Read La conspiración del Vaticano Online
Authors: Kai Meyer
Júpiter tarareó la melodía inicial de
La guerra de las galaxias
ante la perpleja mirada de Janus.
—Perdóneme —dijo Júpiter—, pero da la sensación de que nos está usted contando una película de lo más imaginativa.
Coralina no fue mucho más diplomática.
—O sea, que su única motivación es la decepción. Su vanidad enfermiza. Un aprendiz extasiado que es repudiado por su maestro y tiene que juntarse con otros marginados para derrocar a su mentor.
Janus le lanzó una mirada sombría.
—Nunca he dicho que mis motivos sean generosos y desprendidos —dijo, masajeándose los músculos del cuello y pasando la mano de forma casi cariñosa por la cicatriz de su rostro—, pero si solo hubiera sido la rabia hacia Landini y los demás lo que me hubiera impulsado, habría hecho las cosas de manera más sencilla. Casi todo el mundo aquí en el Vaticano, ya fuera por decisión de unos o de otros, ha tenido que sufrir que las murmuraciones de los Adeptos les hayan perjudicado. Créanme si les digo que no se trata de una mera venganza: ¿de verdad me tienen por alguien tan simple? —no les dio opción a contestar, sino que agitó la cabeza y continuó—. No me conocen, no deberían realizar juicios prematuros. Ya cometieron ese error con Estacado, ¿no es cierto?
Júpiter arrugó la frente.
—Todos podemos hurgar en viejas heridas, ¿no? ¿Qué tal estaría eso? —su mirada reprobatoria no solo se limitó a Janus, sino que se dirigió igualmente a Coralina. Ella bajó la mirada, pero él entendió que estaba furiosa. La preocupación por la Shuvani, la amenaza a su propia vida y las enrevesadas explicaciones del hombrecillo resultaban ser una mezcla explosiva. Le invadió el temor de que la joven hiciera algo irreflexivo.
Sin embargo, cuando volvió a hablar tras un instante, parecía estar serena.
—Me gustaría llamar ya a mi abuela.
—Como quiera —respondió Janus, suspirando—, pero debe ser una llamada corta. Es peligroso estar allí afuera... para cualquiera de nosotros.
—No se preocupe —dijo Coralina, continuando a grandes zancadas por el camino sin esperar a su guía.
Júpiter la siguió: por primera vez sintió la satisfacción que ella experimentaba cada vez que dejaba atrás a otra persona como si tal cosa.
Janus les alcanzó con sus piernecitas.
—He visto su móvil en la habitación —dijo, sin aliento.
—Lo he dejado allí.
—Puedo llevarla hasta un teléfono. A esta hora no habrá nadie, pero tendrá que prometerme algo.
—Estamos en su poder —respondió Coralina con sarcasmo—, ¿ya lo ha olvidado?
—Quisiera presentarle a algunas personas.
—¿Sus aliados? —preguntó Júpiter.
—Amigos, sí. Quisiera que me acompañaran hasta donde se encuentran y que hasta entonces no hicieran ninguna tontería.
Coralina cruzó una breve mirada con Júpiter.
—De acuerdo —dijo entonces.
Janus asintió satisfecho y retomó el liderazgo. Le siguieron por corredores estrechos que parecían más las galerías de una mina que los pasillos de un sótano. A través de un pozo que parecía más una torre hundida en el suelo, llegaron hasta una escalera que concluía en una trampilla. Cuando Janus la abrió con una barra de metal, cayeron polvo y motas de tierra.
—Es una caseta de suministros de los Jardines Vaticanos —explicó el hombrecillo. Después, sacó de las sombras una escalera y la apoyó sobre el extremo superior de la trampilla abierta. Fue el primero en subir, seguido de Coralina.
Júpiter aguzó el oído una última vez hacia el laberinto de pozos y galerías. Le pareció oír voces a lo lejos, pero sabía que solo se trataba de corrientes de aire que susurraban en los recodos. Se preguntó cuál sería el alcance de la vastedad del inframundo vaticano e, impresionado, comenzó a ascender.
Lo que Janus había denominado despectivamente caseta resultó ser, en realidad, un cuarto amplio de paredes revocadas y bellas columnas. Las superficies encaladas aparecían grises ante la falta de limpieza. El habitáculo hospedaba pequeños tractores, aparatos de jardinería de todos los tipos y al menos una docena de bicicletas, que permitían a los jardineros salvar las amplias distancias de los parques en las tranquilas horas en las que no se permitía el uso de vehículos motorizados.
Janus se llevó un dedo a los labios y señaló la amplia puerta del almacén. Estaba ligeramente abierta, pero lo suficiente como para permitir el acceso de una persona. El misterioso guía parecía temer que les hubieran estado esperando.
Se deslizaron agachados entre tractores y aparatos hasta la pared opuesta, donde tomaron dirección a la salida pero, tras unos pocos metros, giraron a la derecha para entrar por una puertecita estrecha. Janus la cerró tras de sí silenciosamente y giró la llave.
