Un grupo de veinte hombres se encargaba de custodiar a Theresa Kennedy, repartidos en tres turnos al día. Siempre estaban allí cuando acudía a un restaurante, o cuando iba a ver una película con su novio. Alquilaban apartamentos en el mismo edificio donde ella se alojara y utilizaban una camioneta de mando en la calle. Ella nunca estaba sola. Y tenía la obligación de comunicar su programa de actividades diarias al jefe del grupo de seguridad.
Sus guardaespaldas eran como monstruos de dos cabezas, mitad sirvientes y mitad amos. Equipados con un avanzado equipo electrónico, podían escuchar cómo hacía el amor cuando se llevaba a su apartamento a algún amigo. Y eran capaces de asustar, se movían como lobos, deslizándose en silencio, con las cabezas ligeramente ladeadas y alertas, como para captar un leve aroma en él viento,aunque en realidad se esforzaban por escuchar lo que se les decía por los diminutos auriculares.
Theresa Kennedy había rechazado una «red» de seguridad, es decir, una seguridad cerrada, incluso para vivir y conducir. Ella conducía su propio coche, se negaba a que el equipo de seguridad ocupara el apartamento contiguo al suyo, rechazaba hablar con los guardaespaldas que la acompañaban. Había insistido en que la seguridad fuera de «perímetro», es decir, que erigieran un muro a su alrededor, como si se hallara en un gran jardín. De ese modo podía hacer su vida. Eso dio lugar a algunas situaciones embarazosas. Un día salió de compras y necesitó cambio para hacer una llamada telefónica. Había visto a uno de los guardaespaldas, que aparentaba estar de compras en las cercanías. Se le acercó y le dijo:
—¿Me puede cambiar este billete?
El hombre se la quedó mirando con afectuosa perplejidad y entonces ella se dio cuenta de repente de que se había equivocado; aquel hombre no era su guardaespaldas. Se echó a reír y se disculpó. El hombre se divirtió y se sintió encantado al darle el cambio.
—Cualquier cosa por una Kennedy —dijo bromeando.
Al igual que tantos otros jóvenes, Theresa Kennedy creía que la gente era «buena», sin contar para ello con ninguna razón particular, del mismo modo que creía en su propia bondad. Participaba en manifestaciones en favor de la libertad, hablaba en favor de lo correcto y en contra de lo erróneo. Trataba de no cometer actos mezquinos. De niña, entregó su hucha a los indios americanos.
Como hija del presidente de Estados Unidos, le resultaba violento hablar en favor del aborto, o prestar su nombre a organizaciones radicales y de izquierdas. Soportaba los abusos de los medios de comunicación y los insultos de los oponentes políticos. De un modo un tanto inocente, se mostraba escrupulosamente justa en sus relaciones amorosas, creía en la más absoluta franqueza y aborrecía el engaño.
Debería haber aprendido algunas lecciones valiosas. En París, un grupo de vagabundos que vivía bajo uno de los puentes intentó violarla cuando ella se dedicó a deambular por la ciudad, en busca de aspectos típicos locales. En Roma, dos mendigos trataron de arrebatarle el bolso en el momento en que ella les iba a dar dinero y, en ambos casos, tuvo que ser rescatada por su paciente y vigilante destacamento del servicio secreto. Pero eso no influyó de forma negativa en su fe de que el hombre era bueno por naturaleza. Todo ser humano llevaba en su alma la semilla inmortal de la bondad, y nadie estaba exento de la redención. Como feminista, era muy consciente de la tiranía de los hombres sobre las mujeres, pero no comprendía del todo la fuerza brutal que usaban los hombres cuando se enfrentaban con su mundo. No tenía el sentido de cómo un ser humano era capaz de traicionar a otro de la forma más falsa y cruel posible.
El jefe de su destacamento de seguridad, un hombre demasiado viejo como para ser guardaespaldas de las personas más importantes del gobierno, se sintió horrorizado ante su inocencia y trató de educarla. Le contó historias de horror sobre los hombres, en términos generales, historias extraídas de su propia y prolongada experiencia en el servicio, y se mostró mucho más franco de lo que habría sido habitualmente, ya que se trataba de su última misión antes de que se jubilara.
—Es usted demasiado joven para comprender este mundo —dijo—. Y, teniendo en cuenta su posición, debe tener mucho cuidado. Cree que por hacer el bien a alguien, los demás se comportarán del mismo modo con usted.
Le había contado esta historia porque precisamente el día anterior ella había recogido a un autoestopista masculino que creyó que aquello era una invitación para otra cosa. El jefe de seguridad actuó inmediatamente, y los dos coches que la seguían obligaron a Theresa a detener su coche en la cuneta, en el momento en que el autoestopista ya le había puesto la mano sobre la rodilla.
—Permítame contarle una historia-dijo el jefe—. En cierta ocasión trabajé para el tipo más listo y amable al servicio del gobierno. En operaciones clandestinas. Una vez fue engañado, se encontró envuelto en una trampa y un mal tipo lo tuvo a su merced. Podría haberle volado la tapa de los sesos. Aquel tipo era realmente malo. Pero, por alguna razón, dejó a mi jefe que se soltara del anzuelo y le dijo: «Recuérdalo, me debes una».
