La conspiración del Vaticano (46 page)

El BMW se puso en movimiento.

—¡Cuidado! —siseó Coralina—. ¡Vienen directos a nosotros!

Rodearon el Ford agachados. Desaparecieron tras el capó justo en el momento en que el coche plateado pasaba junto a él.

—¿Nos han visto?

—Creo que no. Vamos, date prisa —salió corriendo y Coralina le siguió. Fueron deslizándose entre los coches aparcados, esquivando ocasionalmente el obstáculo que suponían dos parachoques demasiado cercanos, y volviendo la vista de vez en cuando en busca del BMW de Landini, que había desaparecido completamente de entre los incontables capós.

Llegaron hasta la furgoneta y comprobaron que la luna del lado del copiloto estaba rota. Coralina abrió el vehículo, saltó tras el volante y abrió el seguro de la otra puerta. El asiento de Júpiter estaba lleno de fragmentos de ventana.

Buscaron el BMW y descubrieron su techo plateado sobresaliendo entre los demás automóviles, amenazante como la aleta de un tiburón en medio de un mar de chapa. Se encontraba en una vía paralela a la suya, y se aproximaba de nuevo.

—¿Por qué no nos buscan en el aeropuerto? —preguntó ella, inquieta.

Júpiter barrió con un pliegue de la manta todos los pedazos de cristal fuera del coche.

—Puede que sí nos hayan visto —se montó y cerró la puerta—. Me interesa más saber qué es lo que han estado buscando aquí dentro.

—Quizá alguna nota sobre horarios de vuelo, o alguna pista de nuestro destino.

Coralina encendió el motor, soltó el embrague e hizo que el coche saliera disparado hacia atrás, fuera de su plaza de aparcamiento. La furgoneta era más alta que la mayoría de los vehículos de los alrededores, por lo que probablemente Landini ya se había dado cuenta de que se habían puesto en movimiento.

Coralina pisó el acelerador. Con el motor rugiendo se dirigieron a la salida.

—¿Puedes verlos? —preguntó la conductora.

—No... Espera, ¡sí! Ya los veo. Siguen en la fila paralela, a unos cien metros de distancia. Están acelerando.

—Fantástico.

—Quizá deberíamos haber cogido el autobús hasta la ciudad.

—Mejor no —pisó a fondo el acelerador—. Me siento más segura cuando soy yo la que está al volante.

«Sí, claro, salta a la vista», pensó Júpiter, intranquilo.

La furgoneta cruzaba las filas de coches a una velocidad vertiginosa. Si a algún viajero se le hubiera ocurrido inesperadamente dar la marcha atrás en ese momento, la huida habría llegado a su fin, pero Coralina no tenía opciones de frenar precisamente ahora.

Júpiter arrastró el cinturón de seguridad por el torso sin apartar la mirada de la vía. Los pies le pisaban imaginarios frenos y embragues, mientras Coralina hacía rugir el motor al cambiar demasiado tarde a la cuarta marcha. El viento entraba aullando por la destrozada ventana de Júpiter.

Se volvió para mirar, pero a través de la luneta trasera de la furgoneta no pudo encontrar el BMW.

Coralina intentaba asegurarse de que no hubiera nadie entre las hileras de coches que pudiera cruzarse súbitamente por su camino, y de vez en cuando iba echando un ojo al espejo retrovisor.

—¿Dónde están ahora? —no llevaba bien no poder ver nada desde su asiento.

—Nos siguen.

—Sí —respondió él, malhumorado—. Eso ya me lo imaginaba.

—¿Las mujeres al volante te ponen nervioso?

—Me pone nervioso cualquiera de cuya habilidad al volante dependa mi vida.

—¿Eso significa que debería ir más despacio o más deprisa?

—Simplemente... con más cuidado —replicó él con preocupación. La mano derecha se le aferraba al tirador, mientras que la izquierda vagaba nerviosa sobre el borde del asiento.

—No tengas miedo —le dijo ella—. Llevo quince horas de prácticas de conducción de riesgo a mis espaldas. Tuve un novio, una vez, en Florencia... Era algo así como un maníaco de los coches. Siempre me arrastraba a cursos de esos.

Júpiter hizo una mueca.

—Y una vez más aprendemos que todo en esta vida vale la pena, ¿verdad?

—No hace falta que seas tan sarcástico. Yo...

El espejo retrovisor del lado de Coralina estalló en una cascada de fragmentos plateados. El estruendo del choque le cortó la palabra en la boca. Algo más impactó contra la luna, con tanta fuerza que hizo una grieta en el cristal.

Ella maldijo en voz bien alta y se iba a inclinar para mirar hacia atrás por la ventanilla, pero Júpiter alargó el brazo a la velocidad del rayo y la obligó a quedarse en su sitio.

—¡No! —la ordenó.

—¿Eso era...?

—Sí. Nos han disparado.

Un nuevo estallido sonó como si quisiera constatar lo dicho. Júpiter miró hacia atrás, alarmado, hacia el habitáculo de carga del vehículo. La parte de atrás del coche carecía de ventanas, salvo la pequeña luneta, no obstante un rayo de luz natural, como un largo y claro dedo, se clavaba en la puerta lateral a través de un agujero del tamaño de una canica.