Así se encontraron en una asfixiante estancia con una larguísima mesa, numerosas cafeteras y una cantidad inmensa de periódicos amarillentos. Sobre la pared, justo al lado de la única ventana, había un teléfono.
—Puede usted usarlo —le dijo a Coralina—, pero le ruego que solo un minuto. Von Thaden cuenta con una posición que le permite controlar todas las direcciones de la ciudad.
—¿Cree que afuera puede haber alguien? —Júpiter se aproximó a la puerta y escuchó.
Janus no contestó. Se apresuró a la ventana, se apoyó con la espalda en la pared y echó un vistazo furtivo al exterior.
—¡Llame de una vez! —señaló disgustado a la joven—. ¡No tenemos mucho tiempo!
Ella dejó las dudas, cogió el auricular, pulsó el cero y comprobó que había línea.
Júpiter se reunió con Janus. Al otro lado de la ventana no se veían más que arbustos y un recuadro de césped libre.
—¿Nos encontrarán aquí?
Janus asintió.
—En un par de minutos. Había alguien en la caseta. Estacado ha reaccionado con rapidez, como yo esperaba. Ha hecho vigilar las salidas de los subterráneos, incluso las ocultas.
Júpiter se preguntó si en realidad había sido una buena idea confiar su vida al hombrecillo. En verdad parecía saber mucho sobre Estacado y los Adeptos a la Sombra; pero este, a su vez, sabía claramente mucho de Janus, o al menos, lo suficiente como para prever sus pasos.
—Sé lo que está pensando —dijo Janus sin apartar la vista de la ventana—. Sin embargo, confíe en mí. Cuando salgamos de aquí, perderán nuestra pista. Se lo prometo.
Júpiter volvió la cabeza hacia Coralina.
—¿Cómo va eso?
Su rostro estaba tenso, y gotas de sudor le perlaban la frente. Apretaba el auricular fuertemente contra su oreja como si así pudiera hacer que descolgaran el teléfono al otro lado de la línea.
—No lo coge —murmuró.
Júpiter se deslizó desde la ventana hasta su lado. Poco a poco iba compartiendo su preocupación por la Shuvani.
En los ojos de la muchacha refulgían las lágrimas venideras.
—Maldita sea, ¿por qué no coge el teléfono? —en su voz se percibía una nota de histeria.
—Podría haber mil razones.
Ella le miró como si acabara de decir algo increíblemente estúpido.
—Claro, mil razones, ¿no? ¿Y qué pasa si él se ha equivocado? —exclamó, señalando a Janus sin preocuparse por si él podía oír o no sus palabras—. ¿Qué le importa a él la Shuvani? Solo tiene ojos para el fragmento y la llave. Nos ha mentido. Estacado la habrá matado.
Con la mención a la llave, Janus arqueó las cejas, pero de inmediato continuo con su vigilancia de la ventana.
—Ya ha pasado un minuto —dijo, en voz baja—. Se acabó.
—Inténtalo otra vez —le pidió Júpiter.
Con dedos temblorosos volvió a marcar el número de la Shuvani, y colocó el auricular de tal forma que Júpiter pudiera oírlo. Quiso rodearla con sus brazos para calmarla, o incluso consolarla de ser necesario, pero se sintió pueril e inseguro, torpe, y finalmente dejó muertas las extremidades.
La señal de tono comenzó a sonar.
Una vez, dos veces, tres veces.
Estaban allí, delante de la casa. Eran tres hombres vestidos con ropa negra, como fragmentos de la noche romana que hubieran cobrado vida. La Shuvani los había visto desde la ventana de la cocina, con sus siluetas similares, como sombras frente a los faros de un coche.
Bajó rápidamente las escaleras hasta la planta baja y se situó en un lugar desde el que podía vigilar la entrada: encorvada tras las estanterías. Apenas se atrevía a moverse. Nerviosa, espió por un hueco entre los dorsos de los libros.
No se veía a nadie al otro lado de los reducidos escaparates.
Un estallido desgarró el silencio. Lo primero que ella pensó fue que alguien le había dado una patada a la puerta, sin embargo, no había nadie al otro lado. La luz de la farola que había ante la casa comenzó a parpadear, y poco después se apagó por completo. La oscuridad se extendió a través de la ventana, dejando a la Shuvani envuelta en las tinieblas de un instante para otro.
Exhaló con fuerza y se volvió a la escalera. Aquellos hombres aún no habían penetrado en la casa, pero ella sabía que era tan solo cuestión de tiempo.
A pesar de todo, no lamentó que Coralina y Júpiter no la acompañaran. Nadie la expulsaría de su negocio, de su casa. Era su hogar, su ancla en el mundo. Las sabias gitanas que le habían trasmitido todos sus conocimientos siendo niña, aquellas mujeres que la habían convertido en una de las suyas, en
shuvani
, le habían hablado del ancla en el mundo y de su significado. Su conocimiento era como una planta que se secaría si no echaba raíces. Sin esa casa, ella también se secaría, moriría como un tiesto olvidado. Por ello, lucharía por todos los medios a su alcance; ya había hecho más de lo posible, en su opinión, incluso lo peor que hubiera podido desear. Había cometido una traición de la que, quizá, nunca lograría enmendarse.
