La cuarta K (21 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

Todos los presentes parecían conmocionados, con los rasgos de sus rostros contraídos, con un color blanco fantasmal y los ojos tan abiertos que no se les veían los párpados. Kennedy permaneció de pie ante ellos, asombrado, y entonces experimentó un terror abrumador. Por un momento perdió todo sentido de la visión, del oído: aquel terror envenenó todos los sentidos de su ser. El oficial naval abrió su maletín negro y extrajo una jeringuilla ya preparada.

—No —dijo Kennedy. Miró a los otros hombres, uno tras otro, pero ninguno de ellos habló. Luego, sin mucha confianza en sus palabras, dijo-: Estoy bien, Chris. Sabía que lo haría. Ha matado a Theresa, ¿verdad?

Esperó que Christian le dijera que no, que se trataba de alguna otra cosa, que se había producido una catástrofe natural, o había explotado una instalación nuclear, o había muerto un gran jefe de Estado, se había hundido un barco de guerra en el golfo Pérsico, o producido algún devastador terremoto, inundación, incendio o epidemia. Cualquier otra cosa. Pero Christian, con el rostro muy pálido, se limitó a contestar:

—Sí.

Y a Kennedy le pareció como si de pronto hubiera estallado una larga enfermedad incubada, una fiebre abrasadora. Sintió que su cuerpo se inclinaba y luego se dio cuenta de que Christian estaba a su lado, como para protegerlo del resto de los presentes, porque tenía el rostro anegado en lágrimas y abría la boca para intentar respirar. Luego todos parecieron acercársele más, el médico le hundió la aguja en el brazo, y Jefferson y Christian recostaron su cuerpo sobre la cama.

Esperaron a que Francis Kennedy se recuperara de la conmoción. Finalmente les dio instrucciones para reunir al personal de todas las secciones necesarias, para establecer contactos con los líderes del Congreso, para alejar a las multitudes de las calles de la ciudad y de los alrededores de la Casa Blanca, para impedir el acceso de los medios de comunicación, y para que prepararan una reunión con todos ellos a las siete de la mañana.

Poco antes del amanecer, Francis Kennedy hizo que todo el mundo se marchara de su dormitorio. Luego Jefferson le trajo una bandeja con chocolate caliente y bizcochos.

—Estaré al otro lado de la puerta, señor presidente —dijo Jefferson—. Pasaré cada media hora a comprobar cómo se encuentra, si le parece bien.

Kennedy asintió con un gesto y Jefferson se marchó.

Después, Kennedy apagó todas las luces. El dormitorio estaba envuelto en la penumbra gris del cercano amanecer. Hizo un esfuerzo por pensar con claridad. El dolor que sentía era un ataque calculado de un enemigo, y trató de rechazarlo. Observó los largos ventanales ovales y recordó, como siempre hacía, que se trataba de cristales muy especiales, de modo que él podía mirar hacia el exterior, pero nadie podía verle desde fuera. Eran cristales a prueba de balas. Los terrenos de la Casa Blanca y los edificios situados más allá estaban ocupados por personal del servicio secreto, y el parque era recorrido por focos especiales y patrullas con perros. Él estaríasiempre a salvo. Christian había cumplido su promesa. Pero no había habido forma de salvar a Theresa.

Ya todo había terminado. Ella estaba muerta. Y ahora, tras la oleada inicial de dolor, le asombró observar la calma que sentía. ¿Era porque ella había insistido en llevar su propia vida después de la muerte de su madre? ¿Se había negado a compartir la vida de su padre en la Casa Blanca porque se situaba demasiado a la izquierda de los dos partidos y, en consecuencia, era su oponente político? ¿Se trataba acaso de una falta de amor por su hija?

Se absolvió a sí mismo. Quería a Theresa, y ella había muerto. Lo que sucedía era que, en los últimos días, se había preparado para aquella noticia. Su inconsciente, su astuta paranoia, enraizada en la historia de los Kennedy, le había enviado señales de advertencia.

