El Domingo de Resurrección, Romeo y su equipo de cuatro hombres y tres mujeres, embutidos en su vestimenta operativa, descendieron de una camioneta. Se encaminaron por las calles de Roma en dirección a la plaza de San Pedro y se mezclaron con las multitudes ataviadas para la Pascua; las mujeres estaban resplandecientes, con los colores pastel de la primavera, con aspecto operístico a causa de sus sombreros; los hombres, elegantes con sus trajes de seda de color crema y las pequeñas cruces sujetas en las solapas. Los niños tenían un aspecto aún más deslumbrante, las niñas con guantes y faldas con volantes, los niños con los trajes azul marino de la confirmación, con corbatas rojas biseccionando las camisas, blancas como la nieve. Mezclados entre todos ellos estaban los sacerdotes, sonrientes, repartiendo bendiciones entre los fieles.
Pero Romeo era un peregrino más sobrio, un testigo más serio de la Resurrección que se celebraba en esta mañana de domingo. Se había vestido con un traje negro, una camisa blanca fuertemente almidonada y una simple corbata blanca, casi invisible sobre la camisa. Sus zapatos eran negros, con suelas de goma. Bajo el abrigo de piel de camello abotonado ocultaba el rifle que colgaba de un portafusil especial. Se había pasado los tres últimos meses practicando el manejo de esta arma, hasta que su puntería terminó por ser mortal.
Los cuatro hombres de su equipo iban vestidos como monjes de la orden de los Capuchinos; largas túnicas amplias de un marrón deslucido, sujetas por cinturones de paño grueso, las cabezas tonsu-radas, pero cubiertas con casquetes. Ocultas entre las amplias vestiduras llevaban granadas y revólveres.
Las tres mujeres, una de ellas Annee, se habían vestido de monjas y también portaban armas debajo de sus ropas sueltas. Annee y las otras dos monjas caminaban por delante y la gente se apartabapara abrirles paso, seguidas con facilidad por Romeo, con su vestimenta negra y blanca. Después de él venían los cuatro monjes del equipo, observándolo todo, preparados para intervenir en caso de que la policía pontificia le detuviera.
La banda se dirigió hacia la plaza de San Pedro, invisible entre la enorme multitud que iba reuniéndose. Finalmente, como corchos oscuros ondeando sobre un océano de seda multicolor, Romeo y su equipo se detuvieron en el extremo más alejado de la plaza, con las espaldas protegidas por las columnas de mármol y las paredes de piedra. Romeo se mantuvo algo más alejado. Esperaba percibir una señal que le harían desde el otro lado de la plaza, donde Yabril y su equipo se hallaban ocupados colocando estatuillas en las paredes.
Yabril y su equipo de tres hombres y tres mujeres iban vestidos de manera informal, con chaquetas sueltas. Los hombres llevaban las armas ocultas y las mujeres se encargaban de colocar las estatuillas que representaban a Cristo y que, en realidad, estaban cargadas de explosivos que se activarían por una señal de radio. La parte posterior de las estatuillas tenía un adhesivo tan fuerte que ningún curioso de entre la multitud podría arrancarlas de la pared. Las estatuillas eran de hermoso diseño y aspecto caro, de terracota, blancas y modeladas sobre un armazón de alambre. Parecían formar parte de la decoración propia de la Pascua y, como tal, eran inviolables.
Una vez terminado este trabajo, Yabril condujo a su equipo a través de la multitud, salieron de la plaza de San Pedro y se dirigieron hacia su propia camioneta. Envió a uno de sus hombres a Romeo, para entregarle el aparato desde el que se emitiría la señal de radio que haría explotar las estatuillas. Luego, Yabril y su equipo subieron a la camioneta y se dirigieron hacia el aeropuerto de Roma. El papa Inocencio no aparecería en el balcón hasta tres horas más tarde. Lo habían hecho todo dentro del tiempo previsto.
