La conspiración del Vaticano (49 page)

—¿Nos ayudará?

El abad se levantó y vagó por el cuarto, sumido en sus meditaciones.

—No han visto el cadáver de Remeo. Estaba abrasado, sobre todo el pecho, el antebrazo y la espalda, como si algo en llamas le hubiera... ¡abrazado! Vivió algo espantoso allí abajo, quizá lo mismo que Piranesi y sus monjes, en caso de que en verdad alguien le acompañara en su descenso.

—Sin embargo, Piranesi regresó —dijo Coralina—. Sobrevivió y documentó en sus grabados lo que había visto —sus últimas palabras eran mera especulación: nadie sabía con certeza si las
Carceri
eran copias de lo que les esperaba en la Casa de Dédalo—. Si Piranesi lo hizo, nosotros también podemos —continuó.

—Pero Remeo...

—Lo intentaremos —interrumpió Júpiter al abad—. Si nos echa, regresaremos —no quería presionar al abad, pero sabía que no le quedaba otra opción—. No quiere que algo de esto se filtre a la opinión pública, ¿verdad?

Dorian estaba demasiado envuelto en sus propias dudas como para enfadarse. Paseó un rato por el despacho en silencio, después se volvió de nuevo a la ventana y contempló el árbol muerto del patio.

—Como quieran —dijo—. Es su decisión.

Para cuando se acercaron a la entrada de la cripta, Dorian había hecho ya despejar las bóvedas. Un puñado de turistas disgustados se encaminaron hacia las escaleras de la Via Veneto mientras protestaban por la arbitrariedad de los monjes.

El osario se encontraba en un anexo de la iglesia de Santa María della Concezione. Tras la entrada se abría una pequeña sala en la que los capuchinos habían levantado un puesto de recuerdos, con postales, pines y diapositivas. Algunos carteles más indicaban a los visitantes que no estaba permitido realizar fotografías ni fumar.

Un monje, de larga barba, como todos los capuchinos, pero sin el habitual hábito, les esperaba. Se encargaba de la supervisión de la cripta. Dorian se inclinó sobre su oído y le susurró algunas palabras. El hombre miró sorprendido, pero asintió dócilmente.

Dorian guió a Júpiter y Coralina por la sala hasta un estrecho pasillo. El monje cerró la puerta de acceso tras ellos, pero se quedó fuera. La pareja volvía a estar a solas con el abad.

Júpiter llevaba una pesada linterna con pilas de repuesto, lo único que había quedado del equipo de Santino y sus amigos. Se preguntó si Remeo habría portado la linterna en la mano mientras ascendía moribundo por las escaleras. Aunque se estremecía con esa perspectiva, agradecía contar con luz. Ninguno de los dos había pensado, movidos como estaban por el nerviosismo, en conseguir algo de equipamiento para su descenso a la Casa de Dédalo.

Un estrecho pasillo atravesaba las cinco capillas del osario. Las paredes y los techos estaban pintados de blanco, para que los huesos pardo amarillentos resaltaran más. La visión resultaba tan impresionante como sobrecogedora.

El propio pasillo estaba decorado con formas estrafalarias elaboradas con costillas, vértebras, maxilares y rótulas. No existían cajas torácicas completas, ni columnas vertebrales ni manos; cada uno de los cuatro mil esqueletos estaba descompuesto en los fragmentos más pequeños posibles que, a continuación, habían formado algo completamente nuevo.

Júpiter observó en la primera capilla un altar de la altura de un hombre, hecho con fémures; a su lado, en la siguiente bóveda, otro construido a base de cráneos y, finalmente, un tercero de huesos de la cadera. Eran pocos los esqueletos que permanecían completos: algunos, vestidos con el hábito, yacían colocados en nichos, mientras que otros se encontraban erguidos, colocados sobre las paredes de las bóvedas.

Todo estaba cubierto con restos humanos, hasta el último metro cuadrado. Bajo los techos relucían sinuosos ornamentos de hueso, piezas inspiradas en el Rococó. Lo que más impresionó a Júpiter fue una mariposa macabra confeccionada con una calavera humana, cuyas alas eran omóplatos.

Mientras Dorian les guiaba por el pasillo, el investigador tomó la palabra.

—Aquí debía de haber ya huesos antes de empezar a construir la cripta.

—¿Cómo ha llegado a esa conclusión?

—La inscripción del cuenco de arcilla, gracias al cual encontró Piranesi la entrada, hablaba de restos. Sin embargo, si todos estos huesos se colocaron después del descenso de Piranesi, ¿cómo podría haber seguido la indicación referente a ellos?

Coralina le dio la razón con un asentimiento reflexivo.

—Es curioso.

—No, si ya había un gran cúmulo de huesos aquí mucho antes, al que se refiriera la inscripción del fragmento —replicó Júpiter.

—Los capuchinos ya estaba aquí en la década de los treinta del siglo XVII —dijo el abad—, es decir, unos cien años antes de la construcción del osario. Habíamos traído los restos de nuestros hermanos muertos ya para entonces. Puede que se guardaran en esta estancia.

