Read La conspiración del Vaticano Online
Authors: Kai Meyer
—Hizo que la mataran —dijo Júpiter—. Usted fue el responsable, y no Estacado o Von Thaden.
—Así es como se unen las piezas de un gran mosaico —respondió, lacónico, el profesor, mientras se limpiaba la sangre de la nariz—. Así es como debe ser si se quieren llevar las cosas a un término.
Júpiter sintió cómo Coralina, desde su escondite, quedaba helada por la impresión. Él le dio a entender con una mirada que no se moviera del sitio.
—Nos debe un par de explicaciones, ¿no cree?
Trojan seguía apuntando al alemán con el arma. El temblor que le recorría remitió, quizá porque sentía que tenía todo bajo control.
—¿Sabe por qué construyó Dédalo este edificio?
—Como ofrenda a los dioses, creía yo.
—Para él era un trato —explicó Trojan, agitando la cabeza—. Después de que Icaro se quemara, Dédalo suplicó a los dioses que le devolvieran a su hijo. Les prometió que les construiría el más grande y más espléndido de todos los templos. En los latinos encontró a los aliados necesarios, que pusieron a su disposición materiales y mano de obra. Dédalo habría hecho cualquier cosa para traer a Icaro del inframundo. Tras su destierro, lo único importante para él era su hijo, que además había perdido la vida por su culpa. Si Dédalo no hubiera fabricado las alas con las que huyeron, Icaro no se habría fundido en el sol. Solo por eso construyó este templo, y lo realizó tan profundamente en la tierra como fue posible, para facilitarle el ascenso desde las entrañas de la tierra.
Júpiter volvió la vista hacia Coralina. Le suplicaba con los ojos que volviera a su escondite, pero él no había olvidado lo que habían oído allí abajo, y no se librarían de ese algo indefinido que los había perseguido por las escaleras, bramando y resoplando con la fuerza de una locomotora. Debían salir de allí.
Dio un paso hacia Trojan, y después otro, hasta que se encontró en el primer escalón, justo debajo de la puerta.
—Escuche, Trojan, no sé qué planes tiene, pero lo importante es que no nos necesita para nada. Déjenos ir.
Trojan se puso de nuevo en movimiento y caminó lentamente y con pasos temblorosos hacia la entrada. El esfuerzo le distrajo, pues tuvo que mirar los pies. Júpiter vio la oportunidad que esperaba: se preparó para alcanzar al anciano con un par de saltos, y ya le iba a agarrar cuando...
Trojan alzó la pistola y le disparó.
Un dolor punzante recorrió el muslo derecho de Júpiter. Se le dobló la rodilla, y de repente tenía los pantalones llenos de sangre.
Coralina gritó su nombre tras él, salió de un salto de su escondite, corrió en su busca y tiró del alemán hasta un lugar seguro, justo cuando dos balas más pasaban silbando junto a él para estrellarse finalmente contra el ancestral muro. Pedacitos de piedra y motas de polvo revolotearon por el aire.
Júpiter no pudo decir ni una palabra. Solo cuando Coralina le arrastró peldaños abajo, junto a Pascale, tras la curva de la escalera, llegó a comprender que Trojan le había disparado. Hasta entonces, la conmoción había mantenido atontado el dolor, pero ahora este se abría paso con total libertad.
Trojan les siguió por las escaleras. El esfuerzo físico que ello le exigía era enorme, pero su espíritu estaba tan unido a la Casa de Dédalo, su voluntad era tan inamovible e inflexible, que bajó los primeros escalones como si apenas le costara trabajo.
—No se molesten en contar los disparos —les dijo—. Tengo el bolsillo lleno de munición. ¿Creen que no he realizado los preparativos para dar comienzo a la reestructuración del mundo? Como pueden ver, ya casi lo he conseguido.
—Lo único que ha hecho ha sido utilizar a los Adeptos —le rugió Coralina, mientras presa del pánico paseaba la mirada entre Júpiter y el inerte Pascale. Tenían que descender, y solo podría llevarse a uno de los dos—. Pon el brazo sobre mis hombros —le susurró a Júpiter—. Te sujetaré.
—No podemos... bajar —respondió con voz ronca.
—Trojan nos disparará cuando nos alcance.
De las profundidades surgió nuevamente un horrible bramido, que en esta ocasión se encontraba, sin posibilidad de error, más cerca que las anteriores. Sin embargo, a su juicio, era una amenaza demasiado abstracta en comparación con lo que les venía siguiendo: un loco con un arma.
—¿Utilizado? —gritó el profesor—. Si así quiere verlo, pues sí. Estacado solo está interesado en guardar las puertas, ni en sueños se le habría ocurrido abrir una de ellas. Pero yo quiero estar allí cuando el espíritu de Dédalo convierta la ciudad en algo nuevo, mejor, ¡en algo magnífico! ¡La ciudad, y el mundo entero!
Mientras Júpiter se sostenía sobre Coralina para bajar la escalera, con la mano libre se palpó la herida y sintió la sangre en la pierna. Era un disparo limpio.