En el interior de la camioneta, aislado del mundo de la Pascua de Roma, Yabril pensó en cómo se había iniciado todo este ejercicio.,.
Durante una misión conjunta llevada a cabo hacía pocos años, Romeo mencionó que el papa disponía de la más nutrida guardia deseguridad que tuviera cualquier gobernante en Europa. Yabril se echó a reír y dijo:
—¿Quién iba a querer matar a un papa? Eso sería como matar a una serpiente no venenosa. No es más que una cabeza visible, vieja e inútil, rodeada de ancianos igualmente inútiles dispuestos a reemplazarlo. Novios de Cristo, un total de doce estúpidos con bonete rojo. ¿Qué cambiaría en el mundo con la muerte de un papa? Una cosa diferente sería raptarlo, ya que es el hombre más rico del mundo. Pero asesinarlo sería como matar a una lagartija que estuviera tomando el sol.
Romeo argumentó bien sus ideas y llegó a intrigar a Yabril. El papa era reverenciado por cientos de millones de católicos en todo el mundo. Y, desde luego, era un símbolo del capitalismo, sostenido por los Estados cristianos occidentales y burgueses. El papa era una de las mayores piedras de autoridad que configuraban el edificio de esa sociedad. Así pues, con su asesinato se asestaría un tremendo golpe psicológico al mundo enemigo. Además, se habría matado al representante de ese Dios sobre la Tierra en el que ellos no creían. La realeza de Rusia y Francia había sido asesinada porque también gobernaban por derecho divino, y aquellos asesinos habían permitido el progreso de la humanidad. Dios no era más que un fraude de los ricos, el estafador de los pobres, y el papa era el representante terrenal de ese poder malvado. Pero eso no conformaba más que la mitad de la idea. Yabril amplió el concepto. Ahora, la operación poseía una grandeza que imponía respeto al propio Romeo y llenaba a Yabril de autoadmiración.
A pesar de todas sus palabras y sacrificios, Romeo no era lo que Yabril consideraba un verdadero revolucionario. Yabril había estudiado la historia de los terroristas italianos. Eran muy buenos asesinando a jefes de estado, habían estudiado muy bien a los rusos que finalmente asesinaron a su zar, después de muchos intentos, y habían tomado de ellos aquel nombre que tanto detestaba Yabril: los Cristos de la Violencia.
Yabril había conocido en cierta ocasión a los padres de Romeo. El padre era un hombre inútil, un parásito de la humanidad. Tenía a su servicio un chófer, un ayuda de cámara y un gran perro, como un cordero, que utilizaba como señuelo para atraer a las mujeres en las avenidas. Pero era un hombre de porte distinguido. Era imposible que no gustara a los demás, a menos que se fuera su hijo. En cuanto a la madre, era otra belleza del sistema capitalista, voraz para el dinero y las joyas, pero una devota católica. Magníficamente vestida, siempre servida por hileras de doncellas, acudía a misa todas las mañanas. Una vez cumplida esa penitencia, dedicaba el resto del día al placer. Al igual que su marido, se permitía excesos en la comida, era infiel y sólo estaba dedicada en cuerpo y alma a su único hijo: Romeo.
Ahora, esta familia feliz se vería castigada. El padre, un caballero de la Orden de Malta; la madre, una persona que comulgaba a diario con Cristo; y su hijo sería el asesino del papa. «Qué traición —pensó Yabril—. Pobre Romeo, vas a pasar una semana muy mala cuando sea yo el que te traicione.»
Romeo conocía con exactitud todo el plan, a excepción del giro final añadido por Yabril.
—Es como en el ajedrez —había dicho Romeo—. Jaque al rey, jaque al rey, y jaque mate. Hermoso.
Yabril miró su reloj; sería dentro de otros quince minutos. La camioneta avanzaba a velocidad moderada por la autopista que conducía al aeropuerto.
