La cuarta K (63 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

—Si no se lo dice usted, se lo diré yo —insistió Helen du Pray.

—Eso sería un quebrantamiento de la seguridad —dijo Christian Klee—. Actuando en nombre del presidente, le prohibo desvelar cualquier información.

—¿Y cómo se propone impedírmelo? —preguntó Helen du Pray con desdén.

Hubo un largo momento de silencio. Luego Klee dijo con cautela:

—Es posible que no suceda nada.

—Eso no me importa —dijo la vicepresidenta—. ¿Se lo dice usted o se lo digo yo?

—Es posible que no suceda nada —repitió Klee.

—Siéntese —dijo bruscamente Helen du Pray mirando a Lanetta—. No podrá abandonar este despacho después de que le cuente lo que tengo que decirle.-Sólo hay una posibilidad entre cien de que ocurra algo —dijo Christian Klee emitiendo un suspiro.

Después informó a Lanetta tan minuciosamente como había informado a la vicepresidenta.

Ese mismo 3 de septiembre, la mujer terrorista llamada Annee se fue de compras por la Quinta Avenida. Durante las tres semanas que llevaba en Estados Unidos, había ayudado a que todo estuviera en su sitio. Había hecho sus llamadas telefónicas, había celebrado sus reuniones con los dos equipos de ejecutores que finalmente acudieron a Nueva York, instalándose en los dos apartamentos preparados para ellos. En esos apartamentos ya se habían almacenado armas, suministradas por un equipo logístico especial y clandestino que no formaba parte del plan central.

Annee pensó en lo extraño que resultaba que saliera de compras apenas cuatro horas antes de lo que podía ser el fin de su vida.

Patsy Troyca y Elizabeth Stone estaban trabajando en muy estrecha colaboración, interrogando a Peter Cloot sobre su testimonio, según el cual Christian Klee habría podido impedir la explosión de la bomba atómica. Iban a dejar filtrar la historia, con todos sus detalles, para acentuar las acusaciones originales hechas ante el comité del Congreso. Estaban tan entusiasmados con el odio evidente de Peter Cloot contra Christian Klee, por su sincera indignación ante la monstruosidad del crimen de Klee, y por el hecho de haber recibido información
off the record
sobre la forma de actuar del FBI, que decidieron celebrarlo. La casa de Elizabeth Stone sólo se encontraba a diez minutos de distancia en coche. Así que, a la hora del almuerzo, pasaron un par de horas en la cama.

Una vez allí, se olvidaron de todas las tensiones del día. Al cabo de una hora, Elizabeth Stone se dirigió al cuarto de baño para tomar una ducha, y Patsy Troyca deambuló por el salón, todavía desnudo, y encendió la televisión. Se quedó atónito ante lo que vio. Se quedó mirando durante un momento más y luego echó a correr hacia el cuarto de baño y casi sacó a Elizabeth Stone a rastras de la ducha. Ella se asustó un poco ante su brutalidad, al verse arrastrada, desnuda y chorreando, hacia el salón.

Allí se quedó mirando la pantalla de televisión y empezó a llorar. Patsy Troyca la tomó entre sus brazos.

—Considéralo de esta manera —dijo—. Nuestros problemas han terminado.

El discurso de campaña de Nueva York el 3 de septiembre iba a ser uno de los momentos más importantes de la carrera del presidente Francis Kennedy hacia la reelección. Y había sido planificado para que tuviera un gran efecto psicológico sobre la nación.

Primero habría un almuerzo en el Centro de Convenciones del hotel Sheraton, en la calle Cincuenta y ocho. Allí, el presidente se dirigiría a los hombres más importantes e influyentes de la ciudad. Por muy extraño que pareciera, este almuerzo fue patrocinado por Louis Inch, que era simpatizante del partido Demócrata.

El almuerzo tenía por objeto recoger fondos para la reconstrucción de las ocho manzanas de Nueva York totalmente destruidas por la explosión de la bomba atómica durante la crisis de la semana de Pascua. Un arquitecto había diseñado gratuitamente un gran monumento en la zona devastada, y el resto de los terrenos se convertiría en un pequeño parque, con un lago en el centro. La ciudad compraría y donaría los terrenos.

Después del almuerzo, el grupo de Kennedy emprendería una marcha en coche que empezaría en la calle Ciento veinticinco y bajaría por la Séptima y la Quinta Avenida para colocar la primera piedra simbólica de mármol sobre el montón de ruinas que seguía siendo Times Square.

Como uno de los patrocinadores del almuerzo, Louis Inch estaba sentado sobre el estrado, con el presidente Kennedy, y esperaba acompañarle al coche que lo esperaba y de ese modo salir en los periódicos y en la televisión. Pero, ante su sorpresa, vio cortado el paso por los hombres del servicio secreto, que aislaron a Kennedy y formaron una red humana a su alrededor. El presidente fue escoltado a través de una puerta situada al fondo de la plataforma. En cuanto hubo desaparecido por allí, Louis Inch se dio cuenta de que la vasta sala había sido cerrada a cal y canto, de modo que toda aquella gente que había pagado diez mil dólares para asistir al almuerzo había quedado ahora encerrada y sin posibilidad de salir.

En las calles se habían reunido enormes multitudes. El servicio secreto había despejado la zona de modo que alrededor de la limusina presidencial hubiera por lo menos cien pasos de espacio libre. Había hombres del servicio secreto suficientes para proteger aquel espacio como si formaran una falange sólida. Más allá de ese espacio, la multitud era controlada por la policía. En el límite de este perímetro se encontraban los periodistas y equipos de televisión que se abalanzaron inmediatamente hacia adelante en cuanto surgió del hotel la vanguardia de los hombres del servicio secreto. Y entonces, inexplicablemente, hubo una espera de quince minutos.

La figura del presidente apareció finalmente saliendo del hotel, protegido de las cámaras, dirigiéndose presuroso hacia el coche que le esperaba. En ese mismo momento, toda la avenida pareció explotar en un ballet hermosamente coreografiado pero sangriento.

Seis hombres atravesaron de pronto el cordón de policía, echando a correr hacia la limusina blindada del presidente. Un segundo más tarde, como si se hubieran sincronizado, otro segundo grupo de hombres atravesó el perímetro opuesto y barrió con sus armas automáticas a los cincuenta hombres del servicio secreto situados alrededor de la limusina blindada.

En el segundo siguiente, ocho coches aparecieron en la zona abierta y los hombres del servicio secreto, en uniforme de combate y con chalecos antibalas que les hacía parecer como globos hinchados y gigantescos, bajaron precipitadamente armados con escopetas y pistolas ametralladoras, cogiendo a los atacantes por la espalda. Dispararon con precisión y con ráfagas cortas. Los doce atacantes no tardaron en quedar tendidos sobre la avenida, muertos, y sus armas quedaron en silencio. La limusina presidencial se alejó a toda velocidad, seguida por otros coches del servicio secreto.

En ese momento, Annee, haciendo un supremo esfuerzo de voluntad, se interpuso en el camino de la limusina presidencial, llevando en las manos las dos bolsas de compras de Bloomingdale’s. Estaban llenas de gelinita, un potente explosivo, y formaban dos potentes bombas que ella detonó en el momento en que el coche la alcanzó. El automóvil salió volando por los aires, elevándose varios metros del suelo, y cayó envuelto en llamas. La fuerza de la explosión destrozó a todos los que iban dentro. De Annee no quedó absolutamente nada, excepto pequeños fragmentos de papel de colores de las bolsas de compra.

Un cámara de la televisión tuvo la presencia de ánimo suficiente para hacer girar el objetivo, captando una vista panorámica de todo lo que era visible. La multitud de miles de personas se había arrojado al suelo en cuanto estalló el tiroteo, y la mayoría aún estaba tumbada, como si estuviera rezando a un Dios despiadado por haber descargado sobre ellos un terror tan maligno. De esa masa tendida surgían pequeños regueros de sangre, procedentes de los espectadores alcanzados por el nutrido fuego de los terroristas y los hombres del servicio secreto, o muertos por la explosión de las potentes bombas.

Muchos de los presentes sufrieron heridas y contusiones, y cuando todo hubo terminado, se levantaron y caminaron tambaleantes, en círculos. La cámara captó toda la escena para la televisión, que fue presenciada por una nación horrorizada.

En el despacho de la vicepresidenta Helen du Pray, Christian Klee saltó de la silla y gritó:

—¡Eso no estaba previsto!

Lanetta Carr miraba la pantalla con los ojos muy abiertos y fijos. Helen du Pray también miró la pantalla y luego, con un tono de voz incisivo, le preguntó a Christian Klee:

—¿Quién era el pobre imbécil que ocupaba el lugar del presidente?

—Uno de los hombres de mi servicio secreto —contestó Christian Klee—. Se suponía que no iban a poder acercarse tanto.

—Me dijo usted que sólo existía una posibilidad entre cien de que ocurriera algo.

—Helen du Pray miraba a Klee muy fríamente. Y entonces se encolerizó como Lanetta Carr nunca la había visto—.

¿Por qué demonios no ha cancelado los actos? —gritó—. ¿Por qué no ha impedido toda esta tragedia? Ahí, en la calle, han quedado ciudadanos muertos que acudieron a ver al presidente. Ha jugado con la vida de sus propios hombres. Le prometo que sus acciones las cuestionaré ante el mismo presidente y ante un comité.

No sabe de qué demonios está hablando —replicó Christian Klee—.

¿Sabe usted cuántas informaciones recibo, cuántas amenazas se hacen por correo contra la vida del presidente? Si las escucháramos todas, le convertiría en un prisionero dentro de la Casa Blanca.

—¿Por qué ha utilizado esta vez a un doble? —preguntó Helen du Pray estudiando su rostro mientras hablaba—. Eso es una medida muy extrema. Y si la situación era tan grave, ¿por qué ha permitido que el presidente acudiera allí?

—Cuando sea presidente, podrá hacerme esas preguntas —replicó Christian Klee con sequedad.