Se había producido la coordinación del asesinato del papa y el secuestro del avión en el que viajaba la hija del líder de la nación más poderosa de la tierra. Se había retrasado la presentación de las exigencias para permitir que el asesino del papa se encontrara en su lugar previsto y pudiera ser detenido en Estados Unidos. Luego había surgido la deliberada arrogancia de la exigencia de libertad para el asesino.

Haciendo un esfuerzo supremo de voluntad, Francis Kennedy desterró de su mente todo sentimiento personal. Trató de que sus pensamientos siguieran una línea lógica. En realidad, todo era muy sencillo.

Desde un punto de vista superficial, el papa y una joven habían perdido la vida. Esencialmente, aquello no era importante a escala mundial. A los líderes religiosos se les puede canonizar, y también se puede lamentar la muerte de las jóvenes, si acaso con una sensación de dulce pena. Pero allí había algo más. Todos los pueblos del mundo sentirían desprecio por Estados Unidos y sus líderes. A partir de lo sucedido, se podrían lanzar otros ataques en formas todavía no previstas. Una autoridad a la que se ha escupido no es capaz de mantener el orden. Una autoridad burlada y derrotada no puede presumir de sostener el tejido de su civilización particular. ¿Cómo se defendería?

La puerta del dormitorio se abrió y la luz procedente del pasillo inundó la estancia. Pero la habitación ya estaba iluminada ahora por el sol naciente. Jefferson, con camisa y chaqueta limpias, empujó la mesita con ruedas y le preparó el desayuno. Dirigió al presidente una mirada penetrante, como si le preguntara si debía quedarse o no. Finalmente, se marchó.

Kennedy sintió lágrimas en el rostro y se dio cuenta, de pronto, de que eran lágrimas de impotencia. Observó de nuevo la ausencia de dolor y eso le extrañó. Luego volvió a sentir conscientemente las oleadas que llenaban su cerebro de sangre, llevando consigo una rabia terrible, como jamás hubiera conocido en toda su vida; una rabia que él desdeñaba en los demás. Y que trató de resistir.

Pensó entonces en la forma en que su equipo había tratado de consolarlo.

Christian le había demostrado su afecto personal, compartido a lo largo de tantos años, abrazándole y ayudándole a acostarse. Oddblood Gray, habitualmente tan frío e impersonal, le había tomado por los hombros y le había susurrado apenas:

—Lo siento, lo siento terriblemente.

Arthur Wix y Eugene Dazzy se habían mostrado más reservados. Le habían tocado fugazmente y murmurado unas palabras que él no pudo escuchar. Y Kennedy observó el hecho de que Eugene Dazzy, como jefe de sus inmediatos colaboradores, fue de los primeros en abandonar el dormitorio para empezar a organizar las cosas en el resto de la Casa Blanca. Wix se había marchado con Dazzy. Como jefe del Consejo de Seguridad Nacional le esperaba trabajo urgente y quizá temía escuchar de su presidente alguna orden salvaje de represalia, procedente de un hombre abrumado por el dolor de padre.

En el breve espacio de tiempo transcurrido hasta que Jefferson regresó con el desayuno, Francis Kennedy supo que su vida sería completamente diferente a partir de entonces, y que quizá estuviera incluso fuera de su control. Trató de eliminar la cólera mediante un proceso de razonamiento.

Recordó sesiones estratégicas en las que se discutieron tales acontecimientos. Arthur Wix fue el que apoyó con mayor ahínco una acción fuerte. En una de tales sesiones, recordó el caso del antiguo presidente, Jimmy Carter.

—Cuando Irán tomó aquellos rehenes, Carter debería haber emprendido una acción fuerte, sin que importara el coste —dijo Wix—. Cuando volvió a presentarse a la reelección, el público le dio la espalda porque no pudo perdonarle los meses de humillación quehabía tenido que soportar y el hecho de que ellos, la nación más fuerte de la tierra, hubieran tenido que tragarse la mierda que un pequeño país les había ido administrando a paletadas.

