La cuarta K (22 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

Tenía poder, y utilizaría ese poder. Podía hacer que sus enemigos temblaran, que la saliva tuviera un sabor amargo en sus bocas. Podía arrollar a todos los hombres pequeños e insignificantes con sus tubos de hierro baratos, a todos aquellos que habían provocado tanta tragedia en su vida y en la de su familia.

Se sintió como un hombre que, después de una larga enfermedad, se viera finalmente curado y se despertara una buena mañana con toda su fuerza finalmente recuperada. Experimentó una oleada de vigor, y una sensación de paz que casi no había sentido desde la muerte de su esposa. Se sentó en la cama y trató de controlar sus sentimientos, de recuperar la precaución y el curso racional de los pensamientos. Ya más calmado revísó sus opciones y todos sus peligros, y finalmente supo lo que debía hacer, y qué riesgos tendría que asumir. Aún percibió un último aguijonazo de dolor al pensar que su hija ya no existía. Luego abrió la puerta y llamó a Jefferson.

LIBRO TERCERO
8

MIÉRCOLES

(WASHINGTON)

Francis Kennedy se reunió con su equipo cuatro horas después del asesinato de su hija. Desayunaron en el comedor familiar de la Casa Blanca, con su pequeña chimenea y las paredes y las alfombras de un blanco amarillento. Eso no era más que un aspecto preliminar de la reunión más amplia a la que asistiría y en la que se incluiría a la vicepresidenta, los miembros del gabinete y los representantes del Senado y de la Cámara.

Eugene Dazzy, como jefe del estado mayor del presidente, había preparado un memorándum de recomendaciones del equipo, redactado durante las horas transcurridas desde el asesinato de Theresa Kennedy. Otto Gray había informado por teléfono a los líderes del Congreso, mientras que Wix había hecho lo mismo con el Consejo de Seguridad Nacional, el jefe de la CÍA y el jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor. Christian Klee no había informado a nadie. La situación iba mucho más allá de cualquier teoría legal.

Mientras Kennedy leía el memorándum de Dazzy, los otros hombres tomaron el desayuno. Wix tomó leche y tostadas. Oddblood Gray trató de comer unos huevos con jamón y un pequeño bistec, pero lo dejó después de unos bocados. Dazzy y Klee ni siquiera se preocuparon por el desayuno y permanecieron mirando a Kennedy, que seguía leyendo el memorándum.

Al cabo de un rato, Kennedy dejó las seis páginas sobre la cartera de Dazzy. Ninguna de aquellas recomendaciones se acercaba siquiera a lo que él tenía intención de hacer. Pero debía llevar cuidado.

—Gracias —dijo—. Eso cubre todas las opciones que han podido prever. Pero yo estoy pensando en otra cosa. Les sonrió, como dándoles a entender que controlaba sus sentimientos, aunque sin saber lo ficticia que podía parecer la sonrisa en su pálido rostro.

—Señor presidente —dijo Eugene Dazzy—, ¿puede usted poner su inicial en el memorándum para demostrar que lo ha leído?

A Kennedy no le pasó por alto la formalidad de las palabras, y se dio cuenta de que era el producto del acontecimiento tan terrible ocurrido aquella mañana. Kennedy escribió «NO» con grandes letras sobre la primera página del memorándum, y estampó su firma completa.

Luego observó a cada uno de los presentes, uno tras otro, antes de hablar. Quería demostrarles lo sereno que se sentía, que no estaba actuando impulsado por un dolor colérico, que era racional, y que lo que se disponía a decirles no era más que una lógica abrumadora desprovista de toda clase de emociones personales. Habló con lentitud.

—Quiero decirles lo que voy a comunicar a todos los demás en la reunión que celebraremos después. Esto no es una consulta, sino un ruego de que apoyen mi propuesta. Quiero que todos nosotros estemos juntos en esto. Si cualquiera de ustedes tiene la impresión de no sentirse lo bastante fuerte como para continuar, quiero que dimita ahora mismo, antes de participar en esa reunión.

Kennedy esbozó rápidamente su propio análisis de la situación y expuso lo que se disponía a hacer. Observó que todos ellos se quedaron atónitos, incluso el propio Christian. No por el análisis, sino por la solución que propuso. Y también les sorprendió la brusquedad que mostró. Raras veces era ceremonioso en las reuniones con su equipo personal. La invitación que acababa de hacerles para que dimitieran en el caso de no poder seguir adelante, no se correspondía con su personalidad. Y eso fue algo que les dejó bien claro. Tendrían que apoyarlo sin discusión alguna o dimitir.

Esta exigencia del presidente, expuesta a los cuatro hombres que formaban su equipo personal, fue como una especie de insulto a un familiar cercano. Aquellos hombres habían sido elegidos personalmente por el presidente. Sólo eran responsables ante él. Podía nombrarlos y destituirlos. De ese modo, el presidente era como un cíclope con una cabeza y cuatro brazos. Su equipo personal constituía sus cuatro brazos. Funcionaba sin necesidad de que ellos aprobaran la decisión de Francis Kennedy. Pero era un insulto que se les prohibiera analizarla y discutirla. Después de todo, ellos no eran miembros del gabinete, que tenían que ser aprobados por el Congreso. El equipo personal del presidente tenía que hundirse o salvarse con el presidente.

Dejando aparte las distinciones oficiales, el equipo personal estaba siempre mucho más cerca del presidente que cualquier otro miembro del gabinete o del Congreso. De hecho, ese equipo había evolucionado en detrimento de las diferentes secretarías del gabinete. Y, en el caso de Kennedy, aquellos cuatro hombres eran sus más íntimos amigos. Desde la muerte de su esposa constituían prácticamente su única familia. Francis Kennedy sabía que acababa de insultarlos, y observó atentamente para ver cuáles eran sus reacciones.

Por lo que vio, a Christian Klee no le importaba. Christian era el amigo más querido y cercano de los cuatro, el único que siempre le había tenido una especie de reverencia. Eso era algo que aún seguía sorprendiendo a Kennedy, porque sabía que Christian valoraba la valentía física y conocía el temor de Kennedy ante el asesinato. Fue Christian quien rogó a Francis que se presentara para la presidencia y quien le garantizó su seguridad personal siempre y cuando lo nombrara fiscal general y jefe del FBI y del servicio secreto. Christian creía en las teorías políticas de Kennedy más como un patriota que como un idealista del ala izquierda. Kennedy, por su parte, sabía que Christian estaba a su lado.

La reacción que más temía era la de Arthur Wix, quien creía en la necesidad de analizar en profundidad toda situación. Lo había conocido diez años antes, cuando se presentó por primera vez para el Senado. Wix era un liberal de la costa Este, un profesor de ética y ciencia política en la universidad de Columbia. También era un hombre muy rico que sentía cierto desprecio por el dinero. La relación entre ambos se había transformado en una amistad basada en sus dotes intelectuales. Kennedy consideraba a Arthur Wix como el hombre más inteligente que hubiera conocido. Wix consideraba a Kennedy como un hombre de lo más moral en política. Eso no era, ni podía ser, la base de una cálida amistad, pero sí constituía el fundamento de una relación de confianza. Kennedy se dio cuenta de que Wix tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no protestar ante su ultimátum. Pero, una vez hecho el esfuerzo, estuvo de acuerdo con su propuesta por una simple cuestión de confianza.

En cuanto al tercer hombre, Eugene Dazzy, su jefe de estado mayor, Kennedy estaba seguro, debido a las realidades políticas implicadas en la situación. Diez años antes, Eugene había sido presidente de una gran empresa de computadoras, por la misma época en que Francis Kennedy entró por primera vez en la política. Había sido un hombre decidido, capaz de absorber a compañías rivales, pero procedía de una familia pobre, y conservaba su sentido de la justicia, más por sentido práctico que por idealismo romántico. Había llegado a creer que el dinero concentrado acumulaba demasiado poder en Estados Unidos y que eso destruiría a la larga la verdadera democracia. Así que cuando Francis Kennedy empezó a actuar en política enarbolando el estandarte de una verdadera democracia social, Eugene Dazzy se encargó de organizar el apoyo financiero que le permitió acceder a la presidencia.

Durante ese período se desarrolló entre ambos hombres una curiosa amistad. Dazzy era un excéntrico. Un gran hombre de negocios a quien no le importaban las apariencias externas, que se vestía con trajes y corbatas baratos y que cuando trabajaba en su despacho siempre llevaba unos auriculares para escuchar música. Le encantaba la música, y también las mujeres jóvenes, a pesar de que su matrimonio había durado ya treinta años. Su esposa afirmaba que a menudo llevaba los auriculares en las orejas para sustraerse de la conversación, y no para escuchar música. Pero nunca se refería a las amantes de su esposo.

Sin embargo, lo que más asombraba y fascinaba a Francis Kennedy de Eugene Dazzy era el hecho de que fuera tan paradójico. Era una extraña combinación de hombre de negocios duro y fiel estudiante de la literatura, con un amor apasionado por la poesía, especialmente la de Yeats. Había elegido a Dazzy para que formara parte de su equipo porque era un verdadero maestro de los «medios síes» y, a pesar de todo, poseía la sensibilidad para pronunciar un rotundo «no» sin crearse por ello ningún enemigo implacable. Se había configurado como el escudo del presidente contra el gabinete y el Congreso. El secretario de Estado y el portavoz de la Cámara tenían que contestar satisfactoriamente las preguntas planteadas por él antes de poder ver al presidente.Pero lo que permitió establecer una relación más personal entre ambos fue el ejercicio del indulto. Dazzy tamizaba el Comité Presidencial de Perdón creado para estudiar aquellos casos en los que un ciudadano había sido atropellado por el sistema judicial o por la burocracia, y convencía al presidente para que utilizara su prerrogativa de perdón.

