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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

La cuarta K

 

Ya se ha pasado la frontera del año 2000. El palestino Yabril ha tramado la operación terrorista más audaz de todos los tiempos: simultáneamente, el asesinato del Papa y el rapto de la hija del presidente de Estados Unidos. Su finalidad: humillar el prestigio de esta gigantesca potencia a los ojos del mundo.

Sin embargo, a pesar del éxito de la doble operación, el presidente estadounidense Francis Kennedy —vástago de aquella saga de políticos— acierta a defender la dignidad de su país.

Enfrentado no sólo a los terroristas sino también a la hostilidad de las grandes fortunas y a las consecuencias de comportamientos irresponsablemente catastróficos, Kennedy sabrá zafarse del acoso de un universo convulso hasta una última, definitiva y trágica victoria.

Mario Puzo

La cuarta K

ePUB v1.0

GONZALEZ
27.06.12

Título original:
The Fourth K

© 1991, Mario Puzo

Traducción: José Manuel Pomares

ePub base v2.0

LIBRO PRIMERO

VIERNES SANTO

DOMINGO DE RESURRECCIÓN

1

En Roma, el día de Viernes Santo, antes de la Pascua de Resurrección, siete terroristas hacían sus preparativos finales para asesinar al papa de la Iglesia Católica. Esta banda de cuatro hombres y tres mujeres creían ser libertadores de la humanidad. Se denominaban a sí mismos «Cristos de la Violencia».

El líder de esta peculiar banda era un joven italiano, bien ejercitado en la técnica del terror. Para esta operación concreta había asumido el nombre en clave de «Romeo», lo que satisfacía su sentido juvenil de la ironía, y este sentimentalismo endulzaba su amor intelectual por la humanidad.

Durante la tarde del Viernes Santo, Romeo descansaba en un «piso franco» proporcionado por los Cien Internacionales. Tumbado sobre unas sábanas arrugadas y manchadas con ceniza de cigarrillo, y por el sudor de varias noches, leía una edición de bolsillo de
Los hermanos Karamazov
. Tenía contraídos los músculos de las piernas, a causa de la tensión, o quizá por el miedo; daba igual. Se le pasaría, como siempre. Pero esta misión era muy diferente, muy compleja e implicaba un considerable peligro, tanto para el cuerpo como para el espíritu. En esta misión sería un verdadero Cristo de Violencia, nombre tan jesuítico que siempre le inducía a risa.

Romeo había nacido como Armando Giangi, en una familia de padres ricos de la alta sociedad, que le sometió a una educación soporífera, lujosa y religiosa, una combinación tan ofensiva para su naturaleza ascética que a la edad de dieciséis años renunció a los bienes terrenales y a la Iglesia Católica. Así que ahora, a los veintitrés años, ¿qué mayor rebelión podía haber para él que asesinar al papa? Y sin embargo, Romeo seguía sintiendo un terror supersticioso. De niño había recibido la confirmación de manos de un cardenal de sombrero rojo. Siempre recordaría aquel ominoso sombrero rojo pintado en los mismos fuegos del infierno.

Confirmado así por Dios en el ritual, se preparaba para cometer un crimen tan terrible que cientos de millones de personas maldecirían su nombre, ya que para entonces se conocería su verdadero nombre. Sería capturado. Eso formaba parte del plan. Lo que ocurriera después dependería de Yabril. Pero con el tiempo, él, Romeo, sería aclamado como un héroe que ayudó a cambiar este cruel orden social. Lo que en un siglo constituía la mayor de las infamias, al siguiente podría convertirse en la mayor de las santificaciones. Y viceversa, pensó con una sonrisa. El primer papa en adoptar el nombre de Inocencio, hacía siglos, había publicado una bula pontificia autorizando la práctica de la tortura, y había sido aclamado por propagar la verdadera fe y rescatar a las almas heréticas.

