Read La cruzada de las máquinas Online

Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (11 page)

En aquel momento Holtzman se preguntó si Norma podría darle alguna pista que le ayudara a entender a Omnius.

La gelesfera parecía un planeta de metal que giraba y destellaba bajo la luz de la cámara. Había tantos cabos de información de la supermente que apuntaban a tantas direcciones diferentes… Aquella mente de inteligencia artificial increíblemente compleja desafiaba un examen global.

Pero el gran Tío Holtzman tenía que demostrar que había hecho algún progreso. Tenía que hacerlo como fuera.

Sonriendo, levantó un pequeño transmisor que llevaba en el bolsillo.
Sé que ahí dentro hay algo esperando que yo lo descubra, en un nivel más profundo. Estoy seguro.

—Esto solo es un pequeño emisor de impulsos de uno de mis descodificadores. Y sé que provocará graves daños en tus sistemas de circuitos gelificados. Espero que sea suficiente incentivo para que colabores.

—Entiendo. Erasmo ya me habló de la afición de los humanos por la tortura. De pronto la voz informatizada quedó borrada por la estática.

Una voz intervino desde la sala de observación, el subordinado de Kwyna, que hablaba en nombre de la antigua pensadora.

—Eso podría provocar un daño irreparable, savant Holtzman.

—Y podría llevar a importantes respuestas —insistió el científico—. Después de todos estos años, es hora de probar a Omnius. ¿Qué podemos perder a estas alturas?

—Es demasiado peligroso —dijo uno de los observadores del Consejo poniéndose en pie—. No hemos sido capaces de crear una réplica de la esfera, así que es la única…

—¡No se inmiscuyan en mi trabajo! ¡Aquí no tienen autoridad!

Una de las condiciones que Holtzman había puesto para participar en aquel proyecto era la de no tener que responder ante nadie, ni siquiera ante la pensadora Kwyna. Aun así, los observadores —sobre todo los políticos incultos y supersticiosos que miraban con lupa todo lo que hacía— seguían siendo un engorro. El savant habría preferido darles informes y sumarios por escrito, después de retocarlos a sus anchas. Pero con aquello Holtzman también tenía algo que ganar, había ciertas ideas que quería explorar.

—Ya he sido suficientemente interrogado y analizado —señaló Omnius con voz amable—. Imagino que habréis hecho un buen uso de la información militar, los emplazamientos de las flotas y las estrategias cimek.

—La información está demasiado desfasada para sernos de utilidad —mintió Holtzman.

La realidad era que, en los primeros años después de capturar a la esfera, gracias a la información que sacaron de ella el ejército de la Yihad preparó media docena de ataques sorpresa contra las fuerzas mecánicas. En aquel entonces las operaciones militares de las máquinas parecían tan predecibles… se utilizaban los mismos métodos anticuados una y otra vez, seguían las mismas rutas galácticas, utilizaban siempre las mismas maniobras defensivas y ofensivas.

Las flotas enemigas atacaban o se retiraban dependiendo de las probabilidades que los sistemas informáticos de a bordo establecían. Los dirigentes de la Yihad solo tenían que determinar qué era lo más probable que hiciera el enemigo. Ponían una trampa, mostrando algún supuesto punto débil para que las máquinas se animaran a atacar. Y entonces, en el momento preciso, la trampa saltaba y las fuerzas ocultas de la Yihad se lanzaban al ataque. Muchas flotas robóticas habían sido aniquiladas de esta forma.

Sin embargo, después de los éxitos iniciales, las máquinas empezaron a
predecir
las encerronas y ya no era tan fácil engañarlas. En los últimos siete años, la información de Omnius era cada vez menos útil.

Sonriendo, Holtzman volvió a concentrarse en la gelesfera reluciente que tenía ante él.

—Detestaría tener que erradicar todos tus pensamientos con una descarga, Omnius. Me estás ocultando algo, ¿verdad?

—Jamás ocultaría nada al gran científico y genio de la técnica, savant Tio Holtzman —replicó la voz con un extraño tono de sarcasmo. Pero ¿era posible que un ordenador fuera… sarcástico?

—La gente dice que eres el demonio en una botella. —El científico ajustó tranquilamente el transmisor y en respuesta oyó algunos sonidos muy agudos procedentes de la máquina—. En una lata, diría yo. Nunca sabrás qué recuerdos te he borrado, qué pensamientos y decisiones has perdido.

Los observadores se sentían violentos. Hasta el momento Holtzman no había dañado realmente a la bola plateada. Al menos eso creía él. Uno de sus ayudantes había creado aquel artilugio.

—¿Estás dispuesto a contarme tus secretos?

—Tu pregunta es imprecisa, no tiene sentido. Si no especificas, no puedo contestar. —Omnius no sonaba desafiante; simplemente estaba constatando un hecho—. Ni todas las primitivas bibliotecas y bases de datos juntas de este planeta podrían contener la información que tengo en mí supermente.

