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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

La corona de hierba (77 page)

—Está a buen recaudo y no se lo va a llevar nadie —dijo Silo para tranquilizarle—. Es mucho mejor que vuestras tropas estén con nosotros y no hayan perdido el resuello cuando lleguemos, Quinto Servilio.

El terreno era accidentado pero se podía caminar; y así anduvieron muchas millas, hasta que, poco antes de Sublaqueum, Silo se detuvo.

—¡Es allí! —dijo señalando hacia una montaña en la otra orilla del Anio—. Detrás se esconde el valle. Hay un puente cerca de aquí por el que podremos cruzar.

Era un puente magnífico, ancho y de piedra. Cepio ordenó al ejército cruzar a buen paso, con él a la cabeza. La carretera discurría desde Anagnia hasta la Via Latina a Sublaqueum, cruzaba el Anio en aquel punto y terminaba en Carseoli. Una vez que las tropas hubieron cruzado el río, tenían buena carretera para caminar y apretaron el paso animadas. Por la actitud de Cepio se daban cuenta de que aquello era una especie de excursión y no una incursión militar, y mantuvieron los escudos a la espalda, utilizando las lanzas como cayados para aligerar el peso de las corazas. El día avanzaba y seguramente aquella noche tendrían que acampar a descubierto y sin comer, pero era una suerte no ir cargados con las raciones, y la actitud del general les decía que era inminente alguna especie de recompensa.

Cuando las dos legiones se hallaban extendidas al pie de la montaña en un tramo en que la carretera describía una curva hacia el nordeste, Silo se volvió hacia Cepio.

—Voy a adelantarme, Quinto Servilio —dijo— para asegurarme de que no hay ningún impedimento. No quiero que alguien se asuste y eche a correr.

Cepio aminoró el paso y vio a Silo espolear el caballo y perderse en la distancia, para, a unos centenares de pasos de la curva, salir de la carretera y desaparecer tras un farallón.

Los marsos cayeron sobre la columna de Cepio por todos lados, por el frente en que Silo había desaparecido, por detrás; surgieron de cada roca y hondonada de ambos lados de la carretera. Los legionarios no tuvieron tiempo de reaccionar, y antes de que hubieran podido sacar los escudos de las fundas de piel para protegerse y de poder desenvainar las espadas y ponerse el casco, cuatro legiones de marsos deshacían la columna repartiendo golpes a diestro y siniestro como quien se entrega a un juego. El ejército de Cepio pereció hasta el último hombre, excepto uno: el propio Cepio, hecho prisionero al principio del ataque y obligado a contemplar la matanza de sus tropas.

Cuando todo hubo acabado y no quedaba un solo soldado romano en pie, Quinto Popedio Silo regresó junto a Cepio, rodeado de sus legados, incluidos Escato y Frauco. Venía muy sonriente.

—Bien, Quinto Servilio, ¿qué decís ahora?

Demudado y tembloroso, Cepio hizo acopio de valor y dijo:

—Quinto Popedio, olvidas que tengo a tus hijos como rehenes.

—¿Mis hijos? —repitió Silo con una carcajada—. ¡No! Son de la pareja de esclavos que tienes retenida. Pero los recuperaré… con el asno. En tu campamento no ha quedado nadie que me lo impida. Pero no me molestaré en llevarme la carga del asno —añadió, con un destello frío y dorado en sus ojos—. Puedes quedártela.

—¡Es oro! —exclamó Cepio, pasmado.

—No, Quinto Servilio, no es oro. Es plomo recubierto con un finísimo baño de oro. Si lo hubieras rascado, habrías descubierto la artimaña. ¡Pero bien que conocía yo a Cepio! Eres incapaz de rascar un lingote de oro aunque en ello te vaya la vida… como es el caso —añadió, desenvainando la espada, desmontando y acercándose a él. Frauco y Escato llegaron junto al caballo de Cepio, le desensillaron y, sin decir palabra, le despojaron de la coraza y la cota de cuero duro. Cepio, viendo lo que le esperaba, rompió a llorar.