—Es posible.

—Además —continuó Dorian—, en aquel entonces había aquí un cementerio en el que también se enterraron a miembros de la orden.

Coralina tuvo un momento de inspiración.

—¿No sería factible que los capuchinos dieran con la puerta y fundaran este monasterio para vigilarla? Quizá fue un monje quien descubrió la vasija, puede que en las excavaciones del viejo cementerio. Él habría realizado la segunda inscripción entre los jeroglíficos, como un mensaje cifrado que indicara la ubicación de la entrada. Después, el cuenco acabaría en el archivo del Vaticano, donde los Adeptos lo encontrarían cientos de años después.

Júpiter se mostró de acuerdo. No era más que una teoría, pero resultaba del todo plausible.

Se detuvieron al final del pasillo y observaron la quinta y última capilla. El altar estaba formado de huesos diversos, como si se hubieran aprovechado los restos sobrantes de las demás bóvedas. Dos esqueletos vestidos con hábitos lo flanqueaban, ligeramente arqueados, como si en cualquier momento fueran a saltar de sus nichos y a dirigirse a los visitantes. Sobre el altar, aparecían sentados tres esqueletos más, tan pequeños, que solo podían tratarse de niños. Júpiter descubrió justo debajo del techo un cuerpo completo encuadrado dentro de un óvalo de vértebras. En una de las manos del muerto, había colocado una guadaña; en la otra, una balanza. Ambos objetos estaban realizados íntegramente con huesos.

Al igual que en las anteriores capillas, había sepulturas colocadas en el suelo. En las cuatro primeras bóvedas estaban señaladas por cruces de madera, pero en esta, cumplían esa función grises losas de piedra que lucían inscripciones cinceladas.

—En esta capilla se encuentran algunos de nuestros santos más importantes —explicó Dorian, con tono afectado—. Los tres esqueletos del altar probablemente se correspondan con niños de la familia Barberini.

Miró por última vez la puerta cerrada de acceso a la sala, después se saltó el cordón que señalaba el camino a lo largo de la estancia. Viendo que Júpiter y Coralina dudaban, les indicó con una mirada que le siguieran.

Se colocaron frente al altar, en cuyo centro se encontraba un taco de piedra sobre el que había colocados tres cráneos sin maxilar inferior, con las cuencas vacías observando el pasillo. Tras ellas, despuntaba una pequeña cruz de madera. Dorian posó la mano sobre la calavera del medio, y entonces Júpiter se percató de que mostraba una coloración distinta a la de las demás, como si no estuviera hecha del mismo material. Examinándola más detenidamente, comprobó que existían otras diferencias, lo que eliminó todas las dudas de que aquella calavera era en realidad una falsificación labrada en piedra.

—Háganse a un lado —dijo el abad.

Júpiter y Coralina recularon hacia la pared, esforzándose por no tocar ninguno de los ornamentos en hueso.

Dorian giró el cráneo hasta que las cuencas de los ojos señalaron hacia la pared posterior. Sonó un crujido, y las grandes losas en medio del suelo de la capilla se hundieron unos centímetros y se deslizaron a un lado con un sonido seco producido por las piedras al rozarse. Debajo, dispuesta horizontalmente en una depresión del suelo, apareció una rueda de acero. Dorian se puso de cuclillas y miró a Júpiter.

—Si fuera tan amable de ayudarme... Es un poco dura.

Júpiter intercambió una mirada con Coralina, después se arrodilló junto al abad. Juntos empujaron hacia la derecha la rueda, que giró levemente, como el investigador pudo comprobar. Sin embargo, para lograrlo fue necesario un esfuerzo capaz de hacer sudar a los dos hombres.

—¡Júpiter! —gritó repentinamente Coralina.

Él la miró a ella en primer lugar y después, agarrado a su brazo, volvió la vista a la parte frontal de la capilla.

El altar, junto con la pared, había reculado un buen trecho. A derecha e izquierda aparecieron dos oscuras fisuras, como pasadizos abiertos a uno y otro lado.

—No hemos acabado —jadeó el abad.

Júpiter empujó de nuevo la ruleta con todas sus fuerzas. El altar y la parte trasera de la bóveda se hundieron aún más. Finalmente, el abad le hizo entender con una mirada que ya era suficiente.

El alemán se levantó, y junto con Coralina, miraron expectantes al religioso.

—El hueco de la izquierda acaba a unos dos metros, pero el de la derecha lleva hasta una escalera y, tras unos diez metros, a una cámara. Allí encontrarán lo que buscan.

—¿No viene hasta la puerta? —preguntó Coralina.

—No —respondió el abad con rotundidad en la voz—. Estoy seguro de que pueden cometer el error que deseen sin mi ayuda.

Júpiter asintió.

—Le agradezco lo que ha hecho por nosotros.

Dorian le miró con tristeza, pero no respondió.