Holtzman se preguntó qué esperaba el Consejo de la Yihad que descubriera. A pesar de su pasividad y reticencia, la supermente cautiva se había mostrado relativamente abierta. Con el ceño fruncido, Holtzman se preparó para subir la intensidad de las descargas.

—Aunque disfruto enormemente viendo a Omnius retorcerse de dolor, por el momento ya es suficiente, savant Holtzman.

El Gran Patriarca Iblis Ginjo entró en la cámara de seguridad, saltándose las barreras y pasando directamente al laboratorio. Llevaba una de sus características chaquetas negras, adornada con filigranas doradas.

Consciente de que podía borrar fácilmente los circuitos gelificados de Omnius con una sola descarga de su descodificador, el científico se serenó y apagó el aparato. Holtzman miró al otro lado de las barreras de plaz y vio que tres de los guardas de paisano de la Yipol que acompañaban a Iblis habían tomado posiciones cerca de los representantes más alterados.

La esfera plateada, suspendida todavía en el aire, dijo en voz alta:

—Nunca había experimentado nada que se pareciera a esta… sensación.

—Lo que has sentido es el equivalente mecánico al dolor humano. Creo que estabas a punto de gritar.

—No seas absurdo.

—Extrañamente, los ordenadores pueden ser tan testarudos como los humanos —le comentó Holtzman con petulancia al Gran Patriarca.

Iblis esbozaba una leve sonrisa, aunque se le había puesto la piel de gallina al oír la voz sintetizada de Omnius. Odiaba a la supermente informática. Le daban ganas de coger un palo y destrozarla.

—No quería molestaros savant. He venido en busca de la pensadora Kwyna. —Miró con expresión pensativa el cerebro antiguo, guardado en su contenedor de conservación—. Tengo muchas ideas y preguntas. Quizá ella pueda ayudarme a centrar mis pensamientos.

—O a malinterpretar más escrituras —dijo el subordinado de la túnica amarilla, con una voz tan plana como una losa.

Iblis se sobresaltó ante aquel gesto tan audaz.

—Si el significado no está claro para nadie, ¿quién puede decir que las malinterpreto?

—Cada vez que encuentras un significado a antiguas runas o escritos muere gente.

—Muere gente en todas las guerras.

—Y en la Yihad más.

El Gran Patriarca mostró un destello de ira, luego sonrió.

—¿Habéis visto, savant? Este es justo el tipo de debate que buscaba… aunque preferiría que fuera en privado, si la pensadora lo permite. —Sus ojos negros destellaron.

Desanimado por su falta de éxito con la supermente cautiva, Holtzman recogió sus cosas.

—Por desgracia, no tengo tiempo para continuar con este interrogatorio. Un transporte espacial partirá en breve hacia Poritrin, y tengo importantes obligaciones que atender en mi mundo. —Miró a Iblis—. El… mmm, el proyecto propuesto por el primero Atreides.

El Gran Patriarca le sonrió.

—Si bien el plan no es exactamente
científico
, quizá logremos engañar a las máquinas.

Holtzman esperaba poder marcharse de Zimia con un halo triunfal, pero aquellas semanas habían resultado turbadoramente infructuosas. La próxima vez traería con él a algunos de sus mejores ayudantes; ellos encontrarían la forma de resolver el problema. Pero no traería a Norma Cenva.

10

Aunque Norma Cenva veía grandes revelaciones en los entresijos del cosmos, en ocasiones no distinguía entre el día y la noche, o entre un lugar y el otro. Tal vez no tenía necesidad de identificar tales cosas porque podía viajar por universos enteros en su mente.
¿Era su cerebro físicamente capaz de reunir ingentes cantidades de datos y utilizar esa información para identificar sucesos a gran escala y tendencias complejas? ¿O se trataba más bien de algún inexplicable fenómeno extrasensorial que le permitía sobrepasar la capacidad intelectual de cualquier persona que hubiese vivido antes que ella, o incluso de las máquinas pensantes?
Generaciones después, sus biógrafos no se pondrían de acuerdo sobre el alcance de sus poderes mentales, pero quizá ni la propia Norma habría podido resolver el debate. Si hay que ser realistas, lo que menos le importaba eran los mecanismos que movían su cerebro, del mismo modo que no le importaban su funcionamiento real y los increíbles resultados de sus investigaciones.

Norma Cenva y la Cofradía Espacial
,
memorando confidencial de la Cofradía

Estuviera donde estuviese, hiciera lo que hiciese, todo era materia prima para la industriosa fábrica de la mente de Norma Cenva.

Por razones que no se le explicaron, Holtzman la trasladó a un edificio más pequeño y modesto cerca de los almacenes del río Isana. Las habitaciones de las que disponía estaban atestadas, pero aparte de tiempo y soledad, Norma no necesitaba grandes lujos. Ya no tenía a su disposición esclavos cuya única misión era resolver ecuaciones; ahora los calculadores cautivos estaban asignados a tareas más provechosas propuestas por los otros jóvenes y ambiciosos ayudantes del savant. A Norma no le importaba, en realidad prefería ocuparse de los cálculos ella misma. Se pasaba los días entrando y saliendo de un estado de amnesia, siguiendo mentalmente el flujo de las cadenas numéricas.