—Cuando tengamos algo de ventaja, te vendaré la herida —susurró Coralina. Escuchó, tensa, en todas direcciones, y se tranquilizó un poco al no oír ningún disparo más: evidentemente Trojan había dado por muerto a Pascale.
La joven sostenía a Júpiter con la mano izquierda, mientras que en la derecha portaba la linterna e intentaba, al mismo tiempo, apoyarse en la columna central de la escalera. El reguero de luz tintineaba como un fuego fatuo sobre la escalera, hacia la oscuridad. Las palabras de Pascale relampagueaban en su mente como un letrero luminoso. Nada de luz, la luz atraía algo.
—No pueden imaginarse lo que es esto —gritó Trojan desde arriba—. Toda una vida contemplando las creaciones de Miguel Ángel y Bernini, enfrentarse de nuevo cada día a su genialidad y no poder crear nada por ti mismo. ¡Solo mejorar, arreglar, y nunca hacer nada nuevo! Tenía planes, planes maravillosos, pero nunca me escucharon —hizo una breve pausa antes de continuar—. Los primeros edificios que bosquejó la humanidad fueron laberintos. Las antiguas pinturas rupestres están llenas de ellos. La laberintización que surgirá de la Casa de Dédalo será la arcilla con la que se modelará una nueva arquitectura. ¡Del caos surgirá algo nuevo, algo completamente diferente! La puerta debe permanecer abierta, y todo lo que siempre ha estado aquí, debe escapar... Imagínenselo: ¡el mundo convertido en un único e inmenso laberinto! La infección ya ha comenzado. Todo lo que hay aquí, ustedes, yo, nuestra historia, son quizá ya parte del laberinto. ¿Será esto aún la realidad?
El bramido emergió de la oscuridad, más nítido, más cercano. También oyeron un rumor, como si algo se impulsara hacia arriba con unas poderosas alas, invisible en la oscuridad.
—Apaga la luz —urgió Júpiter con voz ronca.
—Sin luz no veremos...
—¡Apágala! ¡Rápido!
Coralina pensó un momento si la herida le estaría haciendo delirar, sin embargo, ella misma oía el rugido y el aleteo, y...
Una risa estridente resonó en la oscuridad del abismo.
Coralina creyó que se trataba de Trojan.
Pero la risa se repitió, y esta vez se sostuvo más tiempo en el aire. No podía compararse con ningún otro sonido que Coralina hubiera oído jamás. Le helaba la sangre. Júpiter se removía, crispado, en sus brazos.
—La luz —susurró—. ¡Apaga esa maldita luz!
Empujó hacia atrás con el pulgar el regulador de la linterna, y la luz se extinguió. En un segundo se vieron envueltos en una densa oscuridad. Coralina sintió que Júpiter le colocaba un dedo sobre los labios para indicarle que no hablara más. Se quedaron callados y muy rígidos, con la espalda apoyada en la fría y húmeda columna que sustentaba la escalera. Esperaron.
No todo era oscuridad en la Casa de Dédalo.
Bajo ellos titilaba un suave resplandor. Al principio pensaron que se trataba de un efecto óptico, pero después, cuando se dieron cuenta de que era una luz real, no lograron reprimir el impulso de aproximarse a la barandilla y mirar hacia las profundidades.
La risa se aproximaba, un chirrido histérico y demencial, lleno de dolor y pena, y de satisfacción nacida del sufrimiento. La quintaesencia de un delirio de milenios de antigüedad.
Júpiter y Coralina se agarraron el uno al otro, mientras la claridad surgía desde abajo, volando a gran velocidad desde la inconcebible profundidad de un abismo creado para competir con el mismísimo inframundo.
El bramido también se repitió. Había alguna otra cosa deslizándose por las alturas, dando vueltas y ascendiendo, pero quedaba acallado por el rugido del toro, toda una erupción de rabia inhumana y ansia asesina.
Son tres, pensó Júpiter, tembloroso. El revoloteo, el bramido y la risa. Tres ruidos, tres seres.
«El Espíritu, el Fuego y el Toro», había susurrado Pascale. Una trinidad impía para gobernar el oscuro abismo.
Entonces, surgió una segunda luz, no bajo ellos, sino encima. Titilaba sobre el borde de la escalera, buscando, palpando, acompañado de una voz.
—Sé que están ahí abajo. ¡Lo sé!
Aunque Trojan no podía darse cuenta, vieron la luz con la que él iluminaba el suelo. Vieron una mano que temblaba entre las columnas de la barandilla, con una pistola entre los dedos que apuntaba hacia abajo, sin ningún destino definido, porque Júpiter y Coralina debían de estar allí.
Sonó un disparo, después otro. Trojan disparaba a ciegas en la oscuridad. Las balas aterrizaron a dos pasos de sus pies, abriendo sendos cráteres en los peldaños.
Coralina tiró de Júpiter a lo largo de media circunferencia de la escalera más abajo, para que la columna central los separara de los disparos. Trojan debía de encontrarse ya al límite de sus fuerzas para realizar tal acto de desesperación. Era un anciano enfermo y débil.
Un disparo más.
«Seguros solo en la oscuridad... y el silencio».