—La salida está ahí delante —murmuró Coralina entre dientes—. ¡Agárrate!

A Júpiter apenas le restó tiempo para cumplir su orden, pues justo entonces Coralina pisó el freno, giró el volante y derrapó hacia la derecha. La parte trasera de la furgoneta se salió de la carretera y dio contra la valla de protección que delimitaba el aparcamiento.

Ante ellos se abría la salida, bloqueada por una barrera amarilla de madera.

—No has pagado el billete, ¿a que no?

Antes de que él pudiera contestar, la furgoneta atravesó la barrera. Los pedazos de madera restantes provocaron grandes rayones a lo largo de las puertas de uno y otro lado.

—Siempre he querido hacer eso —soltó Coralina—. Me preguntaba cómo de resistentes serían esas cosas en realidad.

Júpiter tragó saliva, cuando atravesaron sin frenar la rampa de acceso a la autopista. La curva le dio la oportunidad de echar una mirada atrás por su propio espejo retrovisor y, para su consternación, descubrió que el BMW atravesaba los restos de barrera como un proyectil dorado. Justo cuando Júpiter se convenció de que no tenía escapatoria posible, el coche de Landini tuvo que esquivar a un Fiat que se le metió por detrás a toda mecha. Los dos vehículos habrían colisionado si el conductor del BMW no hubiera girado el volante en el último momento. Tras un violento balanceo, el Fiat recuperó la estabilidad, pero el BMW acabó cruzado en medio de la vía entre los rugidos de su motor.

—Un respiro —jadeó él, aliviado.

—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó Coralina. Introdujo sin miramientos la furgoneta en medio de la circulación de la autopista. Alguien tocó el claxon, pero ella no le prestó atención.

—Puede que medio minuto, más no.

—A ciento veinte kilómetros por hora, eso nos da una ventaja de un kilómetro, ¿no?

—¿Se te da bien el cálculo mental?

—Me esfuerzo en ello —volvió a pisar el acelerador—. No llega a ser un kilómetro, tendremos que ir más deprisa.

—¿Qué velocidad alcanza este vehículo de ensueño?

—Ciento cuarenta. Con el viento a favor, un poquito más.

Júpiter se limpió el sudor de la frente.

—El BMW llega sin esfuerzo a los doscientos veinte.

—Tendrá que intentarlo atravesando los baches de la carretera. A ver cuánto aguanta.

Júpiter la miró de perfil.

—¿Cómo es posible que de repente seas tan asombrosamente optimista?

—¿De qué serviría que me pasara todo el camino quejándome? —dijo, y en seguida se enfrentó a su mirada—. O vigilando el velocímetro...

—¡No estoy vigilando el velocímetro!

—¿Entonces? ¿Me estás mirando las piernas?

La miró con los ojos desorbitados durante un buen rato hasta que finalmente agitó la cabeza y agarró el retrovisor de su lado a través de la ventana rota, colocándolo de tal forma que pudiera mirar la autopista tras él.

—Calculo —dijo él con humor corrosivo —que no vas a necesitar los espejos con todas esas prácticas de conducción de riesgo.

—Los hombres sois incapaces de aceptar que algunas mujeres sean mejores que vosotros al volante.

Júpiter iba a responder cuando descubrió un brillo plateado ya conocido. El BMW estaba a unos diez coches de distancia tras ellos y avanzaba por el carril de adelantamiento, al igual que ellos.

—Ahí vienen.

Coralina no se amedrentó.

Júpiter observó que la aguja temblaba encima del ciento cuarenta.

—¿Lo ves? —dijo ella—. Ya estás mirando el velocímetro.

—¡Creo que tengo todos los motivos para ello!

Ella sonrió, y Júpiter tuvo de nuevo la extraña sensación de que la joven estaba disfrutando con la persecución, a pesar de todo lo que había pasado. A pesar de lo de la Shuvani.

Coralina adelantó por la derecha a un taxi, volvió a meterse por la izquierda y aceleró un poco más. A ambos lados, las franjas pardas de campo pasaban como una exhalación, salpicadas de hileras de árboles y graneros. Paneles publicitarios flanqueaban la autopista a intervalos irregulares, anunciando hoteles, bebidas alcohólicas y automóviles. Pronto aparecieron los primeros bloques de edificios, llenos de balcones, como colmenas con toldos descoloridos.

—Quizá deberíamos salir de la autopista —exclamó Júpiter—. En los barrios periféricos es posible que lográramos dejarlos atrás.

Coralina negó con la cabeza.

—Allí solo hay vías de acceso amplias. Tenemos que acercarnos un poco más al centro de la ciudad. En esos callejones tendremos más oportunidades de perderlos.

El investigador volvió a mirar por el espejo. Durante un segundo pensó que el BMW había desaparecido, porque no lograba verlo en ninguna parte. Sin embargo, no tardó en aparecer tras un enorme camión, mucho más cerca de lo que Júpiter esperaba.

—Solo están a cuatro coches de nosotros.

—Entonces nos alcanzará en seguida —dijo Coralina, seria, y dirigió la furgoneta hacia la derecha.

