La cuarta K (42 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

Una vez pasada la conmoción y el horror, en las ciudades pequeñas y en las zonas rurales perduró una sobria satisfacción. Nueva York había recibido lo que se merecía. Había sido una pena que la bomba no hubiera sido más grande y hubiese volado toda la ciudad, con sus ricos hedonistas, sus semitas confabulados, sus negros criminales. Después de todo, al parecer había un Dios justo en el cielo. Un Dios que había elegido el lugar correcto para aplicar este gran castigo. Pero el país también estaba atenazado por el temor de que su destino, sus vidas, su propio mundo y su posteridad pudieran ser rehenes de unos cuantos semejantes que estuvieran locos. Kennedy percibió todo eso.

Cada viernes por la noche aparecía en televisión para transmitir un informe al pueblo. En realidad, se trataba de discursos de campaña hábilmente disfrazados, pero ahora ya no tenía problema alguno para acceder a las emisoras de televisión.

Anunció que durante su segundo mandato sería aún más duro con el crimen. Volvería a luchar para dar a cada estadounidense la oportunidad de comprarse una casa nueva, cubrir sus costes sanitarios y asegurarse de que sus hijos pudieran acceder a una educación superior. Y resaltó, sobre todo, que eso no era socialismo. El coste de todos estos programas sociales se pagaría, sencillamente, detrayéndolo de las grandes y ricas empresas de Estados Unidos. Declaró no abogar por el socialismo, y que sólo deseaba proteger al pueblo de Estados Unidos de sus ricos «regios». Y eso fue algo que dijo una y otra vez.

Los miembros del club Sócrates contemplaron todas estas apariciones en televisión con cólera y desprecio. Ya habían visto antes a otros demagogos similares, a los harapientos profetas políticos de las tierras del Sur, a los comunistas puritanos del corazón del Oeste, todos ellos predicando un evangelio que abogaba en favor de robar a los ricos. Esos movimientos siempre habían sido arrollados por el buen sentido del pueblo. Pero ahora había dos cosas que preocupaban al club Sócrates. Una era que un político, incluso un presidente, prometiera al electorado un lugar en el cielo, y otra muy distinta que ese hombre fuera Kennedy. Francis Kennedy era el orador más carismático que hubiera pasado nunca por la televisión. No sólo se trataba de su extraordinaria presencia física, de su estilo perfecto, o de la mezcla de rasgos patricios con los ordinarios. Además de eso, nunca dejaba de demostrar su buen humor. Poseía la alegre franqueza del mejor amigo, la familiaridad del hermano mayor favorito; establecía sus puntos de vista con un ingenio deslumbrante. Encantaba con todo esto a las audiencias de televisión, pero, sobre todo, proponía sus teorías de gobierno con una agudeza y claridad que permitían que el pueblo comprendiera lo que decía, así como sus objetivos.

Utilizó ciertas frases hechas y pequeños discursos que llegaban directamente al corazón.

—Declararemos la guerra a todas las tragedias cotidianas de la existencia humana —dijo—, no a otras naciones.

Repitió la famosa pregunta que ya había utilizado en su primera campaña:

—¿Cómo es posible que surja prosperidad en el mundo después de cada gran guerra, cuando se han gastado cientos de miles de millones de dólares, despilfarrándolos en la muerte? ¿Y si se hubiera utilizado todo ese dinero en la mejora de la humanidad?

Bromeó diciendo que, con el coste de un submarino nuclear, podrían construirse mil casas para los pobres. Con el coste de una flota de bombarderos
Stealth
se podrían financiar un millón de casas.

—Nos haremos a la idea de que todos esos artefactos se han perdido en maniobras —dijo—. Eso es algo que ya ha sucedido antes y, además, con la pérdida de valiosas vidas humanas. Simplemente, nos haremos a la idea de que ha sido así.

Cuando los críticos señalaron que se resentiría la defensa de Estados Unidos, dijo que los informes estadísticos del departamento de Defensa eran secretos, y que nadie lo sabría. Esta clase de réplicas, dichas a la ligera, enfurecían a los medios de comunicación mucho más que al Congreso o al club Sócrates.

Pero lo que el club Sócrates veía con la mayor alarma inmediataeran los nombramientos de Kennedy para la dirección de las agencias reguladoras; se trataba en su mayoría de izquierdistas que seguían la visión de Kennedy de limitar ampliamente el poder de las grandes corporaciones. Estaba además su programa para romper el monopolio de las emisoras de televisión, los periódicos y las compañías editoriales, que debían separar sus productos. Una misma corporación ya no podría mantener la actividad en las tres divisiones de los medios de comunicación. Si se era propietario de una emisora de televisión, sólo podía desarrollarse la actividad en la televisión; si se era propietario de una editorial, sólo se podía publicar libros, y lo mismo sucedía con los periódicos y los estudios cinematográficos. Francis Kennedy dirigió a la nación un fuerte discurso hablando de este tema. Citó el caso de Lawrence Salentine como ejemplo característico. Salentine no sólo era propietario de una gran cadena de televisión y algunas de las mayores compañías de televisión por cable del país, sino que también poseía un estudio cinematográfico en California, una de las mayores editoriales y una cadena de periódicos. Kennedy le dijo a su audiencia que el hecho de que un solo hombre controlara tantos medios de comunicación iba en contra del mismo principio de la democracia. Eso significaba tanto como conceder más de un voto a una sola persona.

