenzó a oír en la distancia las primeras sirenas.
Ya en la bañera, Júpiter contemplaba las diminutas motas de hollín que, como microscópicos sistemas solares, rotaban en las gotas de agua sobre su piel. Incluso después de la segunda jabonada, la oscura capa de suciedad seguía goteando de sus brazos.
Casi estaba quedándose dormido de puro agotamiento cuando, repentinamente, la Shuvani irrumpió en el baño y sin prestar ningún tipo de atención a su desnudez, comenzó a contarle gesticulando con gran intensidad, lo que había descubierto de Cristoforo a través de un amigo periodista.
Júpiter se quedó muy quieto al escuchar la noticia de la muerte del pintor. Dejó correr el agua caliente, pero la temperatura no era agradable, sino más bien dolorosa. Si había necesitado alguna prueba más que constatara lo cerca que se había encontrado de la muerte, ahí la tenía. Quienquiera que hubiera asesinado a Cristoforo no se detendría ante nuevos actos de violencia.
—Hay otra cosa más —dijo la Shuvani antes de marcharse del baño.
—¿Sí?
—Tu amigo ha llamado. El enano.
—¿Babio? —le habría prestado con gusto más atención a la reacción de la mujer, pero en ese preciso momento sintió que le faltaban las fuerzas para ello. La antigua desavenencia entre ella y el marchante había pasado a un segundo plano—. ¿Qué te ha dicho?
—Que quiere quedar contigo, mañana, en el Panteón —dijo, como si se refiriera a una cafetería de la que no hubiera oído hablar—. Parecía bastante nervioso. Me gustaría saber de cuánto se ha enterado.
—¿Tienes miedo de su comisión?
—No, esa saldrá directamente de tu parte.
No le había contado lo que había ocurrido en el
palazzo
, porque no quería preocuparla. Ahora, no obstante, dudaba que ella se molestara en pensar medio segundo en las posibles consecuencias de su huida. Aunque su llegada, cubierto de hollín, la había dejado manifiestamente perpleja, lo había considerado suficientemente superficial como para no hacer intención de indagar sobre las causas. Júpiter supuso que, por las complicaciones emocionales derivadas de su decisión de robar la plancha, ella habría decidido no hacer ninguna pregunta.
—¿A qué hora he quedado con Babio?
—Sobre las once, ha dicho.
Júpiter asintió y guardó silencio.
La Shuvani estaba a punto de retirarse cuando unos pasos atropellados resonaron estrepitosamente por las escaleras. Unos segundos después, apareció Coralina por el marco de la puerta, echó a su abuela a un lado, se inclinó sobre él y estampó un sonoro beso en la mejilla del desprevenido Júpiter.
—¿Eso a qué ha venido? —preguntó él, confuso, mientras la aliviada joven se ponía de cuclillas junto a la bañera.
—Por Dios, Júpiter —le costaba respirar, pero no por el beso, como él pudo constatar, no sin cierto pesar—. La casa ha ardido... Yo estaba allí y... me asusté, por ti. Fui allí tan pronto me enteré de lo que le había pasado a Cristoforo, pero... no sé por qué... me perdí. No me había pasado nunca... De repente ya no estaba en el Trastevere, sino en algún otro sitio... Nunca había visto esas calles.
El recuerdo del viaje en taxi a su llegada a Roma asaltó a Júpiter brevemente, pero no tardó en rechazar el paralelismo como simple coincidencia.
—No me ha pasado nada —la tranquilizó.
—¡Todo el
palazzo
ha ardido! —exclamó ella, apartándose un mechón de pelo que se le había pegado a la frente por el sudor—. Todo el barrio está lleno de humo, los bomberos apenas podían pasar. He dejado el coche donde he podido y he seguido corriendo hasta allí, pero nadie me ha podido decir si había alguien en la casa —exhaló profundamente—. Mierda, he pasado tanto miedo...
Él sonrió con ternura.
—Salí de la casa justo antes de que empezara el fuego —dijo, pero cuando ella miró con incredulidad su brazo cubierto de hollín, se corrigió—. Bueno, salí justo cuando empezaba el fuego.