—¿Por qué no te quedas a la izquierda?

—Deja que haga las cosas a mi manera.

—También es mi vida —replicó él, mordaz.

Ella no respondió, y en su lugar se dedicó a manipular el retrovisor con movimientos agitados. A través de la estrecha luna trasera apenas se podía ver nada.

—¿Puedes ir a la parte de atrás y mirar por la ventana?

—¿Y eso para qué?

—Necesito saber cuándo van a estar casi a nuestra altura.

—Eso suena a idea loca de verdad.

—Es la mejor que se me ocurre.

—Quizá un par de detalles serían...

La joven le interrumpió con inusitada brusquedad.

—¡Por favor, Júpiter! Vete atrás, mira por la ventana y avísame cuando nos alcancen.

Pasaron por un bache que los sacudió como en una montaña rusa.

—¿A esta velocidad quieres que llegue hasta la parte de atrás del coche? —preguntó él, desconcertado, sin esperar realmente una respuesta. Soltó el cinturón de seguridad y se deslizó por entre los asientos hacia el espacio de carga. En tres ocasiones se golpeó la cabeza con el techo del vehículo, pero prefirió no hacer ningún comentario. Tambaleándose, avanzó a gatas hasta la luna trasera.

—Quedan unos veinte metros —le dijo.

Su mirada cayó sobre el orificio de entrada en la carrocería. Un rayo de luz seguía colándose por él, como una barrera de seguridad que atravesara el espacio de carga. Los hombres de Landini les habían disparado, y probablemente volverían a hacerlo. Ese pensamiento no hacía más llevadera la tarea de mantenerse de cuclillas en la parte trasera del automóvil.

El BMW se aproximó por el carril de adelantamiento, mientras Coralina se mantenía en el derecho. Justo por detrás circulaba un Toyota rojo. Júpiter observó que el hombre al volante iba comiéndose una manzana.

—¡No querrás echarlo de la carretera! —bramó el investigador por encima del ruido del motor que, en la estructura metálica de la cabina de carga, era aún mayor que en la zona de los asientos.

—Lo he visto en el cine —replicó Coralina. Júpiter pudo ver por el espejo retrovisor que ella sonreía al decirlo—. Era una broma.

—¿No vas a echarlo?

Ella negó con la cabeza.

Él miró de nuevo hacia atrás y comprobó que el parachoques del BMW estaba en diagonal, tras ellos.

—Ya están aquí —gritó.

Comprobó que los dos hombres de la casa del Trastevere se encontraban en los asientos delanteros. La fantasmal cara de Landini aparecía tras ellos, en el asiento trasero, como un fuego fatuo. Estaba hablando por teléfono.

La luna del asiento del copiloto descendió, y por ella asomó el cañón de un arma.

Por pura casualidad, el hombre de la manzana se dio cuenta y, con ojos desorbitados, pisó el pedal de freno presa del pánico. El Toyota rojo quedó atrás, y los hombres de Landini tuvieron vía libre.

Júpiter se echó al suelo, entre pedazos de papel y un par de catálogos de libros.

—¡Nos están disparando otra vez!

Coralina no respondió.

El alemán no oyó el disparo, únicamente el sordo «clong» repetido de la bala al atravesar la chapa del compartimento y salir de nuevo por el lado opuesto. Un segundo dedo de luz se extendió por la polvorienta oscuridad del vehículo.

—¿Dónde están ahora? —bramó Coralina mirando para atrás.

—¡Y un cuerno voy a mirar otra vez por la ventana! —replicó él, con voz enloquecida.

—¡Agárrate fuerte!

—Aquí no hay dónde...

Ya no pudo decir más, pues en ese mismo momento Coralina pisó el freno a fondo. Júpiter salió disparado contra la parte de atrás del asiento, se golpeó brutalmente la rodilla contra un botiquín de primeros auxilios y, durante un momento, no vio más que oscuridad, ya que se dio de bruces con la funda de fieltro que cubría el respaldo de los asientos.

El BMW pasó ante ellos a toda velocidad, mientras que la furgoneta se mantenía a unos sesenta kilómetros por hora.

—¿Estás bien? —preguntó Coralina preocupada.

—¡No, maldita sea!

—Bien, pues esta vez, ¡agárrate fuerte!

—Ya te he dicho que aquí no...

Una vez más se quedó sin tiempo para completar la frase. Coralina giró el volante a la derecha y se salió de la carretera por un lateral. Junto al asfalto discurría una franja de hierba de color pajizo y, tras ella, después de un caminillo de tierra, campos de cultivo. La furgoneta se precipitó entre paneles publicitarios tan altos como edificios y abandonó la carretera tomando un ángulo tan estrecho que las ruedas del lado izquierdo perdieron la sujeción al suelo durante un peligroso instante. No obstante, el vehículo no tardó en recuperar la verticalidad, traqueteó por la hierba, prácticamente voló sobre el camino de tierra y aterrizó sobre el terreno. El suelo era duro y accidentando. Júpiter sufrió tal cantidad de vaivenes violentos que en menos de lo que canta un gallo le salieron una docena de moratones.

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