»Bueno, el caso es que nos pasamos seis meses siguiéndole la pista, hasta que lo atrapamos. Entonces, mi jefe le voló la tapa de los sesos, sin darle siquiera la menor oportunidad de rendirse o de convertirse en agente doble. ¿Y sabe por qué? Él mismo me lo dijo.Aquel mal tipo tuvo en una ocasión el poder de Dios y, en consecuencia, era demasiado peligroso como para permitir que siguiera viviendo. Y mi jefe no tenía un sentimiento de gratitud hacia él, ya que, según dijo, la misericordia de aquel hombre no había sido más que un capricho, y no se podía contar con los caprichos la próxima vez que sucediera una cosa igual.
El jefe no le dijo a Theresa Kennedy que su jefe había sido un hombre llamado Christian Klee.
Todos estos acontecimientos convergieron en un solo hombre: el presidente de Estados Unidos, Francis Xavier Kennedy.
El presidente Francis Xavier Kennedy y su elección fueron un milagro de la política estadounidense. Había sido elegido para la presidencia por la magia de su nombre y sus extraordinarias dotes físicas e intelectuales, a pesar de haber servido en el Senado sólo durante una legislatura.
Era el «sobrino» de John F. Kennedy, el presidente asesinado en 1962, pero se encontraba fuera del clan organizado de los Kennedy, todavía activo en la política estadounidense. Se trataba, en realidad, de un primo, y el único de la amplia familia que había heredado el carisma de sus dos famosos tíos: John y Robert Kennedy.
Francis Kennedy había sido un verdadero genio del Derecho, profesor de Harvard a la edad de veinticuatro años. Más tarde organizó su propia empresa de abogados, que hizo campaña en favor de amplias reformas liberales en el gobierno y en el sector de los negocios privados. Su firma de abogados no le permitió ganar mucho dinero, algo que para él no era importante, puesto que había heredado una fortuna considerable, pero sí le proporcionó mucha fama a nivel nacional. Hizo campañas en favor de los derechos de las minorías, la asistencia social a los económicamente desamparados y la defensa de los desvalidos.
Todas estas buenas acciones no le habrían reportado ningún beneficio político, de no haber sido por sus otros dones. Era extraordinariamente elegante, con los mismos ojos azules y satinados de sus dos tíos muertos, una piel blanca y pálida y un cabello muy negro. Su talento era mordaz, pero lleno de tan buen humor que destruía a sus oponentes sin el menor atisbo de miserable malicia. Nunca se mostraba ni pomposo ni altivo. Era muy versado en ciencias y en humanidades y apreciaba, por encima de todo, los valores humanitarios.
Pero lo más importante de todo es que era extraordinariamente efectivo en televisión. Sobre la pantalla, parecía capaz de hipnotizar. Eso, y el apellido Kennedy, fueron suficiente para llevarlo a la presidencia. Cuatro de sus amigos más íntimos orquestaron su elección: Christian Klee, Arthur Wix, Eugene Dazzy y Oddblood Gray, todos ellos nombrados posteriormente miembros de su equipo personal.
Cuando fue nominado candidato demócrata a la presidencia, Francis Kennedy hizo algo extraordinario. En lugar de depositar la fortuna que había heredado en fideicomisos elegidos a ciegas, la donó a instituciones de caridad. Su esposa e hija disponían de fideicomisos que se ocuparían de cubrir sus necesidades. Él mismo poseía el talento suficiente como para ganar con su propio esfuerzo una vida llena de abundancias. Afirmó que eso no representaba un gran sacrificio para él, como les sucedía a algunos de sus oponentes. Pero quería dar ejemplo. Una de sus creencias más arraigadas era la de que ningún ciudadano debía acumular una gran riqueza. No es que fuera comunista, ya que, según él, a todo hombre se le debía permitir que mantuviera a su esposa, sus hijos y su familia, pero ¿por qué permitir que un solo hombre tenga miles de millones de dólares? Su acción y sus palabras despertaron la admiración de millones y el odio de unos miles.
Se esperaban grandes cosas de él, pero, desgraciadamente, el Congreso de mayoría demócrata elegido con Kennedy no aprobó sus ambiciosos programas sociales. Francis Kennedy había prometido en televisión que cada familia estaría bien alojada, había anunciado planes extraordinarios para la educación, garantizado una igualdad de cuidados médicos para todos los ciudadanos, afirmado que unos Estados Unidos ricos construirían una red económica de seguridad que rescataría a los infortunados que habían caído hasta el fondo. Estas promesas fueron electrificantes en televisión, con su voz magnética y su elegante presencia física. Y, una vez elegido, trató de cumplirlas. Pero el Congreso le derrotó.
En este Viernes Santo se reunió con su equipo principal de asesores y su vicepresidente para informarles de unas noticias que sabía les harían sentirse desgraciados.Se reunió con ellos en la sala Oval Amarilla de la Casa Blanca, su estancia favorita, más grande y más cómoda que el más famoso despacho Oval. La sala Amarilla era más bien una sala de estar y en él todos se sentían más cómodos, mientras se les servía un té inglés.