Era hora de empezar. Reunió las armas y granadas de su equipo y las metió todas en una maleta. Cuando la camioneta se detuvo delante de la terminal del aeropuerto, Yabril fue el primero en bajar. Luego, la camioneta se alejó, y los demás bajaron en otro lugar. Yabril caminó con lentitud por la terminal, llevando la maleta, buscando con la mirada a la policía secreta de seguridad. Poco antes del puesto de control, se desvió hacia una floristería y tienda de regalos. Por detrás de la puerta, colgado de una chaveta, había un cartel de letras rojas y verdes que decía: «Cerrado». Aquel cartel indicaba que era seguro entrar allí sin que lo hicieran los clientes.
La mujer que había en la tienda era una rubia teñida, muy maquillada y de aspecto ordinario, pero con una voz cálida e insinuante y un cuerpo exuberante, realzado por un sencillo vestido de lana sujeto por un cinturón apretado.
—Lo siento —le dijo a Yabril—, pero como puede ver por el cartel, hemos cerrado. Después de todo, es Domingo de Resurrección.
Su voz, sin embargo, tenía un tono amistoso, no de rechazo. Y le sonreía cálidamente. Yabril pronunció la frase código, que empleaba simplemente como forma de darse a conocer.
—Cristo ha resucitado, pero yo tengo que viajar por cuestión de negocios.
La mujer extendió la mano y se hizo cargo de la maleta.
—¿Saldrá el avión a su hora? —preguntó Yabril.
—Sí —contestó ella—. Dispones de una hora. ¿Hay algún cambio?
—No, pero recuerda que todo depende de ti.
Luego, salió de la tienda. Nunca había visto antes a la mujer y jamás volvería a verla, y ella sólo conocía esta fase de la operación. Comprobó los horarios de salida en el tablero electrónico. Sí, el avión saldría a su hora.
La mujer era uno de los pocos miembros femeninos de los Cien. Había sido colocada en la tienda tres años antes, como propietaria, y durante ese tiempo había desarrollado cuidadosa y seductoramente relaciones con el personal de la terminal aérea y los guardias de seguridad. Había establecido astutamente la práctica de evitar los escáners y los puestos de control para entregar paquetes a la gente que se disponía a subir a los aviones. No lo había hecho con mucha frecuencia, pero sí con la suficiente. Durante el tercer año inició una relación amorosa con uno de los guardias armados que podía hacerla pasar por la entrada sin escáner. Hoy, su amante estaba de servicio y ella le había prometido un almuerzo y una siesta en la pequeña habitación del fondo de su tienda. De ese modo, el hombre se había presentado voluntario para estar de servicio el Domingo de Resurrección.
El almuerzo ya estaba preparado sobre la mesa de la habitación del fondo, donde ella vació la maleta, para introducir las armas en cajas de regalo de Gucci, envueltas en papel de alegres colores. Colocó después las cajas en una bolsa de color malva y esperó a que sólo faltaran veinte minutos para la hora de partida. Luego, sosteniendo la bolsa entre los brazos, por temor a que pudiera romperse el papel por el peso, corrió con paso torpe hacia el pasillo que conducía a la entrada sin escáner. Su amante le dirigió una sonrisa afectuosa y de disculpa. Al subir al avión, la azafata la reconoció.
—Otra vez, Livia —le dijo con una risita.La mujer se dirigió hacia la sección turista hasta que vio a Yabril sentado con otros tres hombres y mujeres de su equipo cerca de él. Una de ellas levantó los brazos para recibir el pesado paquete.
La mujer conocida como Livia dejó la bolsa entre los brazos que se levantaron hacia ella, luego se volvió y salió rápidamente del avión. Regresó a la tienda y terminó de preparar el almuerzo en la habitación del fondo.
Aquel guardia de seguridad, Faenzi, era uno de esos magníficos especímenes de la masculinidad italiana, que parecía creado deliberadamente para hechizar a las mujeres. El hecho de que fuera agraciado no era la menor de sus virtudes. Más importante aún era que se tratara de uno de esos hombres de carácter dulce, extraordinariamente satisfecho con sus propios talentos y el ámbito de su ambición. Livia lo descubrió enseguida, durante su primer día de servicio como guardia de seguridad en el aeropuerto.