—Considérelo desde el siguiente punto de vista —le dijo a Francis Kennedy-: el presidente de Estados Unidos tiene el poder para perdonar a cualquiera. El Congreso y los tribunales no pueden intervenir. Imagínese lo mucho que eso les duele. Aunque sólo sea por esa razón, tiene que utilizar ese poder todo lo que pueda.

Francis Kennedy no había estudiado ni practicado ese derecho sin que nunca le engañaran. Así que, al principio, se limitó a observar atentamente a Dazzy en todo lo relacionado con los perdones. No obstante, cada caso que Dazzy le presentaba tenía su propio mérito poético particular. Y raras veces estaban en desacuerdo. Así, esta misericordia especial y regia para con sus semejantes terminó por crear un lazo especial entre ambos.

Por ello Kennedy comprendió que Dazzy también estaría de acuerdo con su propuesta, y que no insistiría en mantener una discusión al respecto. Lo que sólo dejaba por dilucidar la posición de Oddblood Gray.

La asociación de Oddblood Gray con Francis Kennedy no se prolongaba en el tiempo más que la de éste con Wix y Dazzy. Cuando se conocieron por primera vez, Gray era un ardiente partidario de la izquierda del movimiento político negro. De físico alto e imponente, había sido un profesor brillante y un orador de primera en sus tiempos de universidad. Kennedy había detectado bajo su ardor a un hombre dotado de una cortesía y una diplomacia naturales, capaz de persuadir a los demás sin necesidad de proferir amenazas. Después, en una situación potencialmente violenta que se produjo en Nueva York, Kennedy se ganó la admiración y la confianza de Oddblood. Utilizó sus extraordinarias habilidades legales, su inteligencia, su encanto y su falta absoluta de prejuicios raciales para aminorar la peligrosidad de la situación, mediar para obtener un acuerdo, y ganarse la admiración de ambas partes en conflicto.

—¿Cómo diablos consiguió hacer eso? —le preguntó Oddblood Gray más tarde.-Fue fácil —contestó Kennedy con una sonrisa—. Les convencí de que yo no tenía nada que ganar en ello.

Después de eso, Oddblood Gray fue desplazándose paulatinamente desde la izquierda hacia la derecha del movimiento, lo que disminuyó su poder en el seno de la organización, pero le situó en el centro del poder nacional. Apoyó a Kennedy en su carrera política y le estimuló para que se presentara a la presidencia. Kennedy lo nombró miembro de su equipo personal, como enlace con el Congreso, y encargado de la tarea de hacer aprobar las leyes del presidente.

Ahora, Oddblood Gray rindió su juicio a la confianza que tenía depositada en él.

Pero por encima de todo ello, incluso de la admiración que estos cuatro hombres sentían por Kennedy, por su personalidad moral, su inteligencia, encanto e inacabable lista de logros, se encontraba el respeto que sentían por la valentía con que se había enfrentado a la primera gran derrota de su vida: la enfermedad y muerte de su esposa Catherine. Kennedy perseveró en su campaña por la presidencia y mantuvo incólumes sus objetivos en favor de la reforma política y social. El afecto de estos hombres por él se hizo aún más profundo cuando, a la búsqueda de una cierta estabilidad personal, Kennedy los adoptó a los cuatro como su nueva familia.

Por lo menos uno de ellos cenaba cada noche con Kennedy en la Casa Blanca, y en otras muchas ocasiones ellos cenaban juntos, como amigos y sin formalidades. Llenos de entusiasmo, hacían planes para mejorar el país, discutían los detalles particulares de las leyes presentadas al Congreso, y delineaban estrategias para tratar con los países extranjeros. A menudo se sentían tan excitados como cuando eran jóvenes estudiantes universitarios, mientras tramaban confabulaciones contra la oligarquía de los ricos al tiempo que sufrían la anarquía de los pobres. Después de la cena, regresaban a sus casas soñando con un país nuevo y mejor que crearían entre todos.

Pero se habían visto derrotados por el Congreso y por el club Sócrates. Y eso le había sucedido no sólo al presidente Francis Xavier Kennedy, sino a todos ellos.

Así que ahora, cuando Kennedy los miró, reunidos alrededor de la mesa del desayuno, todos ellos asintieron y luego se prepararon para asistir a la reunión general que se celebraría en la sala de gabinete. En Washington, eran las once de la mañana del miércoles.

En la sala de gabinete se habían reunido los personajes políticamente más importantes del Gobierno para decidir qué debía hacer el país. Allí estaba la vicepresidenta Helen du Pray, los miembros del gabinete, el jefe de la CÍA, el jefe de la junta de Jefes de Estado Mayor, que habitualmente no asistía a tales reuniones pero que, en esta ocasión, había recibido instrucciones del presidente para que asistiera, transmitidas por Eugene Dazzy. Todos se levantaron cuando Kennedy entró en la sala.

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