—Quiero oírte pidiendo compasión, Quinto Servilio —dijo Silo acercándose a un paso de él.

Pero Cepio no podía ni implorar. En Arausio se había salvado huyendo y desde entonces no había vuelto a encontrarse en una situación de peligro, ni cuando los marsos habían atacado su campamento. Ahora comprendía por qué habían atacado; si, habían perdido un puñado de hombres, pero eran unas pérdidas que habían valido la pena, pues Silo había reconocido el terreno para preparar su plan. Si Cepio hubiese reflexionado sobre la situación en que se hallaba, habría implorado piedad, pero ya le era imposible. Quinto Servilio Cepio no sería el romano más valiente, pero no dejaba de ser un romano de alcurnia, un patricio, un noble. Quinto Servilio Cepio podía llorar, y quién sabe lo que lloraría por perder la vida y todo aquel oro fantástico… Pero Quinto Servilio Cepio no podía implorar.

Alzó la barbilla, con la vista obnubilada, y miró al infinito.

—Esto es por cuenta de Druso —dijo Silo—. Tú hiciste que le mataran.

—Yo no —replicó Cepio muy digno—. Lo habría hecho, pero no fue necesario. Se encargó Quinto Vario. Y fue muy oportuno, porque si no hubiese muerto, tú y tus sucios amigos seríais ciudadanos de Roma. Pero no lo sois ni lo seréis nunca. Hay muchos como yo en Roma.

Silo alzó la espada hasta que la mano que la empuñaba estuvo algo más alta del hombro.

—Por Druso —dijo, asestando un golpe a Cepio en la unión del cuello y el hombro, haciendo que saltara una esquirla de hueso que hizo un corte en la mejilla de Frauco, aunque no tan profundo como el de Silo, que rajó la parte superior del esternón del romano, destrozando venas, arterias y tendones. Salpicó sangre por todas partes, pero Silo no había acabado y Cepio no se desplomaba. El marso retrocedió un poco, volvió a alzar el brazo y descargó un segundo golpe al otro lado del cuello del romano. Mientras caía, Silo le dirigió un tercer tajo que le cercenó la cabeza. Escato la recogió y la clavó despiadadamente en una lanza. Cuando Silo estuvo de nuevo montado, Escato le pasó la lanza y el ejército marso se puso en marcha por la Via Valeria, enarbolando en vanguardia la ciega cabeza de Cepio.

Los marsos dejaron atrás el cuerpo decapitado de Cepio con los restos de su ejército. Estaban en territorio romano: que los romanos lo limpiaran. Era más importante huir antes de que Mario descubriera lo que había sucedido. Desde luego, la historia que Silo había contado a Cepio de un ataque a Mario por parte de diez legiones era una invención para ver cómo reaccionaba el romano. De todos modos, Silo envió a buscar a sus esclavos y a los falsos gemelos reales al desierto campamento de las afueras de Varia. Y al asno; pero no mandó recoger el «oro». Cuando lo desenterraron, en la tienda de Cepio, todos creyeron que era parte del oro de Tolosa y se preguntaron dónde estaría el resto, hasta que entró Mamerco y rasparon la superficie de los lingotes, descubriendo que era plomo y demostrándose la autenticidad de la extraña explicación que había dado Mamerco.

Porque era preciso que Silo informase a alguien de lo que realmente había sucedido. A él le daba igual, pero lo había hecho por Druso. Y por eso había escrito a Mamerco, hermano de Druso.

Quinto Servilio Cepio ha muerto. Ayer le conduje con su ejército a una emboscada en la carretera entre Carseoli y Sublaqueum, haciéndole salir de Varia con la artimaña de que había desertado de los marsos, robando el tesoro de mi pueblo. Llevé un asno cargado con lingotes de plomo con un baño de oro. ¡Ya conocéis la debilidad de los Servilios Cepionis! Les pones oro delante de las narices y se olvidan de todo lo demás.