El investigador se adelantó con la linterna, y Coralina le siguió a escasa distancia. Los dos se deslizaron por la abertura, mientras el abad quedaba atrás, en la capilla. Al volver la vista atrás, Júpiter tuvo la impresión de que el rostro del capuchino parecía aún más gris y decaído. Entonces, la silueta de Coralina le obstaculizó la vista, por lo que volvió a mirar hacia delante.

Tal y como Dorian había dicho, no tardaron en dar con los escalones que se hundían en las profundidades. En un primer momento, hubo algo que le pareció discordante, pero que no supo definir, hasta que finalmente cayó en la cuenta de lo que le estaba llamando la atención: los escalones en los edificios viejos solían estar desgastados por el uso, con las esquinas suavizadas, romas; sin embargo, estos estaban nuevos. Apenas se habían utilizado durante todos estos siglos. Probablemente, desde los tiempos de Piranesi, solo Santino y sus hermanos habían descendido por allí.

Ahora lo hacían Coralina y él.

La cámara, al final de las escaleras, era más baja y pequeña de lo que él había esperado. Estaba vacía. Era un cubo hueco cubierto de sillares, cada uno tan grande que entre cuatro ya constituían una pared.

En el lado opuesto a la escalera se encontraba la puerta.

Su aspecto era tan sobrio como cupiera imaginar: una plancha rectangular de piedra que, en uno de sus extremos, tenía grabado un triángulo erecto del cual surgían dos pequeñas protuberancias en la parte superior. Era el toro estilizado del que Dorian les había hablado.

En medio del triángulo, entre los ojos tallados del animal, había una pequeña rendija. Júpiter ignoraba cuándo se forjó la primera llave, si bien calculaba que en torno a la Baja Edad Media, pero supuso que para algún que otro historiador, contemplar aquel mecanismo habría supuesto toda una conmoción. ¡Una cerradura en una puerta de, probablemente, tres mil años de antigüedad!

Coralina sacó la llave del bolsillo de su pantalón con ceremoniosidad.

—¿Lo haces tú o lo hago yo?

—Podríamos echarlo a suertes, si tuviéramos alguna moneda a mano.

Ella sonrió sin sentimiento, después se dirigió a la puerta e introdujo la llave por el orificio. Entró sin resistencia, hasta que dio finalmente con un tope.

—¿Y ahora? —preguntó—. ¿Derecha o izquierda?

Júpiter iba a responder cuando la decisión se tomó por sí misma. Un ligero traqueteo surgió de detrás de la puerta, seguido de un murmullo, como el del aire de un aspirador.

—Ni lo uno ni lo otro —susurró Júpiter, mientras la losa daba un fuerte tirón, como si se hubieran soltado unos anclajes interiores. Los dos dieron un paso atrás, asustados, pero no se vio nada al otro lado.

Júpiter avanzó de nuevo y colocó las dos manos sobre la puerta. Con sumo cuidado, la empujó hacia adelante, primero con suavidad, después con más fuerza. La piedra se movió muy lentamente hacia adelante. Se sostenía a la izquierda con bisagras invisibles, pero a la derecha se abrió una hendidura oscura que creció rápidamente.

Alumbró con la linterna las tinieblas que se expandían ante ellos. Júpiter vio peldaños, los peldaños de una colosal escalera de caracol.

—¿Y bien? —preguntó Coralina, aunque acto seguido pasó ante él y cruzó la puerta—. Vamos.

Juntos penetraron en la Casa de Dédalo.

Inmensamente grande.

Inmensamente oscura.

No habían descendido ni una hora cuando empezaron a ser conscientes de lo enorme que era la escalera.

Tan solo una barandilla de piedra los separaba de la negra nada del abismo. Cuando miraron al otro lado, hacia abajo, comprendieron que la escalera se prolongaba hacia el centro de la tierra como la espiral de un tornillo monstruoso. La luz de la linterna se expandía hasta unos veinte metros de distancia, después, se perdía en la oscuridad. Al principio podían distinguir el techo de la titánica cueva, pero pronto dejó de estar al alcance de la capacidad de iluminación de la linterna.

La temperatura había descendido notablemente. Un aire gélido surgía continuamente del abismo, se colaba por la ropa que llevaban y les helaba hasta los huesos.

Tardaron poco en dejar de discutir sobre las imposibilidades físicas del lugar. Tras media hora, la conversación había llegado a un punto que poco tenía que ver con conceptos como el de gravedad o estabilidad. Aceptaron que la Casa de Dédalo era algo real, un lugar creado con medios ya utilizados en el pasado, con el único propósito de honrar a los dioses, de complacerles, de escalar puestos gracias a ellos. Coralina lo comparó con la torre de Babel, con la diferencia de que, en este caso, se dirigía hacia abajo y no hacia arriba.

De pronto, se detuvo.

—¿Has oído eso?

Júpiter no dio un paso más.

—¿El qué?

—Parecía... ¿como si alguien escarbara? —le miró con los ojos muy abiertos.

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