La cuarta K (5 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

Eugene Dazzy, el jefe del estado mayor de Kennedy, era un hombre muy afable cuyo mayor talento consistía en evitar hacerse enemigos entre aquellas personas cuyos importantes deseos y peticiones especiales eran denegados por el presidente. Dazzy inclinó su cabeza calva sobre las notas, haciendo que la parte superior de su cuerpo se tensara contra la tela de la chaqueta hecha a medida. Habló con un tono de voz indiferente.

—¿Por qué no volver a presentarse? Tendría un buen trabajo que hacer. El Congreso le diría lo que debe hacer y se negaría a hacer lo que usted desearía que se hiciera. Todo seguiría igual. Excepto en la política exterior; en ese aspecto se puede usted divertir un poco. Incluso es posible que pueda hacer algún bien. Cierto, el mundo parece estar desmoronándose y los otros países nos echan toda la mierda a nosotros, incluso los pequeños. Ayudados, como muy bien sabemos, por las compañías estadounidenses y sus afiliadas internacionales. Nuestro ejército tiene en la actualidad unos efectivos un cincuenta por ciento inferiores a los que debiera, y hemos educado tan bien a nuestros muchachos, que se han vuelto demasiado astutos como para ser patrióticos. Desde luego, disponemos de nuestra tecnología, pero ¿quién compra nuestros productos? Nuestra balanza de pagos no tiene solución. Japón nos vende mucho más, Israel tiene un ejército más efectivo. Desde esa base, lo único que se puede hacer es mejorar. Yo digo que debe usted presentarse a la reelección, relajarse y pasárselo bien durante cuatro años. Qué demonios, no es un mal trabajo, y puede usted utilizar el dinero.Dazzy sonrió y movió una mano para demostrar que, por lo menos, estaba medio bromeando.

Los cuatro miembros del equipo miraron atentamente a Kennedy, a pesar de sus actitudes indiferentes. Ninguno de ellos tuvo la impresión de que Dazzy hubiera sido irrespetuoso; la burla existente en sus observaciones era una actitud que el propio Kennedy había estimulado durante los tres años anteriores.

Arthur Wix, el asesor de Seguridad Nacional, un hombre corpulento, con un gran rostro de características urbanas, es decir, étnico, nacido de padre judío y madre italiana, era capaz de mostrarse muy chistoso, pero siempre con un poco de respeto por el cargo presidencial y por Kennedy. Ahora no se lo permitió así. Como asesor de Seguridad Nacional, tenía la sensación de que sus responsabilidades le obligaban a mostrarse mucho más serio que los demás. Así pues, habló con un tono sereno y persuasivo, en el que aún se percibía el deje neoyorquino.

—Euge puede pensar que está bromeando —dijo haciendo un movimiento con la mano para indicar a Dazzy—, pero lo cierto es que puede hacer una contribución muy valiosa a la política exterior de nuestro país. Tenemos mucha más influencia de lo que se cree en Europa o Asia. Creo imperativo que se presente usted a un segundo mandato. Después de todo, el presidente de Estados Unidos tiene el poder de un rey en lo que se refiere a política exterior.

Los otros miembros del equipo volvieron a observar a Kennedy para ver cuál era su reacción, pero éste se limitó a volverse hacia el hombre con quien mantenía una relación más íntima, incluso mayor que con Dazzy.

—¿Qué piensa de todo esto, Chris? —preguntó Kennedy.

Christian Klee era el fiscal general de Estados Unidos. Y, en una jugada extraordinaria realizada por Kennedy, también había sido nombrado jefe del FBI y del servicio secreto que protegía al presidente. Controlaba, esencialmente, todo el sistema de seguridad interna de Estados Unidos. Kennedy había pagado un fuerte precio político por ello, ya que, a cambio, había permitido que el Congreso nombrara a dos miembros del Tribunal Supremo, tres miembros de su Gabinete y al embajador en Gran Bretaña.

—Señor presidente, tiene usted que tomar una decisión sobre dos cosas —dijo Christian Klee—. En primer lugar, ¿quiere presentarse realmente a la reelección para presidente? Sabe que puede ganar sólo con su voz y su sonrisa en la televisión. Desde luego, su Administración no ha sido una mierda para este país. Así que, ¿lo desea realmente? La segunda cuestión es: ¿todavía desea hacer algo por este país? ¿Quiere luchar contra todos sus enemigos, tanto internos como externos? ¿Quiere volver a situar a este país en su camino verdadero? Porque yo creo que este país se muere, creo que es como un dinosaurio que corre el peligro de extinguirse. ¿O acaso sólo pretende disfrutar de cuatro años de vacaciones y utilizar la Casa Blanca como una especie de club campestre de carácter privado? —Christian se detuvo un momento y añadió con una sonrisa-: En realidad, son tres preguntas.

Christian Klee y Francis Kennedy se habían conocido en la universidad. En aquel entonces, Christian ya era uno de los jóvenes más sobresalientes de Harvard, mientras que Kennedy sólo había contado con su propio círculo interno de admiradores. Sin embargo, Christian se convirtió en uno de ellos. Ahora, el presidente Kennedy miró atentamente a Christian Klee.