El Congreso, el club Sócrates y casi todas las demás grandes empresas del país se unieron para oponerse a él. De ese modo se preparó el escenario para que se librara una de las mayores batallas políticas en la historia de Estados Unidos.

El club Sócrates decidió organizar un seminario en California acerca de cómo derrotar a Kennedy en las elecciones de noviembre. Lawrence Salentine estaba muy preocupado. Sabía que el fiscal general estaba preparando graves acusaciones sobre las actividades de Bert Audick y acumulaba sus investigaciones sobre los acuerdos financieros de Martin Mutford. Greenwell estaba demasiado limpio como para tener problemas, y Salentine no se sentía preocupado por él. Pero sabía lo muy vulnerable que era su propio imperio en los medios de comunicación. Se habían salido tanto con la suya durante tantos años, que se habían vuelto descuidados. Su compañía editora de libros y revistas no tenía ningún problema. Nadie le haría el menor daño a los medios impresos, ya que la protección constitucional era demasiado fuerte. Aunque, desde luego, un hombre tan astuto como Klee siempre podía aumentar las tarifas postales.

Pero lo que más preocupaba a Salentine era su imperio televisivo. Después de todo, las ondas pertenecían al gobierno, y era éste el que las distribuía. Las emisoras de televisión funcionaban sobre la base de una licencia. Para Salentine siempre había sido motivo de sorpresa que el gobierno permitiera a la empresa privada utilizar esas ondas y ganar tanto dinero, sin aplicar los impuestos correspondientes. Se estremeció ante la idea de que pudiera establecerse una Comisaría Federal de Comunicaciones bajo la dirección de Kennedy. Eso podía significar el fin de la televisión y las compañías de televisión por cable tal y como estaban constituidas ahora.

También se sentía preocupado por Louis Inch. Le molestaba su estupidez y falta de sensibilidad. ¿Cómo podía haberse enriquecido tanto un tipo tan obtuso? Era como uno de esos idiotas que poseían la misteriosa capacidad para resolver ecuaciones matemáticas. Aquel hombre era un verdadero genio para las operaciones inmobiliarias, y el sueño simplista de aquel idiota consistía en una única idea: construir siempre verticalmente, nunca horizontalmente.

El hombre no tenía ni la más remota sospecha de lo mucho que se le odiaba, incluso por sus colaboradores más cercanos, pero sobre todo por parte de las personas que vivían en los centros de las ciudades, por los negros e hispanos que habitaban en los barrios pobres, y por los blancos de la clase trabajadora que vivían en las zonas rurales y en las ciudades pequeñas. Parecía como si toda aquella gente fuera capaz de oler su avidez, su insensibilidad para con las necesidades humanas. Si las cosas empezaban a ir mal, aquel hombre podía convertirse en una carga onerosa. Pero lo necesitaban en la lucha que se avecinaba contra Kennedy. Louis Inch no tenía miedo de asomar la cabeza. Aquel hombre tenía verdadero valor. No tenía miedo de sobornar a nadie. Y eso siempre es una ventaja a tener en cuenta, tanto en una democracia como en una dictadura.

Louis Inch, que era, desde luego, el hombre más odiado en la ciudad de Nueva York, se ofreció voluntario para restaurar la zona de la ciudad afectada por la explosión atómica. Las ocho manzanas serían purificadas con monumentos de mármol distribuidos por una zona boscosa y verde. Lo haría a su costa, sin obtener beneficios, y el proyecto quedaría terminado en seis meses. Afortunadamente, la radiación había sido mínima.

Todo el mundo sabía que Louis Inch hacía las cosas mucho mejor que cualquier agencia gubernamental. Desde luego, él sabía que, con todo, ganaría una buena cantidad de dinero a través de sus empresas subsidiarias en la construcción, las comisiones de planificación y los comités asesores. Y la publicidad que se haría iba a ser de un valor inestimable.

Louis Inch era uno de los hombres más ricos del país. Su padre había sido el habitual propietario de viviendas de la gran ciudad, capaz de cortar la calefacción, disminuir los servicios y expulsar a los inquilinos para construir pisos mucho más caros. El soborno de los inspectores de la construcción era una habilidad que había aprendido sobre las rodillas de su progenitor. Más tarde, armado con un título universitario en dirección de empresas y en derecho, sobornó a los ediles municipales, los presidentes de distrito y sus equipos, e incluso a los alcaldes.