Todos los soldados romanos de Cepio han muerto. A Cepio le capturamos vivo y lo maté yo. Le corté la cabeza y la llevé clavada en una lanza al frente de mis tropas. En memoria de Druso. En memoria de Druso, Mamerco Emilio. Y por los hijos de Cepio, que ahora heredarán el oro de Tolosa, con la parte del león para el cuquillo de pelo rojo del nido de Cepio. Cierta justicia. Si Cepio hubiera vivido y sus hijos hubieran alcanzado la mayoría, él habría encontrado el modo de desheredarlos. Ahora lo heredarán todo. Me ha complacido hacer esto por Druso, porque sé que a él le habría agradado profundamente. Por Druso. Que su memoria perdure en el espíritu de todos los hombres buenos, romanos e itálicos.

Como en aquella pobre familia las desgracias nunca venían solas ni nada las paliaba, la carta de Silo llegó tan sólo unas horas después de la muerte de Cornelia Escipionis, complicándose el terrible problema que esperaba a Mamerco. Con la muerte de Cornelia Escipionis y Quinto Servilio Cepio, se quebraban las últimas esperanzas de estabilidad, de los seis niños que vivían en casa de Druso. Ahora eran huérfanos del todo, sin parientes y sin abuelo. Tío Mamerco era el único familiar con vida que les quedaba.

Por derecho, la situación habría debido resolverse llevándoselos a su casa para acabarlos de criar; habrían constituido una buena compañía para su pequeña Emilia Lépida, que empezaba a dar los primeros pasos. En los meses que siguieron a la muerte de Druso, Mamerco se había ido encariñando con los niños, incluso con el horrible Catón, cuyo carácter indomable le parecía digno de compasión, mientras que su cariño hacia su hermano Cepio, hacía que se le saltasen las lágrimas. Pero nunca había pensado en que tendría que llevárselos a casa hasta que dispuso lo del entierro de su madre y habló con su esposa. Su matrimonio no databa de cinco años y Mamerco estaba muy enamorado, pues como no necesitaba un casamiento por interés, había esposado a una mujer por amor, profundamente engañado, al creer que ella también lo hacía por amor. Su esposa, una de las Claudias menores, empobrecida y desesperada, se había agarrado a él como a una tabla de salvación, pero no le amaba. Y no le gustaban los niños. Hasta su pequeña le aburría y siempre la dejaba en manos de las criadas, por lo que la pequeña Emilia Lépida estaba mimada y poco disciplinada.

—¡Aquí no vienen! —gritó Claudia Mamerco sin dejarle concluir las explicaciones.

—¡Tienen que vivir aquí…! ¡No tienen otro sitio adonde ir! —replicó él, sin salir de su asombro y aún no recuperado de la impresión causada por la muerte de su madre.

—¡Suerte tienen con esa magnífica casa! Y dinero más que de sobra… Contrata cuidadores y tutores y que se queden donde están —añadió ella torciendo el gesto—. ¡Quítatelo de la cabeza, Mamerco, aquí no vienen!

Aquello, desde luego, fue la primera grieta en el ídolo. Mamerco se la quedó mirando, asombrado, con los labios apretados.

—Insisto en que vengan —dijo.

—¡Esposo, puedes insistir hasta que el agua se convierta en vino! Me da igual. Aquí no vienen, O, silo prefieres, si vienen ellos, me voy yo.

—¡Claudia, ten compasión, están tan solos…!

—¿Y por qué tengo que tenerles compasión? No van a morirse de hambre ni les faltará educación. De todos modos, ninguno de ellos sabe lo que es tener padre —replicó Claudia Mamerco—. Las dos Servilias son tan rencorosas como engreídas, Druso Nerón es un zoquete y los demás son descendientes de esclavos. Déjalos donde están.

—Necesitan un hogar —alegó Mamerco.

—Ya tienen una buena casa.

Que Mamerco cediese no quería decir que fuese por debilidad, simplemente era un hombre práctico y comprendió que era contraproducente imponerse a Claudia, si los traía a casa con su declarada oposición, sería peor para los niños. Y él no podía estar en casa todo el día; por la reacción de Claudia, era evidente que haría víctima de su rencor a los pequeños a la mínima oportunidad.

