La cuarta K (43 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

Para convertir ese sueño en realidad, a Louis Inch se le ocurrió el concepto de «espacio aéreo». Es decir, compraría el espacio aéreo situado por encima de los edificios existentes y construiría sobre ellos. Ese espacio aéreo podía comprarse por casi nada. Se trataba de un concepto nuevo, del mismo modo que lo habían sido los terrenos pantanosos cuando su abuelo empezó a comprarlos, sabiendo que la tecnología solucionaría el problema de drenar las marismas y convertirlas en provechosas hectáreas para la construcción. Del mismo modo, Louis Inch sabía que podría construir encima de los edificios existentes de las grandes ciudades. El problema consistía en impedir que la gente y sus legisladores le detuvieran en sus proyectos. Eso le exigiría tiempo y una enorme inversión, pero confiaba en poder lograrlo. Cierto que ciudades como Chicago, Nueva York, Dallas o Miami se transformarían en gigantescas prisiones de acero y cemento, pero la gente no tenía por qué vivir allí, excepto la élite, a la que tanto le gustaban los museos, los cines, el teatro y la música. Naturalmente, habría pequeños barrios con tiendas para los artistas.

Y, desde luego, la cuestión era que si Louis Inch alcanzaba finalmente el éxito, ya no quedarían barrios pobres en la ciudad de Nueva York. Simplemente, porque los criminales y las clases trabajadoras no podrían pagar los alquileres. Tendrían que venir desde los suburbios, en trenes o autobuses especiales, y se marcharían al caer la noche. De ese modo, los inquilinos y propietarios de los edificios de apartamentos construidos por la Inch Corporation podrían salir para ir al teatro, las discotecas, los restaurantes caros, sin tener que preocuparse de las calles oscuras de la ciudad. Podrían pasear por las avenidas, e incluso aventurarse por las calles secundarias y los parques rodeados de una gran seguridad relativa. ¿Y qué pagarían por disfrutar de tales paraísos? Fortunas.

Louis Inch tenía una debilidad. Amaba a su esposa Theodora. Era una rubia opulenta, dotada de conciencia social y un corazón tierno. La había conocido cuando ella estudiaba en la universidad de Nueva York y él había pronunciado una conferencia sobre cómo los propietarios inmobiliarios afectaban a la cultura de las grandes ciudades. Como suele suceder con tantos hombres orientados hacia el dinero, Louis admiraba a las mujeres que consideraban el dinero como algo sin valor en sí mismo. Le gustó la conciencia social de Theodora, el amor que ella sentía por sus semejantes y su deseo de ayudarles. Le encantó su buen humor y su naturalidad. Y le gustó sobre todo su excelente sexualidad, gracias a la cual pasarse una o dos horas en la cama, antes de cenar, formaba una parte importante de un día constructivo para ella. Por la noche, ella estudiaba antes de acostarse, leía, escuchaba cintas educativas con los auriculares puestos y tomaba notas sobre lo que haría al día siguiente.

Ambos se complementaban a la perfección. Él era una rareza en la sociedad estadounidense, un hombre muy rico feliz en su matrimonio, feliz en su trabajo, encantado con las ambiciones de su esposa. De ese modo, pudo dedicar todos sus sueños a convertirse en multimillonario, porque, en el aspecto de la aventura y el riesgo, podía dedicarse a comprar el infinito espacio aéreo de las grandes ciudades.

La felicidad del matrimonio Inch duró diez años. La primera y pequeña grieta fue causada precisamente por el reverendo Foxworth. Theodora Inch lo admiraba como uno de los grandes líderes negros del país que seguía la tradición de Martin Luther King.

La propia Theodora se convirtió en una de las líderes del grupo de mujeres ricas decididas a devolver el dinero de sus maridos a los pobres, y a organizar una enorme fiesta social en beneficio de los que no tenían hogar. Las entradas se vendían a diez mil dólares la pareja y lo recaudado se emplearía para construir un enorme refugio para los desamparados. El baile se celebraría en el hotel Plaza y sería uno de los mayores acontecimientos sociales en la historia de Nueva York. También demostraría que a la familia Inch le importaba mucho el bienestar social de Nueva York.

Theodora Inch solicitó la ayuda del reverendo Baxter Foxworth para asegurar la presencia en el baile de los representantes del poder negro. Con una divertida amabilidad, el reverendo le dijo que había muy pocos negros lo bastante ricos como para permitirse pagar el precio de la entrada. Theodora Inch le aseguró que le entregaría gratis un talonario de cincuenta entradas. El reverendo aceptó.

Los periódicos se vieron plagados de noticias intrigantes sobre el acontecimiento; se exigiría que los participantes acudieran ataviados con vestimentas de época para representar las diferentes etapas históricas de la ciudad de Nueva York. Llevarían disfraces de antiguos alcaldes, políticos famosos y barones del robo. Al baile asistirían mil personas, aunque, en realidad, se habían vendido más entradas. Todas las grandes corporaciones comprendieron que tenían que comprar varias entradas para asegurarse la buena voluntad de los funcionarios municipales y del imperio inmobiliario Inch. Las empresas de Wall Street se mostraron especialmente generosas; los corredores de bolsa estaban cansados de acudir a trabajar para tropezar con borrachos que dormían en las plazas ornamentadas de los hermosos rascacielos que Louis Inch había construido para ellos.

La noche del baile, todo estaba preparado. Las unidades móviles de la televisión rodeaban el hotel Plaza, y las largas hileras de limusinas se extendían y embotellaban la zona hasta la calle Setenta y dos, para llegar a la entrada del Plaza, en la Cincuenta y nueve. Cuando las limusinas llegaban a la altura de la Sesenta, eran saludadas por enjambres de hombres y mujeres sin hogar, vestidos con sucios harapos, que limpiaban los parabrisas de las limusinas y luego extendían las sucias palmas de sus manos en busca de una propina. Y no recibían nada.

La audiencia de televisión no comprendió que los muy ricos casi nunca llevan dinero en metálico. ¿Quién no ha conocido a algún personaje famoso que se ha visto obligado a pedir prestado un dólar para dárselo de propina a la persona que atiende los lavabos? Pero lo cierto es que la imagen televisiva que se vio en Estados Unidos fue la de la gente pobre rechazada por los muy ricos.

Ésa fue la pequeña chanza del reverendo Foxworth. El bueno del reverendo había reclutado a alcohólicos y drogadictos, los había llevado hasta los alrededores del hotel Plaza, en camionetas especiales, y los había soltado por allí para que mendigaran. El mensaje que dirigía al imperio Inch era que no se podía comprar a la oposición con tanta facilidad.

Al día siguiente, Louis Inch contraatacó. Ordenó que se fabricaran un millón de chapas con la leyenda «QUIERO A NUEVA YORK», en forma de enormes óvalos blancos y rojos, y las distribuyó gratuitamente a todo el mundo en sus hoteles y corporaciones.

Pero su esposa quedó encantada con esta broma humillante y, al día siguiente, al encontrarse con el reverendo Baxter Foxworth con la intención de reprochárselo, se convirtió en su amante secreta.

Convocado a la reunión del club Sócrates en California, Louis Inch inició un viaje por Estados Unidos para conferenciar con las grandes corporaciones inmobiliarias de las grandes ciudades. Obtuvo de ellas la promesa de contribuir con dinero para lograr la derrota de Kennedy. Pocos días más tarde, al llegar a Los Ángeles, decidió hacer un viaje a Santa Mónica, antes de acudir al seminario.

Santa Mónica era una de las ciudades más hermosas de Estados Unidos, gracias, sobre todo, a que sus ciudadanos habían logrado resistir con éxito los esfuerzos de los intereses inmobiliarios por construir rascacielos, y a que votaron leyes para estabilizar los alquileres y controlar la construcción. Un apartamento estupendo en la avenida Ocean, que da al Pacífico, sólo costaba una sexta parte de los ingresos de un ciudadano. Esta situación estaba volviendo loco a Inch desde hacía veinte años.Para él, lo de Santa Mónica era una afrenta, un insulto al espíritu estadounidense de la libre empresa; aquellas viviendas podrían alquilarse a diez veces su precio actual, teniendo en cuenta las presentes circunstancias. Él había comprado muchos de los edificios de apartamentos. Se trataba de encantadores complejos de estilo español, pródigos en su uso de unos valiosos terrenos, dotados de patios y jardines interiores, con alturas escandalosamente bajas de sólo dos pisos. El espacio aéreo sobre Santa Mónica valía miles de millones, y la vista del océano Pacífico podría hacerle ganar mucho dinero. A veces se le ocurrían ideas extravagantes para construir verticalmente en el mismo océano. Eso era algo que le daba vértigo.

Desde luego, no trató de sobornar directamente a los tres concejales municipales a los que invitó a Michael’s (cuya comida era deliciosa, pero el espacio que ocupaba el restaurante era un escandaloso desperdicio de valiosos terrenos inmobiliarios). Sin embargo, sí les comunicó sus planes, y les demostró cómo todos podrían ser multimillonarios sólo con cambiar algunas leyes. Se sintió consternado cuando ellos no demostraron el menor interés. Pero eso no fue lo peor de todo. Cuando Louis Inch subió a su limusina, se produjo una gran explosión. El cristal se esparció por todo el interior del vehículo: la ventanilla trasera se desintegró, en el parabrisas apareció de pronto un gran agujero y las telarañas se extendieron por el resto del cristal.

Cuando llegó la policía, le dijeron a Inch que el daño lo había causado una bala de rifle. Al preguntarle si tenía enemigos, Louis Inch les aseguró con toda sinceridad que no tenía ninguno.

Al día siguiente comenzó el seminario especial del club Sócrates sobre «La demagogia en la democracia».

Estaban presentes Bert Audick, sometido ahora a un procesamiento preventivo; George Greenwell, que tenía el mismo aspecto que el trigo viejo almacenado en sus gigantescos silos del Medio Oeste; Louis Inch, con el rostro pálido a causa de lo cerca que había estado de la muerte el día anterior; Martin
Reservado
Mutford, con un traje de Armani que no podía ocultar su incipiente gordura, y Lawrence Salentine.

Bert Audick fue el primero en tomar la palabra.-¿Quiere alguien explicarme cómo es posible que Kennedy no sea un comunista? —preguntó—. Kennedy pretende socializar la medicina y la construcción de viviendas. Incluso se ha atrevido a procesarme. No debemos darle más vueltas, sino afrontar un hecho fundamental: constituye un peligro inmenso para todo aquello que defendemos los que estamos aquí. Tenemos que tomar medidas drásticas.

—Podrá procesarle, pero no podrá condenarle —dijo George Greenwell con serenidad—. En este país aún funciona la legalidad judicial. Sé que ha soportado usted una gran provocación, pero le aseguro que si escucho en esta reunión cualquier conversación peligrosa, me marcharé inmediatamente. No quiero escuchar nada que sea traicionero o sedicioso.

—Quiero a mi país más que nadie de los presentes —replicó Bert Audick, sintiéndose ofendido—. Eso es lo que más me afecta. La acusación dice que actué de una forma traicionera. ¡Yo! Mis antepasados ya vivían en este país cuando los jodidos Kennedy aún estaban comiendo patatas en Irlanda. Yo ya era rico cuando ellos no eran más que contrabandistas de licores en Boston. Aquellos artilleros dispararon contra aviones estadounidenses sobre Dak, pero no siguiendo mis órdenes. Claro que le ofrecí un acuerdo al sultán de Sherhaben, pero actuaba en armonía con los intereses de Estados Unidos.

—Sabemos que Kennedy es el problema —dijo Lawrence Salentine con sequedad—. Estamos aquí para discutir una solución. Eso es algo a lo que tenemos derecho, y es un deber para nosotros.

—Lo que Kennedy le está diciendo al país es pura mierda —dijo Martin Mutford—. ¿De dónde va a salir el capital necesario para llevar adelante todos esos programas? Está hablando de una forma modificada de comunismo. Si pudiéramos martillear esa idea en los medios de comunicación, el pueblo le volvería la espalda. Todos los hombres y mujeres de este país creen que algún día serán millonarios, y ya andan preocupados por el mordisco de los impuestos.

—Entonces, ¿cómo es que todas las encuestas señalan que Francis Kennedy ganará en noviembre? —preguntó Salentine con irritación.

Como ya le había sucedido en muchas otras ocasiones, le asombraba la torpeza de los hombres poderosos. No parecían haberse dado cuenta del enorme encanto personal de Kennedy, de su apelación a la masa del pueblo, sencillamente porque ellos eran impermeables a ese encanto. Se produjo un silencio y al fin tomó la palabra Martin Mutford.

—He podido echarle un vistazo a toda la legislación que se está preparando para regular el mercado de valores y los bancos. Si Kennedy consigue que se apruebe, se producirá una fuerte disminución de beneficios. Y si consigue poner en acción a la gente de sus agencias reguladoras, las cárceles se llenarán de gente muy rica.

—Estaré allí esperándoles —dijo Audick sonriendo. Estaba de muy buen humor, a pesar de las acusaciones en su contra—. Para entonces confiarán en mí; me aseguraré que tengáis flores en las celdas.

Inch le respondió con impaciencia:

—Estarás en una cárcel de lujo jugando con ordenadores para controlar tus petroleros.

Louis Inch nunca le había caído bien a Audick. No podía gustarle una persona que se dedicaba a amontonar a gente, desde los sótanos hasta las alturas, cobrándoles además un millón de dólares por pisos cuyo tamaño no era mayor que una escupidera.

Audick dijo:

—Estoy seguro de que mi celda será más grande que uno de tus elegantes pisos. Y una vez que me encuentre en ella, no estés tan jodidamente seguro de que tendrás suficiente petróleo como para calentar tus rascacielos. Y otra cosa: seguro que me saldrá todo mejor en la cárcel que en tus casinos de Atlantic City.

En razón de su edad y mayor experiencia en tratos con el gobierno, George Greenwell se consideró obligado a cambiar el cauce de la conversación.

—Considero que, con los recursos de nuestras empresas y otros que movilicemos, deberíamos financiar con la máxima generosidad la campaña del rival de Kennedy. Martin, creo que deberías ofrecerte como director de la campaña.

Martin Mutford repuso:

—Primero deberíamos decidir de qué cantidad hablamos y cuál será la contribución de cada uno.

Greenwell contestó:

—¿Qué opinaríais de quinientos millones?

Intervino Bert Audick:-Poco a poco. Acabo de perder cincuenta mil millones y pretendes que aporte otra «unidad».

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