La conspiración del Vaticano (19 page)

—La historia se vuelve peligrosa —murmuró ella—. Primero Cristoforo, y ahora tú.

—Por lo menos él aún vive —carraspeó la Shuvani.

Coralina se irguió furiosa de un salto y dio un paso amenazador hacia su abuela.

—¡Ya está bien! —reprendió a la anciana gitana—. ¡Suficiente! Para ti todo está bien con tal de salvar la tienda, ¿no? Pero, ¿te has parado a pensar alguna vez que has sido tú la que nos has metido en este lío?

La Shuvani quiso replicar, pero Coralina no le dio tiempo para ello.

—Si no fuera demasiado tarde para echar marcha atrás, dejaría otra vez la plancha en su sitio —dudó un segundo y continuó con voz suave—. Quizá deberíamos tirar ese maldito trasto al río.

—No —Júpiter tomó la palabra—. No pienso hacer eso, ya no —había arriesgado demasiado como para renunciar ahora por las buenas—. El incendio no se puede considerar como un ataque contra mí, nadie sabía que yo estaba en la casa. Todo lo que querían era acabar con las pinturas de Cristoforo.

Coralina volvió la vista a la bañera.

—¿Qué pinturas?

La Shuvani aprovechó la oportunidad para dejar la habitación.

—Voy a preparar algo de comer —dijo, para concluir, mientras salía por la puerta y la cerraba tras de sí.

Júpiter le habló a Coralina de los murales en las salas del palacio. También le informó del profesor en silla de ruedas, de su encuentro con el peculiar monje capuchino y de los tres hombres con bidones de gasolina.

—Por lo tanto no trataron de liquidarnos —dijo, para concluir—, y eso es algo de lo que debemos aprovecharnos.

—Pero, ¿cómo? No tenemos ningún plan razonable.

—Me ha llamado Babio, quiere quedar mañana por la mañana. Debe de haber encontrado algo.

—Entonces, iré contigo.

—Se alegrará de conocerte —repuso Júpiter, encogiéndose de hombros.

Ella le miró a los ojos, dubitativa, pero no quiso preguntar. En lugar de eso, le relató lo que había descubierto sobre la misteriosa Casa de Dédalo.

—Dédalo es un personaje de la mitología griega, aunque eso ya lo sabes.

—El padre de Icaro, si no me equivoco.

Coralina asintió.

—Dédalo estaba considerado como uno de los mayores inventores y arquitectos de la antigüedad. Se dice que construyó en Creta, para el rey Minos, el famoso Laberinto del Minotauro. ¿Conoces bien la historia?

Comenzó a frotarse el brazo una vez más.

—No demasiado. Solo la versión reducida, del resto no me acuerdo demasiado.

—He leído otra vez sobre el tema hoy mismo, tanto en internet como en un par de libros de la tienda —dijo ella—. Creta era por aquel entonces la nación más poderosa del Egeo. El rey Minos dominaba los mares con ayuda de una poderosa flota. Su hijo Androgeo viajó un día a Atenas para tomar parte en una competición, que no tardaría en ganar. Los atenienses, cegados por la envidia, no se alegraron por su triunfo, así que le tendieron una emboscada y le asesinaron. Esto despertó la más que comprensible furia de Minos, que fue a la guerra con Atenas y la derrotó. En compensación por la muerte de su hijo, el victorioso Minos exigió a Atenas un tributo macabro: desde ese momento en adelante, los vencidos tendrían que enviar a Creta, año tras año, a siete muchachas y siete muchachos para sacrificarlos al Minotauro, una bestia mitad hombre, mitad toro.

La mención a un toro hizo a Júpiter recordar el comentario de Santino, pero no quiso interrumpir a Coralina.

—Pagaron su tributo durante muchos años —prosiguió la joven—, hasta que un día, el héroe Teseo llegó a Atenas para rebelarse contra la injusticia de esa costumbre, y se presentó voluntario como ofrenda junto con los demás jóvenes enviados a Creta. Estaba convencido de encontrarse bajo la protección de los dioses, y ser, por tanto, el único capaz de vencer al Minotauro.

»En Creta se enamoró de Ariadna, la hija del rey, quien también quedó prendada de la belleza del joven venido del continente.

»Poco después, entra Dédalo en escena. Dice la leyenda que no solo era responsable del laberinto, sino también de la concepción del horrible Minotauro. La historia era la siguiente: la madre de Ariadna, la reina Pasífae, se enamoró años atrás de un toro blanco consagrado a Poseidón.

—Qué idea más hermosa —señaló Júpiter.

—Habría tenido cierto mérito —repuso Coralina, riendo—. El caso es que fue a contarle su problema a Dédalo, el gran inventor. Él le construyó una vaca de madera hueca en la que podía meterse para que el toro blanco... en fin, para poder entregarse, si entiendes lo que quiero decir.

—Mi fantasía sí da para tanto.