Fue él quien luchó contra las leyes de control de alquileres en Nueva York, el que estableció los acuerdos inmobiliarios que le permitieron construir rascacielos a lo largo de Central Park, un parque convertido ahora en una marquesina de monstruosos edificios de acero en los que se alojaban corredores de bolsa de Wall Street, profesores de prestigiosas universidades, escritores famosos, artistas de moda y los
chefs
de los restaurantes más caros.

El reverendo Foxworth acusó a Louis Inch de ser el responsable de los horribles barrios bajos de la parte superior del West Side, el Bronx, Harlem y Coney Island, debido simplemente a la gran cantidad de viviendas que había destruido en su peculiar reconstrucción de Nueva York. También le acusó de bloquear la rehabilitación del distrito de Times Square, al mismo tiempo que compraba en secreto edificios y manzanas enteras. Ante estas acusaciones, Inch replicó que el reverendo Foxworth representaba a gentes que siempre le pedirían a uno la mitad de lo que tuviera, aunque sólo fuera una bolsa llena de mierda.

Otra de las estrategias de Inch consistía en apoyar las leyes municipales que exigían que los propietarios alquilaran sus viviendas acualquiera, independientemente de la raza o el credo. Había pronunciado discursos apoyando esas leyes, porque eso ayudaba a eliminar del mercado a los pequeños propietarios. Un propietario que sólo tenía para alquilar el piso de arriba y/o el sótano de su casa, tenía que aceptar a borrachos, esquizofrénicos, traficantes de drogas, violadores y artistas del asalto a mano armada. Finalmente, esos pequeños propietarios se fueron sintiendo desilusionados, vendieron sus casas y se trasladaron a los suburbios.

Pero Louis Inch ya había dejado atrás todo eso, y ahora había ascendido de clase. Los millonarios abundaban, y él era una de las aproximadamente cien personas que tenían más de mil millones de dólares en Estados Unidos. Era propietario de compañías de autobuses, hoteles y hasta de una línea aérea. Poseía uno de los casinos-hotel más grandes de Atlantic City, así como edificios de apartamentos en Santa Mónica, California, aunque precisamente las propiedades de Santa Mónica eran las que le causaban mayores problemas.

Había pasado a formar parte del club Sócrates porque creía que sus poderosos miembros podrían ayudarle a solucionar sus problemas inmobiliarios en aquel lugar. El golf era un deporte perfecto para organizar conspiraciones. Se intercambiaban bromas, se hacía ejercicio sano y se llegaba a acuerdos. ¿Y qué otra cosa podía ser más inocente que practicar el golf? Ni los más fanáticos investigadores de los comités del Congreso, o los jueces-verdugo de la prensa podrían acusar a los golfistas de intencionalidad criminal.

El club Sócrates resultó ser mucho mejor de lo que Inch había sospechado. Entabló amistad con las aproximadamente cien personas que controlaban el aparato económico y la maquinaria política del país. Fue en el club Sócrates donde Louis Inch se hizo miembro de la Liga del Dinero, que tenía capacidad para comprar de una sola vez a toda una delegación del Congreso de un estado. Claro que no se les podía comprar por completo, ya que aquí no se hablaba de abstracciones, como el diablo y Dios, el bien y el mal, la virtud y el pecado. No, aquí se hablaba de política, de aquello que era posible hacer. Había momentos en que un congresista tenía que oponerse a otro para ganar la reelección. Cierto que el noventa y ocho por ciento de los congresistas resultaban reelegidos, pero siempre quedaba aquel otro dos por ciento que tenían que escuchar a sus votantes.Louis Inch tenía un sueño imposible. No, no quería llegar a ser presidente de Estados Unidos; sabía que nunca se borraría su estigma como propietario de viviendas de alquiler. El lavado que le dio al rostro de Nueva York fue un asesinato arquitectónico. Había millones de habitantes que vivían en barrios pobres en Nueva York, Chicago y, sobre todo, Santa Mónica a los que nada les gustaría más que lanzarse a las calles dispuestos a colocar su cabeza en una pica. No, su verdadero sueño consistía en convertirse en el primer hombre del mundo civilizado moderno que alcanzara una fortuna personal de cien mil millones de dólares. Ser un multimillonario plebeyo que habría ganado su fortuna con las manos encallecidas de un trabajador.

Inch sólo vivía para que llegara el día en que pudiera decirle a Bert Audick: «Ya tengo mil unidades». Siempre le había irritado que los petroleros texanos hablaran en unidades. En Texas, una «unidad» equivalía a cien millones de dólares. Después de la destrucción de la ciudad de Dak, Audick dijo: «Dios mió, he perdido allí quinientas unidades». Inch se había prometido a sí mismo que algún día le diría a Audick: «Demonios, ya tengo mil unidades en propiedades inmobiliarias», ante lo que, sin lugar a dudas, Audick lanzaría un silbido y diría: «Cien mil millones de dólares», a lo que Inch replicaría: «Oh, no, un billón de dólares. En Nueva York, una unidad son mil millones de dólares». Eso arreglaría para siempre todas aquellas tonterías de los de Texas.

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