La cruzada de las máquinas (76 page)

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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Con los ojos brillantes, Leronica escuchaba mientras los soldados resumían los problemas con Bela Tegeuse y, más recientemente, la terrible aniquilación de la colonia aislada de Chusuk. Con el tiempo, fue averiguando detalles de las pasadas hazañas de Vor, sobre todo cómo había ayudado a salvar a Anbus IV y el engaño de la flota falsa de Poritrin.

A veces Vor le enviaba cartas y paquetes, siempre bajo un nombre falso. Normalmente llegaban cuando su marido estaba trabajando. Aunque los soldados que le entregaban aquellos paquetes suponían que tenía un amor en alguna parte del espacio, ella nunca les dijo su nombre. Leía los mensajes con una intensidad que jamás manifestó ante Kalem. Detestaba tener secretos con su marido, pero lo hacía para protegerlo, no porque se sintiera culpable.

Nunca trató de contestar a los mensajes de Vor, nunca se atrevió… aunque ni ella misma entendía muy bien la razón. El primero Atreides estaba en su lejana guerra, ajeno a la existencia de sus hijos, y ella no tenía intención de decirle nada. Solo esperaba que no sufriera ningún daño, y que pensara en ella de vez en cuando.

Satisfecha con lo que había oído, Leronica daba las gracias a los yihadíes y volvía a toda prisa al pueblo. Debía llegar antes de que anocheciera. Kalem y su padre aún estarían fuera un par de días, pero tenía que recoger a los gemelos y preparar la cena en la taberna. La maternidad le robaba mucho tiempo, pero Leronica seguía llevando la taberna y alimentando a los trabajadores que estaban demasiado cansados para cocinar ellos mismos.

Y entonces abría las puertas a la multitud de bulliciosos clientes de la noche, con una sonrisa en los labios. Las noticias frescas y las historias —y sobre todo la carta especial que demostraba que su amante realmente la recordaba— la satisfacían durante unos días.

Pero cuando su marido volvía, Leronica se volcaba totalmente en él. Como había prometido, nunca lo comparó con el otro hombre, aunque no podía olvidar a su bravo oficial. En cierto modo, tenía lo mejor de aquellos dos mundos.

80

¿Es humano decir que nadie me entiende? Esa es una de las muchas cosas que he aprendido de ellos.

E
RASMO
,
Diálogos de Erasmo

A lo largo de su prolongada existencia, a Erasmo se le había acusado de infinidad de cosas. Mucha gente, incluida la enloquecedoramente interesante Serena Butler, le había tachado de carnicero por sus perspicaces experimentos con la naturaleza humana, y sobre todo por arrojar al bebé de Serena por el balcón.

Antes de su caída, el Omnius-Tierra había insinuado que estaba tratando de convertirse en humano. ¡Qué idea tan divertida! Y recientemente, el Omnius-Corrin había insinuado que quería usurpar su sitio, aunque fue su rapidez y su eficiencia la que salvó a Corrin del desastre y evitó que la versión contaminada de la supermente siguiera extendiéndose.

A Erasmo no le gustaba que lo clasificaran de una forma tan simplista, y se enorgullecía de escapar a toda descripción o interpretación. Quería muchas más cosas de las que nadie imaginaba.

En aquellos momentos, mientras avanzaba dificultosamente por un extenso campo nevado con el joven Gilbertus Albans siguiéndole los pasos —sujeto por una cuerda—, Erasmo meditó en lo provincianas que eran otras mentes, incluidas la de Omnius, comparadas con la suya. A través de sus investigaciones, Erasmo se había implicado en el conjunto de los factores biológicos mucho más que ningún otro investigador, hombre o máquina. Disfrutaba de lo mejor de todos los mundos posibles.

Aunque el adolescente no se quejaba, Erasmo oyó que respiraba trabajosamente y aminoró su paso mecánico. Había modificado sus piernas y pies de metal líquido para tener mayor estabilidad sobre la nieve y utilizaba sus copiosas reservas de energía para avanzar y abrir el camino. Aun así, para el joven era difícil seguirle el paso. La pendiente era más pronunciada de lo que parecía, y era irregular; ningún humano podía igualar las características móviles de un diseño robótico avanzado.

El Omnius-Corrin, reparado y bastante recuperado de la sucesión de fallos generales, los seguía con un ejército de ojos espía que zumbaban alrededor de sus cabezas como mosquitos. La supermente, que en realidad no era más que un software sin un cuerpo concreto disperso como una nube invisible de datos, jamás podría disfrutar de una experiencia real como aquella.

Era otro de los aspectos en los que Erasmo, con su cuerpo autónomo y móvil, podía sentirse superior. La supermente informática podía absorber cantidades ingentes de datos, pero era incapaz de experimentar nada por sí misma.

Lo que importa no es solo la cantidad de información
—pensó Erasmo—,
sino la calidad.
Le divirtió pensar que Omnius era como un
voyeur
, siempre mirando pero sin participar, sin vivir.