Así pues, ahí estaban, los Adeptos a la Sombra. Él gran secreto de Domovoi Trojan. Él la había abandonado en cuanto ella se enteró de su existencia, y eso a pesar de que había sido él quien, durante meses, la había cortejado, según las reglas de la vieja escuela, algo del todo extraño y exótico para una mujer de un pueblo errante.
Domovoi Trojan... Cuando ella había oído que estaba enfermo, había llorado. No lloró por él, sino para él, algo muy diferente. Había quemado hierbas y otros elementos. Había rezado y cantado, y nada había servido. Ahora él estaba postrado en una silla de ruedas, y ella estaba convencida de que su destino le habría cambiado. Por aquel entonces era más joven, reflexivo, pero también poseía un gran sentido del humor y amaba la vida. Era un sabio, siempre en busca de más y más conocimientos, pero había combinado ese apetito de sabiduría con un extraordinario sentido de la diversión. Cuando le conoció, hacía tiempo que había dejado de ser estudiante, o al menos no sobre el papel, pues en su corazón continuaba siendo un escolar, un aprendiz al servicio de los grandes poderes, de los grandes conocimientos, de la mayor de las sabidurías. Cuando se había encontrado con ella, se había convertido en su alumno en artes que solo las gitanas conocen.
Entonces, había desaparecido de su vida, tan solo un día después de que ella hubiera oído hablar de los Adeptos a la Sombra. Había escuchado inintencionadamente una conversación entre él y otro hombre, y ella sabía lo suficiente de enseñanzas secretas como para atar cabos. De estudiante y escolar a Adepto, era un proceso lógico. Una escalera que le llevaría al escalafón más alto con el que pudo soñar nunca, pero que también le alejaría de ella.
Ahora sus caminos volvían a encontrarse, tras tantos años sin ni siquiera haberse cruzado, pero no se presentaba en persona, sino que le enviaba a sus hombres. Unos hombres que apagaban las luces y que, con toda seguridad, no iban hasta allí solo a transmitirla sus saludos.
El teléfono sonó.
La Shuvani se giró tan bruscamente por la impresión que tiró de un codazo un montón de libros colocados en una estantería. Los volúmenes cayeron al suelo con gran estrépito y se desparramaron con las páginas abiertas. El que quedó más arriba lucía en su portada una máscara blanca y negra, como la mueca de un muñeco grotesco salido de una caja de sorpresas.
Para poder coger el teléfono que había junto a la caja registradora, debía atravesar la tienda de un extremo a otro, lo que la habría situado dentro del campo de visión de los extraños, que debían encontrarse en algún punto al otro lado del escaparate. No era tan insensata.
En lugar de eso, regresó apresuradamente a la escalera con la protección de las estanterías. Había un par de teléfonos más en el cuarto de estar, en el piso superior. Si se daba prisa, quizá le daría tiempo.
El timbre cesó en su empeño en cuanto ella llegó resoplando hasta el segundo piso. Llegó hasta el teléfono y se colocó el auricular en el oído, pero tan solo se escuchaba el tono que indicaba que la línea estaba libre. Habían colgado.
—Coralina —pensó desesperada mientras dejaba el auricular sobre el aparato con ambas manos—, si eras tú, por favor, inténtalo otra vez. ¡Por favor!
Sonó un traqueteo en la tienda, y una lluvia de cristales cayó sonoramente sobre el suelo.
El rostro de Domovoi Trojan apareció en su mente como la luna en el cielo nocturno, con sus labios finos, desfigurado, como un amante en una pesadilla.
«No te atreverás», pensó, y enfocó todo su valor en esa única idea. «No te atreverás».
Se aproximó a la escalera y escuchó, en busca de pasos, pero no oyó ninguno.
Justo había decidido regresar al teléfono y marcar el 113, el teléfono de emergencia, cuando comenzó a sonar de nuevo.
Durante un segundo quedó paralizada por el terror y la tensión, pero en seguida dio la vuelta y regresó a la carrera al cuarto de estar. Al tercer tono, levantó el auricular.
—¿Coralina? —dijo nada más colocárselo en la oreja—. Están aquí, ellos...
El teléfono estaba desconectado. Al otro lado de la línea no había sino silencio. Ni una respiración, ni un ruido, solo la nada absoluta.
Desconcertada, miró al aparato. Volvió a colocárselo en el oído y escuchó, pero nada.
Su mirada siguió al cable hasta el enchufe de la pared y, entonces, se dio cuenta. En aquella vieja casa, la línea no discurría por un hueco en los muros exteriores, sino que seguía por la pared de la escalera hasta la planta baja, atravesaba el suelo de la tienda y salía a la calle. Cualquiera que estuviera familiarizado con el tema se daría cuenta de ello de un simple vistazo. Con un mero corte, sin ninguna dificultad, se podía interrumpir por completo la conexión.