Read La conspiración del Vaticano Online
Authors: Kai Meyer
La puerta se cerró.
Coralina se levantó de golpe, se arrojó contra la piedra, jadeando de dolor.
Sacó la llave de la cerradura.
Se oyó un gran estruendo, como si algo hubiera impactado contra la puerta. La cámara subterránea tembló desde los cimientos, y una lluvia de fragmentos de piedra y polvo cayó por todas partes, pero la puerta se mantuvo indemne. Un rugido sordo reveló la rabia incontenible de sus perseguidores, y el muro tiritó una vez más, en vano.
Un nuevo bramido, y después, el silencio.
Júpiter percibía su entorno como a través de un velo, no veía más que trazos simplificados, pero oía la débil voz del abad que le pedía a Coralina que se ocupara de Pascale.
—Usted necesita un médico —respondió ella, sin aliento.
Dorian no replicó.
—Vaya arriba. Destruya... la calavera del centro. Quizá baste... por un par de... generaciones.
Se oyó un ruido, después:
—¿Dorian? —la voz de Coralina estaba ahogada en lágrimas—. ¡Dorian, maldita...!
Júpiter sintió cómo le agarraban el brazo.
—Te estoy sacando de aquí —le susurró ella suavemente al oído—. Dorian está muerto.
—¿Y... Pascale?
—Ahora voy a buscarlo.
—No quiero... que bajes... tú sola.
Su protesta fue débil y sin capacidad de convicción, pues sabía que ella no tenía elección si quería salvar al monje.
En algún momento, tras muchos esfuerzos y mucho dolor, vio la luz que bañaba la cripta, vio las paredes de huesos y un cuerpo inerte en un charco de sangre: el monje que los había dejado entrar, tanto a ellos como al abad. Trojan también le había disparado.
Júpiter se quedó echado sobre el suelo de piedra, con las mejillas apoyadas sobre una losa helada. Haciendo un gran esfuerzo, rodó después de un rato hacia un lado y vio a Coralina, que surgía de la hendidura de la pared con Pascale en brazos. Dejó al monje junto a él y giró la ruleta del suelo, gimiendo y llorando, hasta que la pared volvió a su sitio y el pasadizo secreto quedó sellado.
Cuando se volvió al altar, Júpiter se había arrastrado ya hasta él. Empujó con las dos manos la calavera de piedra y se sintió morir, pero empujó otra vez y otra más, cada vez más débilmente, hasta que Coralina se colocó junto a él, le cubrió el rostro con las manos frías e inclinó los labios sobre la oreja del investigador.
Susurraba. Respiraba.
Susurraba.
Salieron de la sombra de la columnata para entrar en la plaza de San Pedro.
Cientos de turistas se arremolinaban en el amplio espacio frente a la Basílica, solos o en manada, con cámaras de fotos y de vídeo, y guías de viaje para consultar. Los monitores turísticos hacían señas con paraguas, a pesar del buen tiempo, para reunir de nuevo a sus grupos. Una docena de peregrinos de piel oscura, vestidos con amplias túnicas, se cruzaron por su camino y entraron en la Basílica de San Pedro, donde unos hombres vestidos de negro, con gafas de sol y auriculares vigilaban atentamente a los visitantes, procurando siempre evitar un atentado.
Júpiter se maravilló de la belleza de la plaza como si solo la conociera por fotografías. En su primera visita a la ciudad, no sabía ya hacía cuántos años, apenas había podido esperar para acudir allí, observar las masas de gente, capturar en un segundo la extraña mezcla de actividad mercantil y veneración fervorosa.
Entre las altas columnas de Bernini se había sentido protegido, a pesar de ser un lugar abierto. Sin embargo, ahora, mientras atravesaba diagonalmente la enorme plaza, volvió a asaltarle una nueva oleada de miedo, la sensación de estar siendo observado. Incluso el desmedido agotamiento le azotaba una vez más, a pesar de los tres días que habían pasado desde su regreso de las profundidades, tres días que habían transcurrido entre muchas horas de sueño y aún muchas más de conversación.
Hablar, dormir, hablar, dormir.
El alto obelisco en mitad de la plaza dominaba la actividad humana desde hacía siglos. Había sido Calígula quien lo había traído a Roma, como una joya para su circo, a los pies de la colina del Vaticano. En la esfera de metal de la punta del obelisco se encontraba, según contaba la leyenda, el corazón de Julio César, atravesado en varios puntos por el acero de los traidores. Un corazón pagano en el centro del catolicismo. Sobre la bola, se había colocado una cruz, como si hubieran querido con ello decir la última palabra en la sempiterna guerra de religiones.
Estacado los esperaba al pie del obelisco. Con su traje de verano de color blanco y su bastón a la antigua usanza, parecía un dandi decimonónico. El clima frío parecía no hacer mella en él. Estaba solo, tal y como habían acordado.