Faenzi llevaba el uniforme con la solemnidad de un mariscal de campo de Napoleón, y su bigote estaba tan recortado y era tan pulcro como la nariz inclinada de una actriz cómica. Daba toda la impresión de creer que estaba efectuando un trabajo o una misión importante al servicio del Estado. Contemplaba a las mujeres que pasaban con cariño y benevolencia, puesto que, al fin y al cabo, estaban bajo su protección. Livia se dio cuenta inmediatamente de que aquél era su hombre. Al principio, él la había tratado con una cortesía exquisitamente filial, pero ella no tardó en poner fin a esa situación con un torrente de lisonjas, unos pocos regalos encantadores que indicaban la existencia de una riqueza oculta, y las cenas ligeras que le ofreció en su tienda por las noches. Ahora, él la amaba, o sentía por ella tanta devoción como un perro con un amo indulgente. Ella era una fuente de recompensas.
Y Livia disfrutaba de él. Faenzi era un amante maravilloso y alegre, sin un solo pensamiento serio en su cabeza. Lo prefería en la cama mucho más que a aquellos jóvenes y sombríos revolucionarios consumidos por la culpabilidad y maltratados por la conciencia con los que ella se acostaba sólo porque eran sus camaradas políticos.
Faenzi se convirtió en su animal de compañía; ella le llamaba cariñosamente Zonzi. Cuando entró en la tienda y cerró la puerta, ella se le acercó con el mayor afecto y deseo, impulsada por su mala conciencia. Pobre Zonzi, la Brigada Antiterrorista Italiana lo descubriría todo y observaría el hecho de que ella hubiera desaparecido de la escena. Sin lugar a dudas, Zonzi habría fanfarroneado acerca de su conquista; después de todo, ella era una mujer mayor y experimentada y no necesitaba proteger su honor. De ese modo, se descubrirían sus relaciones. Pobre Zonzi, este almuerzo sería su última hora de felicidad.
Hicieron el amor, con rapidez y movimientos expertos por parte de ella, con entusiasmo y alegría por parte de él. Livia sopesó la ironía de que allí se hubiera desarrollado un acto del que ella había disfrutado por completo y que, sin embargo, había servido para sus propósitos como mujer revolucionaria. Zonzi sería castigado por su orgullo y su presunción, por su amor condescendiente para con una mujer mayor, y ella habría alcanzado una victoria táctica y estratégica. Y, no obstante, pobre Zonzi. Qué hermoso era desnudo, con su piel de color oliváceo, los grandes ojos de conejo y el cabello tan negro, el elegante bigote, el pene y los testículos firmes como el bronce.
—Ah, Zonzi, Zonzi —le susurró entre sus muslos—. Recuerda siempre que te amo.
Lo que no era cierto, pero quizá pudiera reparar el ego hecho pedazos mientras pasara su tiempo en prisión.
Le sirvió una cena maravillosa, bebieron una excelente botella de vino y luego volvieron a hacer el amor. Zonzi se vistió, le dio un beso de despedida y tuvo el grato sentimiento de creerse merecedor de tan buena fortuna. Una vez que se hubo marchado, ella echó un prolongado vistazo a la tienda. Recogió todas sus pertenencias, junto con algunas ropas extra, y utilizó la maleta de Yabril para transportarlas. Eso era parte de las instrucciones. No debía quedar el menor rastro de Yabril. Su última tarea consistía en borrar todas las huellas evidentes que hubiera podido dejar en la tienda, aunque eso no era más que una pérdida de tiempo, ya que, probablemente, no las borraría todas. Luego, llevando la maleta, salió, cerró la tienda con llave y abandonó la terminal. En el exterior, bajo el brillante sol dominical, una mujer de su propio equipo la esperaba ya en un coche. Subió al vehículo, le dio un fugaz beso de saludo a la conductora y dijo casi con pena: