La cuarta K (47 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

Whitney Cheever III era un abogado brillante, muy WASP
[4]
, firmemente convencido de que la forma del gobierno de Estados Unidos era equivocada. Creía en el comunismo, creía que el capitalismo constituía ahora el gran mal, que la obtención de dinero se había convertido en el gran cáncer de la psique humana. Pero era un hombre civilizado, es decir, disfrutaba de los placeres de la vida, la música clásica, la cocina francesa, la literatura, de un hogar exquisitamente amueblado, con esculturas, pinturas y mujeres jóvenes. Había crecido en el seno de una familia rica y disfrutado de ello, pero ya de joven había observado las humillaciones de los sirvientes de su familia, en su forzada deferencia, y con un destino que estaba en las manos de su madre y de su padre. De modo que todo aquello que era un placer en su vida estaba manchado de sangre y de mierda.

Whitney Cheever sabía que había muchas clases de abogados. Había luchadores a quienes les encantaba estar presentes en los tribunales, aunque ésos eran pocos. Había abogados que creían en la santidad de la ley, capaz de perdonarlo todo en esta tierra, excepto el quebrantamiento de sus formas, y ésos también eran pocos. Había los abogados rutinarios que se prostituían entre la maleza de la civilización, eran los guardianes de los bienes inmuebles, los vendedores de casas, los arbitros de divorcios entre marido y mujer, o entre socios de negocios, y que cumplían otros muchos menesteres. Había los abogados criminalistas, fiscales y defensores, de ojos un tanto legañosos y de espíritu exhausto, que no escapaban del pozo legamoso en que ellos mismos se habían metido. Había los abogados constitucio-nalistas, que aspiraban a un alto puesto en la judicatura, y había también los feroces guardianes de las grandes estructuras corporativas del país, que eran tan feroces como santos. Y finalmente estaban los abogados convencidos de que el cambio duradero y beneficioso sólo podría alcanzarse luchando contra la ley. Whitney Cheever III se contaba orgullosamente entre estos últimos.

Era un hombre elegante, de rostro nudoso y con un cabello gris y alborotado, que se ponía las enormes gafas negras sobre la cabeza cuando no tenía que leer. En televisión, eso le daba un aspecto gallardo e intelectual. Siempre se veía acusado de comunista, de fomentar los intereses de la Unión Soviética, bajo la piel de oveja del luchador por las libertades civiles. Él nunca contestaba a esos ataques, tratándolos con algo más que desprecio. En conjunto, producía una impresión favorable incluso entre los telespectadores más conservadores. Cuando se le atacaba por defender a los criminales negros, o a cualquier criminal en el que hubiera un trasfondo político, decía que su deber como abogado y como estadounidense consistía en creer en la Constitución.

Cheever se hallaba en un restaurante de Nueva York, cenando con el reverendo Baxter Foxworth y escuchando el relato que éste le hacía de la entrevista mantenida en el despacho de Oddblood Gray. Una vez que el reverendo hubo terminado, Whitney Cheever dijo:

—¿No le habló usted de la brutalidad con que se reprimieron las manifestaciones que hubo en Nueva York después de que explotara la bomba atómica?

El reverendo Foxworth estudió por un momento aquel rostro nudoso, con las gafas sujetas sobre su cabello. «¿Está hablando enserio este tipo? —se preguntó—. ¿Tendrá que ocuparse Otto de la misma mierda con esa gente para la que trabaja en Washington?»

—No —contestó—, me dijo que me mantuviera tranquilo.

—Bueno, usted y yo siempre hemos cooperado en estas cosas —dijo Whitney Cheever—. Creo que deberíamos tomar la iniciativa, que deberíamos hacer algo respecto a la brutalidad de la policía.

—Señor Cheever —dijo Foxworth, quien la mayoría de las veces se comportaba de un modo formal con los hombres blancos, preservando así el mutuo respeto—, no fue la policía la que disparó, sino la Guardia Nacional.

—Pero la policía también estaba presente —replicó Whitney Cheever—. Su deber consiste en proteger a los ciudadanos, no sólo contra el crimen, sino también proteger sus derechos civiles.

Con una cierta exasperación, Foxworth se dio cuenta de que aquel hombre hablaba en serio. Luego tomó conciencia de que la discusión le conducía a una posición insostenible.

—No va usted a hacer nada —se limitó a decir—. No, porque aquello no fue una manifestación o una asamblea libre. Allí había saqueadores que trataban de aprovecharse de un desastre nacional. Si tratáramos de explotar esa situación, nos haríamos más daño que bien a nosotros mismos. Claro que un par de ellos resultaron muertos y hubo cientos que acabaron en la cárcel, ¿y qué? Se lo merecieron. Si los defendiéramos, lo único que haríamos sería debilitar nuestra causa.

—Pero no se disparó ni se detuvo a los blancos —dijo Cheever—. No cabe la menor duda de que eso quiere decir algo al respecto.