—Carter lo sabía —intervino Otto Gray—, y se comportó de forma muy decente. Logró el regreso con vida de los rehenes antes de presentarse a la reelección.

—Claro que fue decente —replicó Wix con sorna—, ¿y qué? No era ése el trabajo que tenía que haber hecho. Al público estadounidense no le importaba que los rehenes vivieran o no. No al precio que tuvimos que pagar.

—Todo salió bien —dijo Dazzy—. Ninguno de los rehenes resultó muerto. Todos regresaron sanos y salvos a sus familias.

—Pasas por alto la verdadera cuestión —replicó Wix—. Carter perdió las elecciones. Y todo lo que tenía que haber hecho era ordenar un ataque militar y matar a un puñado de iraníes, aunque los rehenes hubieran resultado muertos en el proceso. Luego habría sido reelegido por abrumadora mayoría.

—Sabes que también podría haber sido de otro modo —dijo Eugene Dazzy con una actitud reflexiva—. Carter podría haber sido rechazado y, de todos modos, los rehenes habrían muerto. Luego se le habría apartado del cargo, a pesar de toda su buena conciencia.

—Cubierto de alquitrán y emplumado —dijo Wix con su habitual tono de desdén para todo aquel que fuera ineficaz—. Le habrían cortado las pelotas.

Francis Kennedy no recordaba lo que él mismo había dicho en aquella discusión. Pero ahora su mente retrocedió casi cuarenta años. Era un niño de siete años que jugaba en el prado y alrededor de los pórticos de la Casa Blanca, corriendo por entre las flores, la hierba y sobre el rico mármol, jugando con los hijos del tío John y del tío Bobby. Y los dos tíos, tan altos, ágiles y agraciados habían jugado con ellos durante unos minutos, antes de subir al helicóptero que los esperaba, como dioses. De niño siempre le había gustado más su tío John porque había conocido todos sus secretos. En cierta ocasión le había visto besar a una mujer, para conducirla después al interior de su dormitorio. Y los había vuelto a ver salir de allí una hora más tarde. Nunca olvidaría la expresión del rostro del tío John; era una expresión de felicidad, como si hubiera recibido algún regalo inolvidable. Ninguno de ellos se dio cuenta de la presencia del niño, oculto tras una de las mesas del vestíbulo. En aquella época de inocencia, el servicio secreto no estaba siempre tan cerca del presidente.

Y también recordaba otras escenas de su niñez, como cuadros vividos de poder. Sus dos tíos siendo tratados como reyes por parte de hombres y mujeres mucho más viejos que ellos. El inicio de la música cuando su tío John pisaba el prado, con todos los rostros vueltos hacia él, y la interrupción de todas las conversaciones hasta que él hablaba. Sus dos tíos compartiendo el poder y la gracia de saberlo ostentar. Con qué confianza esperaban a que los helicópteros descendieran del cielo, con qué seguridad parecían rodeados por hombres fuertes que les protegían de todo daño, cómo eran elevados hacia los cielos, con qué actitud grandiosa descendían desde las alturas...

Sus sonrisas despedían luz, su divinidad refulgía conocimiento y sus miradas emitían órdenes; el magnetismo irradiaba de sus cuerpos. Y, a pesar de todo eso, disponían de tiempo para jugar con los niños y niñas que eran sus propios hijos e hijas, sobrinos y sobrinas, y lo hacían con la mayor seriedad, como dioses que visitaran a diminutos mortales que estuvieran a su cuidado. Y entonces. Y entonces...