Vivir.
La palabra hacía que se planteara toda clase de preguntas filosóficas. Dado que no tenía estructuras celulares, ¿se podía considerar realmente que una máquina pensante vivía? Algunos como él sí, pero la mayoría no. Se limitaban a seguir los mismos parámetros día tras día. ¿Estaba vivo Omnius? El robot pensó en la pregunta unos momentos, y llegó a una conclusión:
No, no está vivo.

A su vez, esta respuesta, suscitó nuevos interrogantes, como los brotes que salen de una rama en un árbol. Erasmo se dio cuenta de que había jurado lealtad a un ser inanimado, muerto, y se preguntó si aquello era moralmente válido.

Puedo hacer lo que yo quiera. Haré lo que yo quiera y cuando quiera.

El gigante rojo desprendía una intensa luz cobriza, pero en aquella zona tan elevada no dejaba notar su calor. Al mirar atrás, Erasmo vio con satisfacción que el joven Gilbertus no estaba haciendo demasiados esfuerzos, sobre todo con aquella pesada mochila que había insistido en llevar. Había que evitar que se hiciera daño.

Por sus características biológicas, Gilbertus era vulnerable a los accidentes y al entorno, así que Erasmo tenía que estar muy atento. Solo para proteger a su objeto de estudio, por supuesto… o eso quería pensar. En los últimos cuatro años, había hecho grandes esfuerzos para educar a aquel joven, para convertir a aquel salvaje en el hombrecito educado que era ahora.

Erasmo miró pendiente arriba, a una zona de terreno fracturado y cubierto de hielo, que había quedado como reducto del largo invierno de Corrin. Reconoció determinados rasgos topográficos y siguió subiendo. Hacía siglos que no iba por allí, pero su perfecta memoria de circuitos gelificados le permitía saber exactamente adónde iba.

—Creo que ya sé adónde me lleva, señor Erasmo.

Gilbertus tenía la cara fina y la boca grande, ojos grandes de color verde oliva y pelo rojizo que sobresalía por debajo de la capucha de la parka. Aunque era bajito para su edad —quizá por la mala alimentación que recibió de niño en las cuadras de esclavos—, era enjuto y fuerte.

—¿Tú crees? Bueno, pues sigue creyendo lo que quieras, Gilbertus, porque quizá tenga algún as escondido en la manga.

—No intente engañarme. Los robots no hacen trampas.

—Tú mismo te contradices. Si estuviera intentando engañarte, Gilbertus, ¿no sería eso hacer trampa y por tanto tu postulado sería incorrecto? Debes elaborar tus pensamientos de una forma más lógica.

Gilbertus guardó silencio para pensar en aquel enigma. Erasmo volvió a sus cavilaciones, esta vez relacionadas con la cantidad de datos inútiles que Omnius había ido acumulando sin saber cómo extraer una lección de ellos. Los datos en sí no eran nada, a menos que se utilizaran como un medio para extraer nuevas conclusiones.

Erasmo podía acceder prácticamente a todo lo que la supermente sabía desde un edificio electrónico que contenía los archivos de seguridad de Omnius. Ni siquiera tenía que conectarse a la supermente para conseguir información, cosa que evitaba para preservar su independencia y proteger sus secretos. Evidentemente, Omnius también tenía secretos, archivos a los que ningún robot tenía acceso.

—¿Falta mucho, señor Erasmo? —preguntó el joven, jadeando.

El robot formó una sonrisa con su rostro de metal líquido y giró su cabeza oval y brillante casi del todo para mirar a su espalda.

—Casi hemos llegado. Tendría que haber tenido más niños además de a ti, Gilbertus. Soy un maestro excelente.

Gilbertus hizo una pausa para pensar lo que el robot había dicho y luego sonrió.

—Usted es una máquina. No puede tener niños.

—Cierto, pero soy una máquina muy especial, con muchas adaptaciones y modificaciones. No te sorprendas por nada que me veas hacer.

—Por favor, no haga cosas raras otra vez, señor Erasmo.

El robot simuló una risa. Disfrutaba de la compañía de Gilbertus mucho más de lo que habría imaginado. Aquel jovencito de trece años había resultado ser extraordinariamente brillante, un verdadero tesoro, mucho más que un simple experimento. Bajo su dirección, Gilbertus empezaba a manifestar sus posibilidades. Quizá, bajo su guía constante y un entrenamiento riguroso y paciente, a través de su pupilo el robot independiente podría llevar el potencial humano a su nivel más alto. Omnius conseguiría mucho más de lo que esperaba con aquel desafío.

A veces el robot y el joven bromeaban, tratando de hacer tropezar al otro a partir de suposiciones infundadas o errores de lógica. Erasmo se había encargado de enseñar a su alumno la historia del universo, filosofía, religión, política y la perfecta belleza de las matemáticas. La paleta de temas entre los que podían escoger contenía una variedad infinita de colores, y la mente entusiasta del joven los utilizaba todos con notable destreza.

A diferencia de la apuesta que había hecho con el Omnius-Tierra —que consistía en que Erasmo volviera a un humano de confianza contra sus amos—, esta vez estaba buscando algo positivo. Aunque ya no era necesario, el robot mantuvo una sonrisa orgullosa cuando siguió caminando por la nieve hacia una profunda grieta entre la roca.

La pendiente se suavizó y Erasmo reconoció dos rocas separadas por un profundo abismo.

—Pararemos aquí y montaremos el campamento. —Extendió su brazo metálico—. Antes ahí había un puente.

—Y a usted no se le ocurrió verificar su solidez antes de cruzarlo —dijo Gilbertus, mientras se quitaba la mochila de la espalda y la dejaba caer sobre la nieve—. Se rompió cuando trató de cruzar y usted cayó al abismo y se quedó allí atrapado durante años.

—Nunca volveré a cometer un error como ese… aunque con la perspectiva del tiempo, las consecuencias fueron absolutamente maravillosas. Durante todo ese tiempo, no tuve nada que hacer aparte de pensar, como un pensador. Eso fue la semilla de mi forma única de independencia.

Gilbertus miró con respeto el abismo de roca, sin hacer caso del viento helado.

—He estado deseando ver este lugar desde que me habló de él. Es como… como si usted hubiera nacido aquí.

—Curioso pensamiento. Me gusta.

Aquella noche, mientras el joven terminaba de montar el campamento prefabricado, Erasmo hizo de cocinero en una cocina portátil; metió su sensor en un estofado de conejo de Corrin y lo sazonó como si supiera lo que estaba haciendo. Luego observó con atención mientras Gilbertus comía. El robot se limitó a probar los platos con sensores gustativos en un intento por comprender lo que su pupilo estaba experimentando.

Después el robot continuó su última lección desde el punto donde la habían dejado. Ahora que había conseguido inculcar a aquel salvaje un comportamiento más cívico, Erasmo se concentraba en fomentar su memoria mediante ejercicios mentales.

—Treinta y siete billones, ochocientos sesenta y ocho millones, cuarenta mil ciento cincuenta y seis —dijo.

—La población que tendría ahora la Tierra, basándonos en las proyecciones de las tasas de nacimiento y mortalidad, de no haber intervenido Omnius y si el planeta no hubiera sido destruido.

—Exacto. Una educación adecuada no tiene límites.

Mientras el frío arreciaba y la noche avanzaba, Erasmo siguió haciendo preguntas y más preguntas, y su alumno manifestó una notable habilidad para organizar y utilizar los datos que tenía en su mente, igual que haría una máquina. La capacidad de aprendizaje de aquel joven era impresionante, y demostró que era capaz de realizar cálculos y procesos de pensamiento avanzados. El cerebro orgánico de Gilbertus había aprendido a barajar las diferentes posibilidades y consecuencias, y a escoger la mejor alternativa.

Más tarde, aquella misma noche, cuando empezaba a nevar, Erasmo vio que su alumno empezaba a cometer errores. Pacientemente, el robot siguió incorporando información a lo que su alumno ya sabía, colocando pacientemente nuevos datos en su mente de forma que pudiera recurrir a ellos con rapidez en la forma de memoria orgánica. Pero aunque Gilbertus no dijo nada, su atención se desviaba y parecía que le costaba concentrarse.

Erasmo se dio cuenta de que estaba agotado por la difícil escalada y la falta de descanso. Cometía ese mismo error con frecuencia, olvidaba que los humanos necesitan dormir y que ni siquiera las sustancias más avanzadas pueden suplir esa función natural. Incluso si Gilbertus Albans tenía un suministro de energía biológica regular, no podía enseñarle ininterrumpidamente las veinticuatro horas.

Aunque el conocimiento no tiene límites
—meditó—,
la capacidad de aprendizaje del humano tiene unas fronteras muy definidas.

—Ahora duerme, Gilbertus. Deja que tu mente asimile y procese la información, y seguiremos cuando te levantes.

—Buenas noches, señor Erasmo —dijo el joven con voz cansada pero juguetona, y se metió en su cubículo calentito.

Erasmo se quedó sentado, inmóvil, mirando y grabando con cientos de fibras ópticas hasta que Gilbertus se quedó dormido. Aquella excursión le estaba resultando mucho más gratificante de lo que esperaba.

Sin despertarlo, dijo:

—Buenas noches, Gilbertus.

81

Es un hecho comprobado en la existencia humana que las relaciones cambian. Nada es completamente estable, ni siquiera de una hora a otra. Siempre hay variaciones sutiles, alteraciones y ajustes que hay que tener en cuenta. Nunca hay dos momentos que sean exactamente iguales.

S
ERENA
B
UTLER
,
Observaciones

Cada una de las máquinas grandes y negras que había sobre la turba helada estaba dirigida por un par de operarios humanos situados en una cabina muy alta ante los mandos. Largos brazos hidráulicos se hundían en aquella materia helada, extraían grandes cantidades de materia vegetal, esponjosa y derretida, y la arrojaban en los camiones de tierra que iban y venían. Los llanos de Kolhar parecían un hormiguero gigante y revuelto.

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