—La respuesta a cada una de sus preguntas es negativa —contestó con sequedad.

Luego se volvió hacia su principal asesor político y enlace con el Congreso. Se trataba de Oddblood Gray, el más joven del equipo, puesto que sólo hacía diez años que había terminado sus estudios en la universidad.

Oddblood Gray había surgido del movimiento negro de izquierdas, a través de Harvard y una beca en Rhodes. El idealismo de su juventud quizá se había visto corrompido por su genio político instintivo. Conocía cómo funcionaba realmente el gobierno, en qué lugares se podía presionar, cuándo podía usarse la fuerza bruta del clientelismo, deslizarse para ocupar un lugar o rendirse graciosamente. Kennedy había ignorado su advertencia de no intentar imponer sus nuevos programas a través del Congreso. Gray había predicho grandes derrotas en ese sentido.

—Díganos lo que piensa, Otto —le dijo Kennedy.

—Renuncie mientras aún esté perdiendo —contestó Oddblood Gray. Kennedy sonrió y los otros se echaron a reír. El asesor político continuó-: El Congreso se burla de usted, la prensa le da patadas en el trasero. Los cabilderos
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y las grandes corporaciones han estrangulado sus programas. Los trabajadores se sienten desilusionados con usted, los intelectuales tienen la sensación de que los ha traicionado. El ala derecha y el ala izquierda de este país sólo están de acuerdo en una cosa: que es usted un camelo. Está tratando de conducir este condenado y gran Cadillac de país y resulta que el volante no funciona. Y encima, cada maldito maníaco de este país tiene la oportunidad de quitarle de en medio cada cuatro años. Realice el truco del sombrero. Salgamos todos nosotros de esta condenada Casa Blanca.

—¿Cree que podría ser reelegido? —preguntó Kennedy con una sonrisa.

—Desde luego —contestó Oddblood Gray fingiendo una expresión de sorpresa—. En este país siempre se elige a los presidentes inútiles. Hasta sus peores enemigos desearían verle reelegido.

Kennedy sonrió. Estaban tratando de impulsarle hacia la reelección mediante el método de apelar a su orgullo. Ninguno de ellos deseaba abandonar este centro de poder, Washington, la Casa Blanca. Era mucho mejor seguir siendo un león sin garras que no poder ser ni siquiera un león. Entonces, Oddblood Gray habló de nuevo.

—Podríamos hacer algún bien si actuáramos de un modo diferente. Si pusiera realmente todo su corazón en ello.

—Usted es la única esperanza, señor presidente —intervino Eugene Dazzy—. Los ricos son demasiado ricos, los pobres demasiado pobres. Este país se está convirtiendo en terreno abonado para las grandes industrias, para Wall Street. Se están volviendo locos, sin pensar en el futuro. Podemos continuar durante décadas cuesta abajo, pero el problema, el gran problema ya está en camino. Usted tiene una oportunidad para darle la vuelta a todo durante los próximos cuatro años.

Esperaron su respuesta, aunque con sentimientos diferentes. Resultaba insólito que los asesores políticos mantuvieran lazos personales tan fuertes con su presidente, pero todos estos hombres le tenían una cierta clase de respeto.

Francis Kennedy poseía un carisma arrollador. No se trataba únicamente de que supiera imponerse físicamente, aunque, de hecho, tenía una especie de belleza física que reflejaba la de sus dos famosos tíos, sino que además tenía una brillantez intelectual que era rara, e incluso exótica para un político. Había sido un abogado de éxito, un autor de temas científicos, tenía conocimientos de física y un gusto impecable para la literatura. Comprendía incluso la teoría económica sin necesidad de los bonzos financieros. Y mostraba por el hombre ordinario una simpatía que era insólita en un hombre nacido entre la riqueza y que jamás había tenido ningún tipo de preocupación económica.

—Tiene que pensárselo más, señor presidente —dijo Eugene Dazzy rompiendo el silencio—. Helen tiene razón.

Pero todos ellos habían comprendido con claridad que Kennedy ya había tomado su decisión. No volvería a presentarse para la reelección. Éste era el final del camino para todos ellos.

—Haré un anuncio formal después de las vacaciones de Semana Santa —dijo Kennedy encogiéndose de hombros—. Eugene, pídale a su personal que empiece a preparar el papeleo. Mi consejo, amigos, es que empiecen a buscarse trabajo en las grandes firmas de abogados o en las industrias de defensa.

Aceptaron estas palabras como una despedida y se marcharon, a excepción de Christian Klee.

—¿Estará Theresa en casa para pasar las vacaciones? —preguntó Christian con tono indiferente.

—Está en Roma en compañía de un nuevo novio —contestó Fran-cis Kennedy encogiéndose de hombros—. Tomará el avión el Domingo de Resurrección. Siempre se ha empeñado en despreciar las fiestas religiosas.