Coralina y Júpiter se agacharon, se apretaron fuerte el uno contra el otro, bajaron la cabeza, se escondieron tras la columna.
Pero no de Trojan.
La luz que surgía del suelo se volvía más clara, en colores amarillos, rojos y naranjas. ¡La luz del fuego! Algo surgió de las profundidades, ardiendo en llamas, rodeado de una aureola de calor ardiente, tanto como para calentar repentinamente la piedra de los escalones.
Entonces se oyó el grito de Trojan.
Durante algunos segundos, acalló el bramido del toro, y una ráfaga de hedor nauseabundo procedente de arriba les inundó. Olía a carne quemada y a pelo chamuscado, pero en ningún momento se interrumpió el salvaje y aterrorizado aullido del anciano.
La luz había alcanzado el mayor grado de intensidad, y se mantenía en ese tope mientras la pareja seguía justo al otro lado de la amplia columna de piedra, que los ocultaba de lo que fuera que se encontrara allí arriba y los mantenía protegidos de su vista y de su calor.
Sin embargo, en el último momento, Júpiter no pudo reprimir la tentación y, sin prestar atención al dolor o a Coralina, que tiraba de él, se asomó al otro lado de la pared. Lo que vio fue algo parecido a una cruz de fuego, quizá un hombre en llamas con los brazos abiertos de par en par, o quizá fueran alas extendidas. Con él, fundido en una danza de calor ardiente y carne abrasada, el cuerpo del anciano, el cadáver de Trojan, colgaba sobre el vacío.
La luz se difuminaba, se apagaba, se perdía en la oscuridad.
«El Espíritu y el Fuego...».
El padre y el hijo.
Los pensamientos de Júpiter giraban en una ruleta de dolor y desconcierto. ¿Y si los dioses hubieran cumplido con su parte del pacto cerrado con Dédalo? ¿Y si realmente le hubieran devuelto a su hijo, vivo y ardiendo por toda la eternidad, condenado a un dolor milenario más allá de toda concepción?
No encontró respuesta, solo un caleidoscopio de imágenes y sospechas tan vagas como nebulosas.
El abismo se tragó definitivamente el fuego, y no dejó más que tiniebla, una oscuridad que nació en la barandilla, se extendió y lo envolvió todo.
Pero el peligro no había cesado.
El bramido del toro continuaba acercándose, ascendiendo furioso las escaleras, haciendo temblar toda su estructura. El polvo caía desde las junturas sobre las cabezas de la pareja, como una fina y gris neblina de ceniza.
—Vamos —susurró Coralina—. Tenemos que subir.
Júpiter luchó contra el dolor. Ya no le quedaban fuerzas en la pierna herida, que arrastraba más de lo que le sostenía.
Los dos ascendieron juntos y a duras penas a través de la penetrante oscuridad. Aquello que les seguía entre rugidos y traqueteos debía avanzar a una velocidad notablemente superior a la de la pareja, pero aún contaban con una enorme ventaja.
Una corriente de aire, corta pero intensa, les dio en la cara, que se les quedó entumecida.
A Júpiter le recordó un aleteo. Alas invisibles en la oscuridad.
Las alas de un fantasma que los observaba, sin intervenir, tan solo vigilando, quizá esperando, a ellos o a la bestia que seguía sus pasos.
No había tiempo para dudas ni reflexiones.
Había que seguir subiendo.
No podían ver los escalones, y cada dos por tres uno de los dos tropezaba, arrastrando al otro en la caída, pero Coralina guardaba fuerzas y destreza por los dos, y tiraba de Júpiter cuando su pierna sana flaqueaba de cansancio o el dolor le hacía ver cosas irreales.
Un poco de claridad, un rayo de luz se abrió sobre ellos en medio de la noche eterna. La forma de la puerta, perfilada con el tímido resplandor del osario.
El bramido se repitió tras ellos. Finalmente les llegó un olor, un hedor animal, caliente y sofocante, como el de la guarida de un animal salvaje.
—¡Ya viene! —gritó Júpiter, mientras se tambaleaba sobre los últimos escalones.
Coralina desconectó su juicio, su razón, su miedo. Solo miraba hacia arriba, hacia la superficie, hacia la salvación.
—La puerta se está... estrechando.
Ya no había aire, solo dolor en el costado y las paredes para sujetarse.
Y de nuevo, aquel bramido...
Pascale no estaba. Habrían tropezado con él en la oscuridad.
Entonces, Júpiter comprendió por qué la puerta se había estrechado, por qué seguía estrechándose. Pascale y el ensangrentado Dorian estaban al otro lado, ¡empujándola con todas sus fuerzas!
—¡Pascale! —bramó tan fuerte como pudo, pero su grito no era más que un ronquido sordo—. Dorian... ¡esperad!
Se precipitaron sobre la puerta. El hombro de Júpiter rozó la piedra, que le desgarró la ropa. Coralina tropezó y cayó al suelo, y él aterrizó sobre ella entre gritos de dolor.
El bramido, y con él, la seguridad de que había algo allí, cercano, enfurecido, una forma mitad humana y mitad...