—Lo que quiere decir es que los blancos no necesitan saquear-replicó el reverendo Foxworth—. No iremos a parar a ninguna parte si hace usted algo.

—Está bien —asintió Cheever—. Estoy de acuerdo en que posiblemente no sea el momento más adecuado. Por otra parte, llevo algo entre manos que me mantendrá ocupado, algo con lo que usted no desearía estar asociado de ninguna forma.

—¿De qué se trata? —preguntó Foxworth.

Cheever se colocó las gafas ante los ojos y se apartó un poco de la mesa.

—He decidido defender a esos dos jóvenes inmaduros que colocaron la bomba atómica.
Pro bono
.

—¡Santo Dios! —exclamó el reverendo Foxworth.

16

La división especial del FBI, a las órdenes directas de Christian Klee, llevaba a cabo una vigilancia por computadora del club Sócrates, los miembros del Congreso, el reverendo Foxworth y Whitney Cheever. Klee siempre iniciaba su jornada de trabajo revisando los informes que recibía de esa división especial, y él mismo manejaba la computadora de su despacho, que contenía expedientes personales bajo sus propios códigos secretos.

Esta mañana en particular, llamó a la pantalla la ficha de David Jatney. Klee se enorgullecía de su capacidad para los presentimientos, y ahora tenía el presentimiento de que Jatney podía constituir un problema. Estudió la imagen de vídeo del joven que apareció en su monitor, con aquel rostro de expresión sensible y unos ojos oscuros y hundidos. Observó cómo el rostro cambiaba de una cierta elegancia cuando estaba en reposo, a una expresión de asustada intensidad cuando se emocionaba. ¿Eran las emociones feas o sólo reflejaban la estructura del rostro? Jatney se encontraba sometido a una vigilancia superficial; después de todo, sólo se trataba de un presentimiento. Pero cuando Klee leyó los informes escritos en la computadora, experimentó una sensación de satisfacción. El terrible insecto oculto en el huevo de David Jatney estaba empezando a romper el cascarón.

Dos días después de que David Jatney asesinara a la efigie de cartón de Kennedy, fue expulsado de la universidad Brigham Young. Jatney no regresó a su hogar, en Utah, para vivir con unos padres mormones muy estrictos que eran propietarios de una cadena de lavanderías en seco. Sabía cuál sería allí su destino, puesto que ya lo había sufrido antes. Su padre creía en los beneficios de empezar desde abajo, manejando montones de ropas sudadas, pantalones de hombres, vestidos de mujeres, chaquetas que parecían pesar toneladas. A Jatney, toda aquella tela y algodón empapados con el calor de la carne humana le producía náuseas.

Y, al igual que otros muchos jóvenes, estaba más que harto de sus padres. Eran buena gente, y muy trabajadores; disfrutaban con sus amigos, el negocio que habían montado y la camaradería mormona. Pero para él eran las personas más aburridas del mundo.

Además, vivían una vida feliz, algo que irritaba a David Jatney. Sus padres le habían querido cuando era pequeño, pero en la adolescencia las cosas se pusieron tan difíciles que hasta llegaron a bromear diciendo que en el hospital les habían cambiado el hijo. Tenían vídeos de David Jatney en todas las fases de su desarrollo, como bebé gateando por el suelo, o como un pequeño que empieza a dar sus primeros pasos por la habitación, o el momento de dejarlo por primera vez en la escuela, el final de sus estudios primarios, cuando recibió un premio por una composición hecha en la escuela superior, una escena de pesca con su padre, y otra de caza con su tío.

Después de haber cumplido los quince años, se negó a que le siguieran filmando o fotografiando. Era un joven muy sensible y le horrorizaban las banalidades de su propia vida, registradas en vídeo, como un insecto programado para vivir una corta existencia en una eternidad de monotonía. Estaba decidido a no ser nunca como sus padres, sin darse cuenta de que eso también era otra banalidad más.

Desde el punto de vista físico, era el polo opuesto. Mientras que sus padres eran altos y rubios, y macizos en una edad media, David Jatney era de piel oscura, delgado y de aspecto nudoso. Sus padres le gastaban bromas por ello pero predecían que, con el transcurso del tiempo, se parecería cada vez más a ellos, algo que a él le llenaba de verdadero horror. A los quince años demostraba con respecto a ellos una frialdad que ya era difícil de ignorar. El afecto de ellos no disminuyó por eso, pero se sintieron ciertamente aliviados cuando David se marchó a la universidad Brigham Young.

Se convirtió en un joven agraciado, con un cabello oscuro que brillaba en su negrura. Sus rasgos eran perfectamente estadounidenses, es decir, la nariz no mostraba ninguna protuberancia, la boca era fuerte pero no demasiado generosa, la barbilla protuberante, sin llegar a ser intimidatoria. Lo que no mostraban sus fotografías era la continua movilidad de sus rasgos y de su cuerpo. Al principio, si sólo se le conocía desde hacía relativamente poco tiempo, parecía simplemente un joven vivaz. Parecía como si un pequeño motor pusiera en movimiento sus labios, su nariz, sus párpados. Movía las manos cada vez que hablaba. Su voz tenía una inflexión aguda y un tono insignificante. En otras ocasiones, en cambio, se hundía en una especie de lasitud que parecía dejarlo congelado en la apatía.