—Quisiera desearles lo mejor —dijo, cuando la pareja llegó hasta su altura. Júpiter apoyó su peso en la pierna sana. El médico le había explicado que debía utilizar la muleta durante un par de semanas más. Había tenido suerte: el disparo solo le había atravesado el músculo.
—También quería darles las gracias —continuó Estacado—. Espero que no suene demasiado cínico por mi parte.
—¿Por qué? —preguntó Coralina con frialdad—. ¿Por haberle revelado dónde se encontraba la segunda entrada?
—Sobre todo porque puedo confiar en ustedes. Von Thaden y otro par de Adeptos no están, al igual que antes, particularmente contentos con que les haya dejado marchar, especialmente porque nadie sabe dónde está la plancha —miró a sus dos contertulios con énfasis—. Sin embargo, tenemos la segunda entrada, y eso es lo más importante. Entre los capuchinos y nosotros nos encargaremos de que permanezca cerrada para siempre.
—¿Y Trojan?
—Si lo que me han contado es verdad, no tenemos por qué preocuparnos por él.
—Él le apoyó. Debía de conocerle bien.
Estacado calló un segundo antes de negar lentamente con la cabeza.
—No tan bien como yo pensaba. Ninguno de nosotros sabía lo que se proponía.
Júpiter y Coralina cruzaron una mirada breve.
—El que usted nos diga o no la verdad es algo irrelevante ahora, ¿verdad? —Júpiter volvió la mirada desde el obelisco hasta la salida de la plaza. Allí le esperaba un taxi—. ¿Para eso quería encontrarse con nosotros? ¿Para darnos las gracias?
—Para prevenirles. De Von Thaden. La muerte de Landini no le ha gustado nada.
—Landini le engañó. En realidad siempre trabajó para Trojan.
—El cardenal está furioso —dijo Estacado—. Con Landini, consigo mismo, pero sobre todo con ustedes. Puedo impedir que les haga seguir, pero no podrán regresar nunca a Roma.
Júpiter contempló la plaza por última vez.
—No se preocupe por nosotros.
El español hurgó en el bolsillo de su traje y extrajo un sobre lleno a reventar.
—Es para ustedes.
Coralina lo aceptó a regañadientes. Miró en su interior y alzó la cara con gesto reprobatorio.
—¿Dinero?
—Lo necesitarán. Si yo estuviera en su lugar, no trataría de utilizar una tarjeta de crédito en los próximos meses. Con toda seguridad necesitarán comprar billetes de avión, ropa nueva —dijo, señalando la pernera del pantalón de Júpiter, deformada por las vendas—. Me he tomado la libertad de encargarme de la factura del médico.
Coralina realizó una suave inclinación de cabeza, después cogió el sobre, sin agradecérselo a Estacado.
—No crea que con esto ha comprado nuestro silencio.
—No tengo intención de ofenderlos —respondió el español—. Confío en su sentido común. Mantendrán la boca cerrada —durante un instante dio la impresión de que iba a levantar la mano en señal de despedida, sin embargo, se dio cuenta del brillo hostil que latía en la mirada de Coralina, y lo dejó estar.
—Mucha suerte —dijo, sucintamente, y se marchó, siguiendo la sombra del obelisco como a un índice extendido hacia la puerta del templo.
A Júpiter le invadió la sensación de que todo había acabado. Por fin.
El paso por la línea de llegada, la mirada atrás, la primera bocanada de aire libre.
Y ante ellos, una tumba.
Júpiter y Coralina se encontraban de pie bajo un haya, y contemplaban el montículo de tierra recientemente elevado. No había ninguna lápida, tan solo una cruz de madera con una discreta inscripción.
«Miwaka Akada».
Coralina extendió la mano para coger la de Júpiter, y entremezcló sus dedos con los de él. No habían dicho ni una palabra desde que habían entrado en el cementerio; un silencio saludable por partida doble, porque ambos sabían lo que el otro estaba viviendo.
A los pies de la tumba había un par de flores, pero ninguna corona. Júpiter se inclinó con gran esfuerzo, se apoyó en la muleta y dejó un ramo sobre el túmulo. Durante un breve instante permaneció en la misma posición, sin soltar la mano de Coralina, pensando en el rostro de Miwa, en los sucesos de la Torre de San Juan, el brillo desconcertado de sus ojos, después el velo turbio, difuso y sangriento que los cubrió...
—¿Estás bien? —preguntó Coralina con suavidad.
—Sí —dijo él, y repitió otra vez, más decidido y sólido—. Sí.
Ella le dio tiempo para que se despidiera. Todo el tiempo que él necesitó.
—Si quieres estar solo un momento —empezó a decir, pero él agitó la cabeza.
—Está bien así —se volvió a levantar y colocó un brazo en torno al talle de la joven. Iba a decir algo, cuando una tercera sombra cubrió la tumba.