—Pasífae se quedó embarazada y dio a luz a un ser monstruoso, medio hombre, medio animal, precisamente el Minotauro. Minos, su marido, se quedó tan impresionado como el que más, como te podrás imaginar. Hizo que Dédalo construyera el mayor laberinto del mundo, en cuyo centro mantendrían prisionero al Minotauro y, para acallarle, le traerían como sacrificio a seres humanos, los jóvenes de Atenas. Volvamos a Teseo. Iba a acabar siendo alimento para la bestia, por lo que Ariadna acudió también a Dédalo en busca de ayuda. El aconsejó a la muchacha que le diera a su enamorado una larga cuerda para que se la llevara al laberinto y atara un extremo a la entrada. De esta forma, Teseo podría encontrar el camino de vuelta.

»Dicho y hecho, Teseo entró en el laberinto con el hilo, mató al Minotauro tras una cruenta lucha y regresó a la luz del día. Entregó al rey la cabeza del monstruo, lo que hizo que Minos acabara fuera de sí por la rabia. Aunque Teseo y Ariadna lograron huir de la isla, a nuestro amigo Dédalo no le fue todo tan bien. Le encerraron en el laberinto con su hijo Icaro para que murieran de hambre allí. Por supuesto, Dédalo tuvo otra idea: construyó dos grandes pares de alas con cera y plumas de paloma para su hijo y para él; después, se las pegaron a la espalda y, de hecho, lograron huir de esa manera. Se encontraban en pleno vuelo sobre el mar cuando el joven Icaro sucumbió a la tentación de acercarse demasiado al sol, que le incineró. Dédalo, por su parte, continuó volando roto por el dolor hasta que llegó a Sicilia, donde se pierde su pista.

—¿Y qué tiene que ver con esa Casa de Dédalo?

—La Casa de Dédalo es una metáfora, si quieres verlo así —le explicó Coralina—. Cuando construyeron la catedral de Chartres en la Edad Media, dejaron un mosaico en forma de laberinto en el suelo. En el centro, se encontraba un retrato del maestro de obras, quien quiso así mantenerse en la línea de Dédalo, considerado en aquella época como el mayor de todos los constructores. Con este laberinto se acuñó el término Casa de Dédalo. En toda Europa se añadirían, más tarde, laberintos como ese en las catedrales y, finalmente, se transmitiría a todo tipo de edificaciones de esta clase. Dédalo es, aún hoy, la figura más icónica de los arquitectos, y su nombre es sinónimo de laberinto en todas sus acepciones y connotaciones, desde los jardines laberínticos ingleses hasta los antiguos modelos de piedra.

—«Siempre es de noche en la Casa de Dédalo» —citó Júpiter—. ¿Crees que Cristoforo solo estaba diciendo disparates?

—Ni idea —respondió ella—. Lo único seguro es que no se refería al palacio en el Trastevere.

Júpiter asintió.

—Un laberinto —dijo, pensativo—. Cualquier laberinto...

Coralina se encogió de hombros y le pasó una toalla.

La cruz de fuego

En la mañana de su cuarto día en Roma, se dirigió, junto con Coralina, hacia la Rotonda, la plaza frente al venerable Panteón, en el corazón de la ciudad.

De camino, hicieron un alto en una tienda de fotografía para recoger las fotos reveladas. Coralina había llevado el carrete de Júpiter la tarde anterior, y el muchacho del mostrador, con una sonrisa y una propina, les trajo el trabajo adelantado.

De vuelta al coche, miraron las copias. Júpiter estaba decepcionado.

—Es lo que me temía —su mirada saltaba ágil de una foto a la siguiente. En todas ellas se veía, únicamente, la ventanilla de la limusina, en la que se reflejaba la silueta borrosa del investigador. En algunas se podía vislumbrar la cámara; en otras, solo un óvalo oscuro.

Coralina observó detenidamente una de las imágenes.

—En esta de aquí se ve algo, como si de verdad hubiera alguien tras el cristal.

Júpiter tomó la copia, pero rápidamente negó con la cabeza.

—Es solo el reflejo.

—¿Estás seguro? —tomó de nuevo la fotografía y la miró desde uno y otro lado, como si pudiera hacer así visible una segunda imagen por debajo de la primera—. No sé... Esto de aquí podría ser alguien. Esto parece un pómulo, y eso podría ser una ceja.

—Son mi pómulo y mi ceja —repuso Júpiter.

Coralina se deslizó tras el volante y miró el reloj.

—Tenemos tiempo. Me gustaría llevarle la foto a un amigo mío. Fabio entiende de estas cosas.

—¿De caras?

—De ordenadores. Hace retoques digitales y ese tipo de cosas. Quizá pueda filtrar la foto de alguna manera, o por lo menos intentarlo.

Júpiter pensó que se trataba de una pérdida de tiempo, pero dejó que Coralina hiciera lo que creyera conveniente. Cuarto de hora después se encontraban en una vecindad de color ocre cerca de la Piazza Barberini. Coralina desapareció durante diez minutos en su interior. Cuando salió, se montó en el coche y lo puso en marcha en dirección al Panteón.

—¿Y bien? —preguntó Júpiter—. ¿Qué es lo que te ha dicho?

—Que lo intentará.

—¿Qué clase de amigo es?

Coralina arqueó la ceja derecha.

—¿Qué clase de pregunta es esa?

—Pura curiosidad.