Fue a ver a Marco Emilio Escauro, príncipe del Senado, que no era un Emilio Lépido, pero sí el Emilio de más edad de toda la
gens
. Escauro era, además, coalbacea testamentario de Druso y albacea exclusivo del testamento de Cepio. Por ello le competía la responsabilidad de lo que se hiciera con los niños. Mamerco se sentía fatal. La muerte de su madre había sido un durísimo golpe, ya que siempre había compartido su vida con ella hasta que se había ido a vivir a casa de Druso; cosa que ella había hecho —¡ahora que lo pensaba!— después de que él se hubiese casado con Claudia y la nuera entrara en la casa. Sin embargo, jamás le había manifestado la menor palabra de protesta a propósito de Claudia. Sí, ahora que lo pensaba, su madre tenía que haber abandonado contenta aquella casa.

Cuando Mamerco llegó a casa de Marco Emilio Escauro ya no estaba enamorado de Claudia y no corría el menor peligro de sustituir ese amor por otra clase más amigable y cómoda. Hasta aquel día había creído imposible desenamorarse tan de prisa y tan rotundamente; pero así era. Allí estaba, llamando a la puerta de Escauro, desgarrado por la muerte de su madre y desenamorado de su esposa.

Por eso no le costó nada explicarle crudamente el asunto a Escauro.

—¿Qué hago, Marco Emilio?

Escauro, príncipe del Senado, se recostó en el asiento, con los claros ojos verdes clavados en el rostro de Livio, de nariz aguileña, ojos oscuros y huesos prominentes. Mamerco era el último miembro de dos familias. Debía ser amable con él y ayudarle en lo que pudiera.

—Creo que debes avenirte a los deseos de tu esposa, Mamerco. Lo que significa que tendrás que dejar a los niños en la casa de Marco Livio Druso, y, al mismo tiempo, buscar a alguien para que viva con ellos.

—¿Quién?

—Déjamelo a mí, Mamerco —contestó Escauro animoso—. Ya pensaré en alguien.

Y pensó en alguien dos días más tarde. Complacido consigo mismo, hizo llamar a Mamerco.

—¿Te acuerdas de aquel Quinto Servilio Cepio que fue cónsul dos años antes de que nuestro ilustre pariente Emilio Paulo derrotara a Perseo de Macedonia en Pidna? —inquirió Escauro.

—No le conozco personalmente, Marco Emilio —contestó Mamerco sonriente—, pero sé a quién te refieres.

—Estupendo —dijo Escauro, también sonriente—. Pues ese Quinto Servilio tiene tres hijos. El mayor lo adoptaron los Fabios Máximos, con lamentables resultados… Eburnus y su infortunado hijo. — Escauro estaba deleitándose en las explicaciones, porque era uno de los mejores especialistas romanos en genealogía y sabía dilucidar las ramificaciones del árbol familiar de cualquier noble romano—. El hijo menor, Quinto, engendró al cónsul Cepio, que robó el oro de Tolosa y perdió la batalla de Arausio. Tuvo también una hija, Servilia, que se casó con nuestro estimado consular Quinto Lutacio Catulo César. Y de Cepio el Cónsul viene ese otro Cepio al que mató el otro día el marso Silo, y la hembra que se casó con tu hermano Druso.

—Te has dejado al hijo de en medio —dijo Mamerco.

—¡Expresamente, Mamerco, expresamente! Es él quien realmente me interesa. Su nombre era Cneo, pero se casó mucho después que su hermano más joven, Quinto, de modo que su hijo, un Cneo, sólo tuvo edad para ser cuestor cuando su primo hermano ya era consular y en plena actividad, cuando perdió la batalla de Arausio. El joven Cneo fue cuestor en la provincia de Asia, y hacía poco se había casado con una Porcia Liciniana, que no ha aportado una gran dote, pero Cneo no necesitaba una esposa con mucha dote porque es muy rico, como todos los Servilios Cepionis. Cuando Cneo el Cuestor marchó a la provincia de Asia ya era padre de una niña llamada Servilia Cnea, para diferenciarla de las otras Servilias. Muy desafortunado el sexo de este producto de su matrimonio con Porcia Liciniana.

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