Durante años había ido a la deriva en un mar de ecuaciones que no habría podido explicar ni a Holtzman ni a ningún otro de los teóricos de la Liga. Estaba inmersa en su visión, y cada vez que resolvía el enigma de otro grano de arena en la vasta orilla de las matemáticas, se acercaba más a su puerto.

Norma aprendería a plegar el espacio… a recorrer grandes distancias sin moverse realmente. Sabía que era posible.

En teoría, el savant Holtzman aún la mantenía en su amplio equipo como ayudante, pero aquella mujer de baja estatura había dejado de trabajar en nada que no fueran sus cálculos cíclicos. No le interesaba nada más.

De vez en cuando el savant iba a verla y trataba de charlar un rato con ella para ver qué hacía. Pero no entendía de qué le hablaba, y los años pasaban. A Norma se le ocurrió que quizá el savant prefería tenerla donde pudiera controlarla.

Aunque no había hecho ningún avance reciente que él pudiera atribuirse, Norma le había sorprendido en diversas ocasiones. Desde el inicio de la Yihad, había modificado los escudos Holtzman de las naves de la Armada de la Liga para que no se sobrecalentaran tan deprisa en el campo de batalla. La subida térmica seguía siendo uno de los defectos del sistema, pero gracias a ella, la versión original de los escudos había mejorado notablemente.

Cuatro años atrás, Holtzman había ideado una técnica que permitía activar y desactivar los escudos de forma intermitente mediante una cuidadosa sincronización, para que las naves pudieran disparar durante las fracciones de un microsegundo en que permanecían desactivados. Norma había pulido los cálculos del savant, evitando con ello mayores desgracias. Pero no se lo dijo: sabía que el hombre se habría indignado y se habría puesto a la defensiva.

Norma ya llevaba ocho años trabajando en su propio laboratorio, siguiendo sus impulsos. En aquel lugar pequeño y saturado, tenía únicamente un espacio para cocinar, otro para dormir y otro para la higiene personal. Aquellas necesidades básicas eran algo secundario para ella; lo importante era el producto de su mente. Holtzman seguía asignándole un presupuesto mínimo, aunque Norma solo necesitaba los recursos de su mente, puesto que su trabajo era eminentemente teórico. Hasta el momento.

Norma llevaba tres días trabajando sin interrupción en una manipulación particularmente compleja de las ecuaciones seminales de Holtzman. Encorvada sobre su mesa de trabajo, que habían modificado para que se amoldara a su estatura, apenas comía y bebía, porque no quería que las necesidades de su cuerpo físico la molestaran.

A pesar de ser la hija de la hechicera de Rossak, había pasado casi toda su vida en Poritrin, no como ciudadana, sino como invitada del savant Holtzman. Tiempo atrás, cuando la severa madre de Norma solo veía en ella un fracaso y una decepción, Holtzman había reparado en el genio discreto de la joven y le había dado la oportunidad de trabajar con él.

En todo ese tiempo, había recibido muy pocas muestras de reconocimiento. Norma era una persona humilde y entregada, y no le importaba que el gran hombre la eclipsara. A su manera era una patriota y lo único que quería era asegurarse de que las avanzadas tecnologías se utilizaban en beneficio de la Yihad.

En realidad, llevaba años protegiendo a Holtzman, solucionando embarazosas incongruencias que habrían podido tener consecuencias desastrosas. Lo hacía por gratitud, porque él era su patrocinador. Pero desde el momento en que vio que el savant pasaba tanto tiempo alternando con los nobles, que poco podía descubrir por sí mismo, dedicaba menos tiempo a salvar su imagen y se concentraba más en sus investigaciones.

Desde el punto de vista científico, el nuevo y costoso proyecto del savant le parecía un disparate. ¡Construir una falsa flota gigante en órbita! No era más que un engaño, una ilusión. Pero incluso si el plan funcionaba —como insistía en afirmar el primero Atreides—, en opinión de Norma el savant tendría que haber concentrado sus recursos en algo más desafiante que unos simples espejos y pantallas de humo.

Desde su humilde lugar de trabajo junto a los muelles, podía oír el martilleo y el zumbido procedente de las fábricas y los astilleros repartidos por las marismas del Isana: el sonido siseante que salía de las fundiciones; los vapores y las chispas que saltaban de las líneas de montaje; las barcazas que dejaban cargamentos de mena en los astilleros y se llevaban los componentes ya acabados.

Other books

I Can't Believe He Was My First! (Kari's Lessons) by Zara, Cassandra, Lane, Lucinda
Traces by Betty Bolte
Claiming Their Cat by Maggie O'Malley
Beyond Carousel by Ritchie, Brendan
Conduit by Maria Rachel Hooley
The Last Hiccup by Christopher Meades
The Girl on the Beach by Mary Nichols