La ironía juvenil de Romeo también se sentía atraída por la idea de que la Iglesia canonizaría al papa que tenía la intención de asesinar. Él crearía un nuevo santo. Y cómo los odiaba. A todos aquellos papas. Este papa, Inocencio IV, el papa Pío, el papa Benedicto; todos ellos santificaban a demasiados, estos amasadores de riquezas, estos supresores de la verdadera fe en la libertad humana, estos pomposos hechiceros que sofocaban a los desvalidos de la Tierra con su magia llena de ignorancia y sus ardientes insultos a la credulidad.

Él, Romeo, uno de los Cien, de los Cristos de la Violencia, ayudaría a erradicar aquella burda magia. Los Cien Primeros, vulgarmente denominados terroristas, se habían extendido por Japón, Alemania, Italia, España y hasta por la Holanda llena de tulipanes. Valía la pena observar que no había ninguno de los Cien Primeros en Estados Unidos. Aquella democracia, el lugar de nacimiento de la libertad, sólo contaba con revolucionarios intelectuales que se desmayaban a la vista de la sangre, y que hacían explotar sus bombas en edificios vacíos, después de haber advertido a la gente para que los abandonara; que pensaban que la fornicación pública en los escalones de los edificios institucionales era un acto de rebelión idealista. Qué despreciables eran. No era sorprendente que Estados Unidos no hubiera aportado nunca un solo hombre a los Cien Revolucionarios.

Romeo puso fin a sus ensoñaciones. Qué demonios, ni siquiera sabía si eran cien o no. Podían ser cincuenta, o sesenta; tan sólo era un número simbólico. Pero esos símbolos atraían a las masas y seducían a los medios de comunicación. El único hecho que conocía era que él, Romeo, era uno de los Cien, como también lo era Yabril, su amigo y compañero de conspiración.

Una de las muchas iglesias de Roma hizo repicar sus campanas. Eran casi las seis de la tarde de ese Viernes Santo. Dentro de una hora llegaría Yabril para revisar toda la mecánica de la complicada operación. El asesinato del papa sería el movimiento de apertura de una partida de ajedrez brillantemente concebida; una serie de actos atrevidos que encantaban al alma romántica de Romeo.

Yabril era el único hombre que sentía respeto por Romeo, tanto físico como mental. Yabril conocía las trapacerías de los gobiernos, las hipocresías de la autoridad legal, el peligroso optimismo de los idealistas, los sorprendentes engaños a la lealtad de los terroristas, incluso de los más comprometidos. Pero, por encima de todo, Yabril era un genio de la guerra revolucionaria. Sentía desprecio por las pequeñas compasiones y la piedad infantil que afectaban a la mayoría de los hombres. Yabril no tenía más que un solo objetivo: liberar el futuro.

Y era más despiadado de lo que Romeo hubiera podido soñar. Romeo había asesinado a gente inocente, traicionado a sus padres y amigos, asesinado a un juez que en cierta ocasión lo había protegido. Comprendía que el asesinato político podía convertirse en una especie de locura, y estaba dispuesto a pagar ese precio. Pero cuando Yabril le dijo: «Si no puedes arrojar una bomba en un jardín de infancia, entonces no eres un verdadero revolucionario», Romeo le replicó: «Eso no podría hacerlo nunca».

Pero sí podía asesinar al papa.

Sin embargo, en las últimas y oscuras noches romanas, una especie de pequeños y horribles monstruos, que sólo eran los fetos de los sueños, cubrieron el cuerpo de Romeo con un sudor destilado del hielo.

Romeo suspiró y se levantó de la sucia cama para ducharse y afeitarse antes de que llegara Yabril. Sabía que su compañero juzgaría su limpieza como una buena señal, reflejo de la moral alta que mantenía para la misión que se aproximaba. Yabril, al igual que muchos sensualistas, creía en un cierto nivel de limpieza, aunque fuera con saliva. Romeo, un verdadero asceta, era capaz de vivir rodeado de suciedad.

Por las calles de Roma, mientras se dirigía a visitar a Romeo, Yabril tomaba las precauciones habituales. Pero, en realidad, todo dependía de la seguridad interna, de la lealtad de los cuadros combativos, de la integridad de los Cien Primeros. Pero ellos no conocían en toda su amplitud la misión, ni siquiera el propio Romeo.