Todos le esperaban y, en cuanto los guardaespaldas de su servicio secreto entraron en la sala, se levantaron. Kennedy hizo gestos a los miembros de su equipo para que tomaran asiento, al tiempo que les decía a los guardaespaldas que esperaran fuera de la sala. En esta pequeña escena había dos cosas que le irritaban. La primera era que, según el protocolo, tenía que dar personalmente la orden para que los hombres del servicio secreto salieran de la habitación; la segunda era que el vicepresidente tenía que quedarse de pie, como muestra de respeto a la presidencia. Lo que más le molestaba de ello era el hecho de que el vicepresidente fuera una mujer, y que la cortesía política predominara sobre la cortesía social. Ello se agravaba por el hecho de que la vicepresidenta, Helen du Pray, tenía diez años más que él, seguía siendo una mujer muy hermosa y poseía una extraordinaria inteligencia política y social. Lo que constituía, desde luego, la razón por la que la había elegido como compañera de gobierno, a pesar de la oposición de los pesos pesados del partido Demócrata.
—Maldita sea, Helen —dijo Francis Kennedy—. Deje de quedarse de pie cuando yo entre en la habitación. Ahora voy a tener que servir el té para todos, como muestra de humildad.
—Quería expresar mi gratitud —dijo Helen du Pray—. Cuando se convoca a la vicepresidenta para asistir a las reuniones de su equipo, suele ser para recibir órdenes acerca de cómo hay que lavar los platos.
Ambos se echaron a reír. Los demás miembros del equipo no rieron. Francis Kennedy esperó a que se hubiera servido el té a todos los presentes.
—He decidido no presentarme a una segunda reelección —dijo—. Y ésa es la razón por la que ha sido invitada a esta reunión, Helen —añadió, volviéndose hacia la vicepresidenta—. Quiero que se prepare para presentarse a la presidencia. Contará con todo mi apoyo. Si es que vale para algo.
Todos se quedaron mudos de asombro. Luego, Helen du Pray le sonrió. Los hombres observaron que mostraba una sonrisa encantadora y sabían que aquella sonrisa era una de sus mayores armas políticas.
—Señor presidente —dijo ella—, creo que la decisión de no presentarse exige que su equipo la revise en profundidad, sin mi presencia. Pero antes de marcharme, permítame decir lo siguiente: sé lo muy desanimado que se siente en este momento en particular, a causa de la actitud del Congreso. Pero no creo que yo pudiera hacerlo mejor, suponiendo que fuera elegida. Creo que debería ser usted más paciente. Su segundo mandato podría ser más efectivo.
—Helen —replicó el presidente Kennedy con impaciencia—, sabe tan bien como yo que un presidente de Estados Unidos tiene más gancho en su primer mandato que en el segundo.
—Eso es cierto en la mayoría de los casos —dijo Helen du Pray—, pero quizá podamos conseguir una cámara de Representantes diferente para su segundo mandato. Y permítame hablar por interés propio. Como vicepresidenta durante un solo mandato, me encuentro en una posición más débil que si hubiera ocupado el cargo durante dos mandatos. Su apoyo también sería mucho más valioso como presidente de dos mandatos, y no como un presidente que ha sido arrojado de su puesto por su propio Congreso de mayoría demócrata.
Cuando ella tomó la cartera donde guardaba sus memorándums y se preparó para marcharse, Francis Kennedy dijo:
—No tiene por qué marcharse.
Helen du Pray dirigió a todos la misma dulce sonrisa.
—Estoy segura de que su equipo podrá hablar con mayor libertad si yo no estoy presente —dijo, abandonando la sala Oval Amarilla.
Mientras ella se marchaba, los cuatro hombres que rodeaban a Kennedy permanecieron en silencio. Una vez que la puerta se hubo cerrado se produjo una ligera agitación de movimientos, mientras revisaban sus carpetas de memorándums o se inclinaban para tomar el té y los bocadillos. El jefe del «estado mayor» del presidente dijo con naturalidad:
—Es posible que Helen sea la persona más inteligente de esta Administración.
Quien había hablado era Eugene Dazzy, pero todos conocían su debilidad por las mujeres hermosas. Francis Kennedy le dirigió una sonrisa.-¿Qué le parece a usted, Euge? —preguntó—, ¿Cree que debería ser más paciente y volver a presentarme?
Todos los hombres se removieron incómodos en sus asientos. Helen du Pray, por muy inteligente que fuera, no conocía a Francis Kennedy tan bien como ellos. Los cuatro hombres mantenían una relación personal mucho más estrecha con el presidente. Estaban con él desde el principio de su carrera política, e incluso antes. Sabían que su declaración de que apoyaría a Du Pray, planteada con naturalidad y burla, enmascaraba una decisión casi inflexible. También sabían que eso significaba el fin de su poder. Se llevaban bien con la vicepresidenta, pero no se hacían ilusiones respecto a lo que ella haría si llegaba a convertirse en presidenta. Sin duda alguna, configuraría su propio equipo, elegido por ella.