—Me alegro de que este infierno se termine para ella —dijo Christian—. No puedo protegerla bien en Europa. Y ella cree que puede abrir la boca allí sin que se nos informe aquí. —Hizo una breve pausa y añadió-: Si vuelve usted a presentarse, tendrá que mantener a su hija fuera de la vista o renegar de ella.

—Eso ya no importa —dijo Kennedy echándose a reír—. No voy a presentarme de nuevo, Christian. Haga otros planes.

—De acuerdo —asintió Christian—. Y ahora hablemos de la fiesta de cumpleaños para
El Oráculo
. Parece que la está esperando con verdadera ilusión.-No se preocupe —dijo Kennedy—. Le trataré de la forma más espléndida. Dios mío, cumple cien años y aún espera con ilusión su fiesta de cumpleaños.

—Era y es un gran hombre —dijo Christian.

—A usted siempre le ha gustado mucho más que a mí —dijo Kennedy dirigiéndole una mirada escrutadora—. Tuvo sus defectos, y cometió sus errores.

—Desde luego —admitió Christian—, pero jamás vi a un hombre que controlara mejor su vida. Cambió mi vida con su consejo y con su guía. —Christian se detuvo un momento—. Esta noche voy a cenar con él, así que le diré que la fiesta está definitivamente en marcha.

—Eso se lo puede decir con toda seguridad —dijo Kennedy sonriendo secamente.

Al final de la jornada, Kennedy firmó algunos documentos en el despacho Oval, luego permaneció sentado ante la mesa y se quedó mirando por los ventanales. Podía ver la parte superior de la verja que rodeaba los terrenos de la Casa Blanca, de hierro negro con espino blanco electrificado. Se sintió incómodo, como siempre, al saberse tan cerca de las calles y del público, aunque también sabía muy bien que la aparente vulnerabilidad ante un ataque no era más que una ilusión. Se hallaba extraordinariamente bien protegido. Había siete perímetros protegiendo la Casa Blanca. En tres kilómetros a la redonda todo edificio disponía de un equipo de seguridad en los tejados y en los pisos. Todas las calles que conducían a la Casa Blanca estaban cubiertas por fuego rápido y oculto, y por armas pesadas. Entre los turistas que acudían a cientos por las mañanas para visitar la planta baja de la Casa Blanca se hallaban infiltrados agentes del servicio secreto que circulaban constantemente entre ellos, tomando parte en las pequeñas conversaciones, con la mirada siempre alerta. Cada centímetro de la Casa Blanca que se permitía visitar estaba protegido, hasta más allá de los cordones de seguridad, por monitores de televisión y un equipo especial de sonido capaz de registrar hasta los susurros más secretos. Los guardias armados manejaban computadoras especiales instaladas en mesas que podían servir como barricadas en cada esquina de los pasillos. Y durante estas visitas públicas, Kennedy siempre se encontraba arriba,en el cuarto piso, especialmente construido para servirle de alojamiento. Unas habitaciones protegidas por suelos, paredes y techos especialmente reforzados.

Ahora, en el famoso despacho Oval, que él raras veces utilizaba como no fuera para firmar documentos oficiales en ceremonias especiales, Francis Kennedy se relajó para disfrutar de uno de los pocos minutos del día en que se encontraba completamente a solas. Tomó un habano largo y delgado del humidificador que había sobre su mesa y palpó entre los dedos la textura aceitosa de la envoltura de hoja. Cortó el extremo, lo encendió cuidadosamente, aspiró la primera y deliciosa bocanada de humo y miró a través de los cristales de los ventanales, a prueba de balas.

Se vio a sí mismo de niño, caminando por un enorme prado verde, hacia el lejano puesto de guardia pintado de blanco, y echar luego a correr para saludar a su tío Jack y a su tío Robert. Cómo los había querido. El tío Jack estaba tan lleno de encanto, era tan infantil y, sin embargo, tan poderoso, que incluso transmitía a un niño la esperanza de que podía ejercer el poder sobre el mundo. Y el tío Robert, tan serio y formal y, sin embargo, tan gentil y juguetón. Y Francis Kennedy pensó: «No, le llamábamos tío Bobby, no Robert, ¿o le llamábamos así a veces?». No podía recordarlo.

Pero sí recordaba un día, hacía ya más de cuarenta años, en que echó a correr hacia sus dos tíos sobre aquel mismo prado, y cómo cada uno de ellos le había tomado por un brazo de modo que sus pies no tocaran el suelo, llevándolo en volandas hacia el interior de la Casa Blanca.

Y ahora, él estaba sentado en su lugar. El poder que tanto respeto le había causado de niño era suyo ahora. Era una pena que la memoria fuera capaz de evocar tanto dolor, tanta belleza y tanta desilusión. Porque él estaba abandonando aquello por lo que ellos habían muerto.

Sin embargo, en este Viernes Santo, Francis Xavier Kennedy no podía saber que todo eso se vería cambiado por dos revolucionarios insignificantes que estaban en Roma.

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