—¿Dónde está Francis ahora? —preguntó Lanetta Carr.

Era una pregunta inapropiada en aquellos momentos y tampoco se había planteado con la debida cortesía. Ambos se volvieron a mirarla. Helen du Pray se encogió de hombros y esperó a que hablara Klee.

Christian Klee se la quedó mirando fijamente por un momento, como si no estuviera dispuesto a contestar. Pero observó la angustia en su rostro y dijo tranquilamente:

—Está de camino de regreso a Washington. No sabemos cuál es la amplitud de este complot, así que preferimos que esté aquí. Está más seguro.

—Muy bien —dijo Helen du Pray con un tono de voz sardónico—. Ahora ella sabe que está a salvo. Supongo que habrá informado usted a los otros miembros del equipo personal del presidente. Ellos sabrán que está a salvo, usted y yo sabemos que está a salvo. ¿Y qué pasa con el pueblo de Estados Unidos? ¿Cuándo sabrá que su presidente está a salvo?

—Dazzy se ha ocupado de todo lo necesario —contestó Christian Klee—. El presidente aparecerá por televisión y se dirigirá a la nación en cuanto ponga el pie en la Casa Blanca.

—Para eso habrá que esperar mucho —dijo la vicepresidenta—. ¿Por qué no puede usted notificárselo a los medios de comunicación y tranquilizar a la población?

—Porque no sabemos lo que ocurre ahí fuera —contestó Christian Klee con suavidad—. Y quizá no le haga ningún daño al pueblo estadounidense preocuparse un poco.

En ese momento, Helen du Pray tuvo la impresión de comprenderlo todo. Comprendió que Klee podría haber evitado todo antes de que llegara a ese extremo. Experimentó un desprecio abrumador por aquel hombre y entonces, al recordar las acusaciones que se le hacían de que había podido evitar la explosión de la bomba atómica, pero no lo hizo, quedó convencida de que aquellas acusaciones también eran ciertas.

LIBRO SEXTO

OTOÑO

NOVIEMBRE-DICIEMBRE

23

El intento de asesinato catapultó a Kennedy en las elecciones. En noviembre, Francis Xavier Kennedy fue reelegido para la presidencia de Estados Unidos. Fue una victoria tan abrumadora que consiguió la elección de casi todos sus candidatos presentados para la Cámara de Representantes y el Senado. Finalmente, el presidente controlaba las dos Cámaras del Congreso.

Durante el período de tiempo entre la elección y el momento de inauguración de su mandato, de noviembre a enero, Kennedy puso a trabajar a su gente para preparar los borradores de las nuevas leyes que aprobaría su Congreso conquistado.

La liberación de Gresse y Tibbot provocó tal tormenta de cólera popular, que Francis Kennedy supo que había llegado el momento de convocar el apoyo del pueblo para sus nuevas leyes. En ello se vio ayudado por los periódicos y la televisión, dedicados a tramar fantasías con respecto a la supuesta conexión de Gresse y Tibbot con Yabril y el intento de asesinato del presidente, en una conspiración gigantesca. El
National Enquirer
lanzó una edición con grandes titulares.

Tras ser convocado, el reverendo Baxter Foxworth se encontró con Oddblood Gray en el despacho de este último en la Casa Blanca.

—Otto —le dijo—, es usted uno de los hombres del presidente, y está muy cerca de él. ¿Qué es eso que he oído decir acerca de las nuevas leyes criminales que se están preparando? ¿Y qué hay de esos campos de concentración que se están acondicionando en Alaska?

—No son campos de concentración —dijo Oddblood Gray—. Son prisiones de trabajos forzados que se están construyendo para los criminales habituales.-Hermano —dijo el reverendo Foxworth echándose a reír—, por lo menos podían haberlas construido en un lugar más cálido. La mayoría de esos criminales van a ser negros. Allá arriba se les congelará el trasero. Y a medida que pase el tiempo, quién sabe, usted y yo podemos ir a parar allí.

Oddblood Gray emitió un suspiro y dijo con suavidad:

—Ha ganado usted un punto.

Esas palabras tranquilizaron al reverendo, que adoptó una actitud más seria. Con un tono de voz grave y ecuánime, preguntó:

—No lo comprende usted, ¿verdad, Otto? Su jodido Kennedy se convertirá en el primer dictador de este país. No es usted tan estúpido como para no verlo. Ahora está preparando el terreno.

No fue una reunión simbólica en el despacho Oval, donde se hacían las cosas por cuestiones de publicidad. Fue un almuerzo con el presidente, Eugene Dazzy y Oddblood Gray.

El almuerzo se desarrolló bien. Kennedy agradeció al reverendo Foxworth su ayuda en las elecciones y aceptó la lista de candidatos que éste le presentó para los nombramientos del departamento de Vivienda y Bienestar Social. Luego, el reverendo Foxworth, que se había mostrado extremadamente cortés, con toda la deferencia debida al cargo de presidente de Estados Unidos, dijo de una forma un tanto abrupta:

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