El presidente John Fitzgerald Kennedy, nacido rico, casado con una mujer hermosa, líder de la nación más poderosa de la tierra, había sido destruido por un pequeño hombre insignificante armado con un tubo de hierro barato y delgado. Un pequeño hombre sin recursos, con apenas el dinero necesario para comprar un rifle. Y de ese modo, un niño pequeño, Francis Xavier Kennedy, se había visto expulsado de la tierra de hadas del poder y la felicidad que él creía durarían eternamente.

Cuarenta años más tarde, Francis Kennedy recordó aquel día terrible. Él estaba jugando con otros niños y se apartó algo de ellos para sentarse en el Jardín Rosado, absorto en la tarea de ir arrancando pétalos sedosos de las flores. Y entonces, de repente, un grupo de mujeres que lloraban histéricamente los arrastraron a todos al interior de la Casa Blanca. Recordó que los condujeron a la sala Roja, llena de gente que lloraba, hasta que apareció su madre y se lo llevó de allí. Y ya no volvió a ver a sus pequeños amigos, nunca volvió a jugar en el prado, ni a deambular por las columnas del pórtico o sobre los suelos de mármol. Junto con su madre llorosa, había visto en la televisión el funeral del tío John, el armón de artillería llevando el féretro, el caballo sin jinete, los millones de personas afligidas, y también había visto a su pequeño compañero de juegos como uno de los actores de aquella representación a nivel mundial. Y a su tío Bobby, y a su tía Jackie. En algún momento, su madre lo tomó en sus brazos y le dijo:

—No mires, no mires.

Y se vio cegado por el largo cabello de su madre y por las pegajosas lágrimas.

Pocos años más tarde, su tío Bobby también fue asesinado, y su madre lo llevó entonces a una cabaña de cazadores, en las montañas Sierra, donde no había televisión. Hasta que no fue un adulto no contempló los vídeos de aquel asesinato. Y, una vez más, fue un hombre insignificante, con un tubo de hierro barato, el que destruyó lo que quedaba del mundo de su madre.

Ahora, el dardo de luz amarillenta que penetraba por la puerta abierta interrumpió sus recuerdos y vio que Jefferson entraba empujando una nueva mesita con ruedas.

—Llévate eso y dame una hora —dijo Francis Kennedy con serenidad—. No me interrumpas hasta entonces.

Raras veces le había hablado a Tefferson de un modo tan brusco y rígido. El mayordomo le dirigió una mirada de aprecio.

—Sí, señor presidente.

Hizo dar media vuelta a la mesita con ruedas y cerró la puerta.

El sol ya era lo bastante fuerte como para iluminar la habitación, aunque no para dar calor. Pero el latido de Washington entró en el dormitorio. Los vehículos de la televisión llenaban las calles, más allá de las verjas, y la riada de coches producía un murmullo como un enjambre gigantesco de insectos. Los aviones volaban constantemente en el cielo, todos ellos militares, ya que el espacio aéreo se había cerrado al tráfico civil.

El presidente Francis Kennedy trató de luchar contra la rabia abrumadora que experimentaba, contra la bilis amarga y nauseabunda que sentía en la boca. Lo que se suponía iba a ser el mayor triunfo de su vida había resultado ser su mayor desgracia. Había sido elegido para la presidencia y su esposa había muerto antes deasumir el cargo. Sus grandes programas para unos Estados Unidos utópicos habían sido hechos pedazos por el Congreso, y no había tenido la fuerza suficiente para invocar su voluntad, su fortaleza y su inteligencia y superar aquella derrota. Ahora su hija había pagado el precio de su ambición y sus sueños. Aquella saliva nauseabunda le produjo náuseas al pasarla por la lengua y los labios. Su cuerpo parecía lleno de un veneno que debilitaba cada uno de sus miembros, y sólo la rabia le hacía sentirse bien. En ese momento, algo sucedió en su cerebro, como una descarga eléctrica que luchara contra la agonía de sus células. Su cuerpo se vio inundado por tal flujo de energía que extendió los brazos con los puños apretados hacia las ventanas cubiertas por el sol.

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