Ella reprimió una sonrisa.

—Solo un amigo. El novio de una amiga, en realidad. ¿Más tranquilo?

—No estaba intranquilo.

Coralina volvió la mirada rápidamente hacia la izquierda y sonrió con disimulo. Él se dio cuenta.

—¿Qué te parece tan gracioso? —quiso saber.

—La Shuvani me advirtió sobre ti.

—Me imagino que quieres decir después de contarte lo de Barcelona.

—No, hace tiempo, cuando viniste por primera vez a casa, le conté lo que yo... —ella pensó, aparentemente, en cuál sería la mejor forma de terminar la frase—, te hice.

—Oh, oh.

Coralina rió.

—Entonces dijo un montón de cosas bonitas sobre ti, pero también lo que te hubiera hecho si aquella noche se te hubiera ocurrido ponerme solo un dedo...

—No creo que estuviera pensando precisamente en mis dedos —le interrumpió él, sonriendo maliciosamente.

Ella le sacudió un ligero puñetazo en el muslo.

—Probablemente no.

—¿Y hoy en día sigue manteniendo las mismas... err, restricciones?

Coralina se encogió de hombros.

Él, no obstante, insistió.

—Tengo curiosidad. ¿Qué es lo que te dijo exactamente?

—Tu relación con Miwa no le gustó nada. Dijo que... —hizo una pausa, agitando la cabeza y sonriendo—. No, no quieres oír esto.

—Sí, venga, dímelo.

Coralina siguió adelante. El tema resultaba algo embarazoso.

—Ella dijo que esa relación era un síntoma de tu debilidad... ¡Espera, intenta comprenderlo! Ha vivido muchos años en la calle. La comunidad gitana guarda fuertes lazos jerárquicos. Ya sabes... Los hombres deben ser hombres de verdad, y todas esas tonterías de «machote...».

—¿Ella me considera débil?

Coralina frenó en seco ante un par de niños que atravesaban un cruce.

—No en el sentido convencional. Cuando dice débil, quiere decir algo así como... inestable.

—¡Inestable!

—Oh, venga, no te lo tomes a mal.

Un grupo de turistas japoneses cambiaba de acera justo frente a ellos. Él se maldijo porque en momentos como ese buscaba a Miwa con la vista.

Cuando miró de nuevo a Coralina, entendió que ella se había dado cuenta de lo que él estaba pensando. El resto del viaje, permanecieron en silencio.

Encontraron un hueco libre para aparcar en la Piazza Collegio Romano, y confiaron las llaves del coche a un anciano vigilante que portaba ya una docena de llaves más en una cadena colocada sobre su torso, como la cartuchera de un bandido mexicano. A los ojos de Júpiter, otro misterio de Roma. Nunca había entendido por qué allí la gente no solo dejaba su vehículo, sino también las llaves. Quizá porque nunca lo había preguntado.

Tampoco lo hizo en aquella ocasión.

Babio les esperaba en una terraza situada en el margen de la Rotonda. Daba la impresión de ser aún más pequeño frente a su humeante taza de capuchino. El camarero le había traído más cojines de los que su silla ya llevaba, pero seguía pareciendo diminuto y perdido en su traje blanco hecho a mano.

—Sentaos —dijo, tras un breve saludo, señalando dos sillas vacías. Miró por encima a Coralina pero, para sorpresa de Júpiter, no se dedicó a hacer una exhibición de encanto personal. Debía de pasar algo, era la única explicación posible para el inusual comportamiento del marchante.

—Podríamos habernos encontrado en algún lugar más seguro —dijo Babio—, pero si algo he aprendido con el paso de los años, es que no hay lugar mejor para esconderse que en los espacios abiertos.

Júpiter y Coralina intercambiaron una mirada intranquila.

—¿Tienes aquí el fragmento? —preguntó Babio.

Júpiter golpeó con suavidad el pequeño abultamiento del bolsillo de su abrigo. No había dejado la taleguilla de cuero ni a sol ni a sombra desde su primer encuentro con Babio.

—¿Qué es lo que has encontrado?

—Lo suficiente como para ofrecerte un precio desorbitado por él.

—Suena bien.

—No —replicó el enano—, en absoluto. Te ofrezco ese precio para salvarte la vida. Míralo como un gesto amistoso.

Coralina se giró hacia Júpiter.

—¿Qué quiere decir con eso? —su voz sonaba impaciente, pero también un poco temerosa.

—Supongo que nos lo aclarará en seguida —respondió Júpiter, sin apartar los ojos de Babio.

Cuando un grupo de sacerdotes vestidos de negro pasaron frente a su mesa, dio un respingo, asustado. Observó a aquellos hombres durante un largo rato, antes de inclinarse hacia adelante como si preparara una conjura. Sus cortos brazos apenas alcanzaban la taza de capuchino. La espuma del café temblaba mientras Babio lo alzaba y tomaba un trago.

—Quiero compraros el fragmento —dijo— antes de que os pase algo. Os matarán, pero no me creeréis, no hasta que sea demasiado tarde. Tú no lo harás, Júpiter, y si no me equivoco juzgando a tu joven amiga, tampoco ella.

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