Al volverse, comprobaron que la hermana Diana, la abadesa del Monastero Mater Ecclesiae, se encontraba de pie tras ellos. Había dudado si acompañarles hasta allí. Prefirió esperar en la puerta del cementerio, según decía, pero ahora se inclinaba sobre las flores a los pies de la tumba y las colocaba junto al ramo de Júpiter.
—Le agradezco —dijo él— que se ocupara de todo.
—Es nuestra obligación ocuparnos también de los muertos —respondió ella, con voz dulce—, no solo de los vivos.
—La plancha... —dijo él, pero la abadesa le interrumpió.
—Se encuentra en el sarcófago de la
signorina
Akada, tal y como usted deseaba. Nunca se volverá a utilizar.
Como ninguno de los dos replicaba, la mujer miró por primera vez a la cara a Coralina.
—¿Y la llave?
—En el Tíber. Donde el cieno y el barro son más profundos.
Diana suspiró, con aspecto de sentirse muy aliviada.
Júpiter volvió a mirar el montículo pardo y la cruz.
—La mataron por nada. Completamente en vano.
—Le salvó la vida —repuso la monja.
Júpiter apartó la vista de la tumba. Le resultaba difícil decir nada, encontrar las palabras adecuadas.
—¿Cuándo se marchan de Roma? —preguntó Diana.
—Hoy mismo.
Una corriente de aire frío y penetrante sobrevoló el cementerio. Coralina se apretó contra Júpiter.
La abadesa les dedicó un apretón de manos y observó cómo se marchaban lentamente, con Júpiter cojeando, poco diestro en el uso de muletas.
—¡Una pregunta más! —gritó la mujer.
Los dos se quedaron quietos y volvieron la vista atrás.
—¿Lo lamenta?
—¿El qué?
—¿Lamenta no haberlo visto? —preguntó la abadesa—. El final de la escalera.
Júpiter meditó un instante, después repuso:
—Pascale lo vio. Creo que con eso basta.
La mirada de la abadesa se perdió en la distancia.
—Nunca se sabrá a ciencia cierta si lo que cuenta es verdad o el producto de alucinaciones.
—No —dijo Coralina.
—¿No? —preguntó Diana.
—No lo lamento. Es lo que usted quería saber.
La abadesa sonrió con suavidad.
—Que tengan un buen vuelo. Y una vida próspera.
Coralina alzó la mano en señal de despedida, después llevó a Júpiter hasta la calle.
Cuando se fueron, Diana bajó la mano. Rezó una oración ante la tumba y se santiguó.
Una segunda corriente de aire pasó por entre las flores, hizo caer un pétalo y lo empujó contra la cruz de madera, justo junto al nombre de Miwa, donde permaneció como si lo hubieran clavado allí.
La religiosa se volvió y se dirigió con pasos lentos hacia la salida.
Las
Carceri
, junto con las
Antichita Romane
, constituyen las obras más significativas de Giovanni Battista Piranesi. Han inspirado a incontables generaciones de artistas, desde escritores como Thomas de Quincy, Jorge Luis Borges y Horace Walpol hasta dibujantes como M. C. Escher y Alfred Kubin, pasando por los grandes cineastas Fritz Lang y Sergej Eisenstein. Fuera cual fuese el abismo del cual surgieran las opresivas visiones de Piranesi, no cabe duda de que se trataría de uno al que merecería la pena echar un vistazo. Lo hemos intentado de una o de otra forma, por escrito, pintándolo o incluso musicalizándolo. Probablemente sea materia de psicoanálisis.
El descenso de Piranesi al submundo romano es un dato históricamente demostrado, al igual que su retorno posterior a la vida pública. Para cuando regresó, ya había terminado las planchas de las
Carceri
.
Si se desea contemplar el osario del convento capuchino en la Via Veneto, puede hacerse de acuerdo con los horarios de visita habituales. El monje que aguarda en la puerta les confirmará que apenas se sabe nada acerca del origen de esa macabra obra arquitectónica, incluyendo a su creador. Visite a los capuchinos y maravíllese con la decoración, realizada con los restos de cuatro mil personas. Le prometo que es una visión que no olvidará.
De nuevo recurro a las investigaciones que he realizado acerca de las obras de otros autores. En esta ocasión, me fueron de gran ayuda los trabajos de Alexander Kupfer, Bernhard Hülsebusch, Franca Magnani y Mary Barnett.
Mi mujer, Steffi, me acompañó a Roma, al Vaticano y a la abadía capuchina, a la Rotonda, a las diversas iglesias y, sobre todo, vino conmigo en las incontables marchas a pie por el auténtico laberinto que constituyen los callejones de la ciudad. He descrito la mayoría de lo que vi, solo dejo en el tintero toda una ristra de zapaterías y tiendas de ropa.
[1]
Erich von Däniken: escritor suizo especializado en teorías sobre la autoría extraterrestre de los grandes avances arquitectónicos y culturales de la antigüedad.
[2]
Paternóster o carrusel vertical: especie de montacargas de gran volumen que asciende y desciende en un ciclo continuado.