Su vivacidad e inteligencia le permitieron parecer atractivo para los otros estudiantes universitarios. Pero era demasiado osado en sus reacciones y en su seriedad; a veces se comportaba incluso de un modo insultante, y casi siempre condescendiente.

La verdad era que David Jatney experimentaba una verdadera angustia en su impaciencia por llegar a ser famoso, por convertirse en un héroe, por hacer saber al mundo que él era alguien especial.

Con las mujeres demostraba una tímida confianza que le permitía ganárselas en un principio. A ellas les parecía interesante, y así tuvo sus pequeñas relaciones amorosas. Pero no fueron relaciones duraderas. El se mostraba siempre distante; después de las primeras pocas semanas de vivacidad y buen humor, se hundía dentro de sí mismo. Incluso en el sexo se mostraba contenido, como si no quisiera perder el control de su propio cuerpo. Su mayor fracaso en el campo del amor consistía en que se negaba a adorar a la persona amada, incluso mientras la cortejaba, y cuando hacía todo lo posible por sentirse real y profundamente enamorado, daba la impresión de ser un criado que estuviera actuando sólo para conseguir una propina generosa.

Fue natural que se le votara como «cazador jefe» en la «cacería asesina» practicada cada año en la universidad de Brigham Young. Y fue precisamente su inteligente planificación la que dio como resultado la victoria. También supervisó la confección de la de Kennedy.

Con el asesinato de esa efigie y el posterior banquete de la victoria, David Jatney experimentó una verdadera revulsión de su vida estudiantil. Le pareció que había llegado el momento de seguir una carrera. Siempre había escrito poesía, y redactado un diario en el que tenía la sensación de que podría demostrar su ingenio e inteligencia. Puesto que estaba tan seguro de que algún día llegaría a ser famoso, lo de escribir un diario, con la mirada puesta en la posteridad, no era necesariamente inmodesto. Así pues, escribió en él: «Voy a dejar la universidad. Ya he aprendido todo lo que me pueden enseñar. Mañana emprenderé el camino a California para ver si puedo abrirme paso en el mundo del cine».

Cuando David Jatney llegó a Los Ángeles, no conocía absolutamente a nadie en esta ciudad. Eso le pareció muy bien y le agradó esa sensación. Al no tener que ocuparse de ninguna responsabilidad, pudo concentrarse en sus pensamientos y dedicarse a desentrañar el mundo. La primera noche la pasó en la pequeña habitación de un motel y luego encontró un diminuto apartamento de una sola habitación en Santa Mónica, mucho más barato de lo que había esperado. Consiguió encontrar el apartamento gracias a la amabilidad de una maternal mujer que trabajaba de camarera en una cafetería donde tomó su primer desayuno en California.

David Jatney comió con frugalidad, un vaso de zumo de naranja, pan tostado y café, y la camarera le vio estudiando la sección de anuncios de alquileres del
Los Angeles Times
. Le preguntó si andaba buscando un sitio donde vivir y él contestó que sí. Ella le anotó entonces un número de teléfono en un trozo de papel y le dijo que sólo se trataba de un apartamento de una habitación, pero que el alquiler era razonable porque los ciudadanos de Santa Mónica habían librado una larga batalla contra los intereses inmobiliarios y allí existía una dura ley de control de alquileres. Además, Santa Mónica era un lugar hermoso y él estaría a sólo unos pocos minutos de la playa de Venice y de su paseo, y eso sería muy divertido.

Al principio, Jatney se mostró un tanto receloso. ¿Por qué una persona extraña se mostraba tan interesada por su bienestar? Aquella mujer tenía un aspecto maternal, cierto, pero también lo tenía sexual. Desde luego, era muy vieja, pues debía de tener por lo menos cuarenta años. Pero no daba la impresión de que sintiera por él aquella clase de interés. Y le despidió alegremente cuando él se marchó. Aún tenía que aprender que, en California, la gente era capaz de hacer cosas así. El brillo constante del sol parecía ablandar a sus habitantes. Ablandamiento, de eso se trataba precisamente. A ella no le había costado nada hacerle aquel favor.

Jatney había conducido desde Utah en el coche que le habían dado sus padres para la universidad. En él tenía todas sus posesiones terrenales, a excepción de una guitarra que había intentado aprender a tocar en otro tiempo y que había dejado en Utah. La más importante de esas posesiones era una máquina de escribir portátil que utilizaba para escribir su diario, poesía, narraciones cortas y novelas. Ahora que estaba en California, intentaría hacer su primer guión de cine.

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