Yabril era un árabe que pasaba con facilidad por siciliano, como de hecho sucedía con muchos de ellos. Tenía un rostro delgado y oscuro, pero la parte inferior, la barbilla y la mandíbula, eran sorprendentemente más pesadas, más toscas, como si existiera allí una capa extra de hueso. En los períodos de descanso, se dejaba crecer una barba sedosa para ocultar aquella tosquedad. Pero cuando formaba parte de una operación, se afeitaba pulcramente. Y entonces, como el Ángel de la Muerte, mostraba al enemigo su verdadero rostro.

Sus ojos eran de un marrón pálido; el cabello tenía hebras aisladas de gris. Aquella pesadez de la mandíbula se repetía también en el pecho y en los compactos hombros. Tenía las piernas largas para la corta estatura de su cuerpo; en cierta manera ocultaban la potencia física que era capaz de generar. Sin embargo, nada podía enmascarar la mirada alerta e inteligente de sus ojos.

Yabril detestaba toda la idea de los Cien Primeros. Le parecía que aquello no era más que un truco de relaciones públicas, muy de moda, y desdeñaba su renuncia formal al mundo material. Aquellos revolucionarios de educación universitaria, como el propio Romeo, eran demasiado románticos en su idealismo, demasiado despectivos con respecto al compromiso. Yabril comprendía la necesidad de que hubiera un poco de corrupción en la levadura de la revolución.

Hacía tiempo que había abandonado toda pretensión moral. Tenía la clara conciencia de quienes creen y saben que se hallan dedicados con toda su alma al enriquecimiento moral de la humanidad. Pero nunca se reprochaba sus actos de egoísmo. Había establecido contratos personales con jeques del petróleo para asesinar a rivales políticos. Había realizado extraños trabajos de asesinato para aquellos nuevos jefes de Estado africanos que, educados en Oxford, habían aprendido a delegar; había cometido, además, actos ocasionales de terrorismo para jefes políticos de diversa respetabilidad. Había trabajado para aquellos hombres que lo controlan todo en el mundo, excepto el poder sobre la vida y la muerte.

Esos actos nunca habían llegado a conocimiento de los Cien Primeros y, desde luego, nunca se los había confiado a Romeo. Yabril recibía fondos de compañías petrolíferas holandesas, inglesas y estadounidenses, dinero de servicios secretos soviéticos y japoneses y en algún momento de su carrera había sido pagado incluso por la CÍA, para la que realizara una ejecución especialmente clandestina. Pero todo eso había sucedido en los primeros tiempos.

Ahora vivía bien, no era ascético, puesto que después de todo había sido pobre, aunque no naciera así. Le gustaba el buen vino, la comida de
gourmet
, prefería los hoteles lujosos, disfrutaba con el juego y a menudo sucumbía al éxtasis de la carne de una mujer. Siempre pagaba ese éxtasis con dinero, regalos o ejerciendo su encanto personal. Sentía verdadero terror por el amor romántico.

A pesar de estas debilidades «revolucionarias», Yabril era famoso en los círculos donde se movía por el poder de su voluntad. No temía a la muerte, algo que no resultaba tan extraordinario; pero sí lo era que no temiera al dolor. Quizá fuera por eso por lo que era capaz de ser tan despiadado.

Yabril se había puesto a prueba a lo largo de los años. Era absolutamente inquebrantable bajo cualquier clase de persuasión física o psicológica. Había sobrevivido a la prisión en Grecia, Francia y Rusia, además de a dos meses de interrogatorios efectuados por los servicios israelíes de seguridad, cuya experiencia inspiraba su admiración. Los había derrotado a todos, quizá porque su cuerpo poseía la capacidad de perder la sensibilidad bajo condiciones de extrema compulsión. Al final, todos acababan por reconocerlo. Yabril era de verdadero granito bajo el dolor.

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