La cuarta K (16 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

Arthur Wix mantuvo las manos sobre el regazo como si tuviera intención de rechazar la cena.

—Se está colocando en una posición muy vulnerable —dijo—. Debería haber alguna negociación. Eso es casi obligado en todos los casos de rehenes. Hay que pasar por alguna de las fases características en estas situaciones antes de hacer lo que desee hacer, y luego ya nos encargaremos nosotros de justificarlo.

—Lo sé —asintió Kennedy—. Pero no quiero correr ningún riesgo. Además, sólo me queda otro año en el cargo, y ya saben que no volveré a presentarme. Así que, ¿qué demonios pueden hacerme? Otto, ocúpese de tranquilizar a los líderes del Congreso, pero no pierda el tiempo con Jintz. Ese hijo de puta ha estado en contra de mí durante los tres últimos años.Todos empezaron a cenar con tranquilidad, pensando que Kennedy situaba a la Administración en una posición difícil.

Mientras tomaban el café, el oficial de servicio en la Casa Blanca entró presuroso y le entregó un mensaje a Christian Klee. Éste lo leyó y le dijo a Kennedy:

—Señor presidente, tengo que regresar a mi despacho. Este mensaje tiene la máxima clasificación, y no es algo que pueda hacer por teléfono. Volveré en cuanto haya sido informado. Evidentemente, debe tratarse de algo que exija su atención inmediata.

—Entonces, ¿por qué diablos no han venido a informarnos a los dos? —preguntó Francis Kennedy en tono duro.

—No lo sé —contestó Christian dirigiéndole una sonrisa—, pero tiene que haber alguna razón. Quizá no querían molestarle hasta que yo diera el visto bueno.

Estaba mintiendo. Su sistema estaba organizado de tal modo que el presidente nunca fuera informado antes que el propio Christian. Lo que sí sabía es que este mensaje era el primero que recibía de su despacho con el código ultrasecreto. Tenía que tratarse de una noticia devastadora.

Francis Kennedy lo despidió con un gesto de impaciencia. Sabía que en la respuesta de Christian había algo que no era del todo correcto, que lo estaban engañando de alguna forma, pero siempre llevaba mucho cuidado de no mostrarse crítico con la gente que trabajaba para él o con sus amigos. Kennedy sabía que el poder de su puesto daba demasiado peso a sus palabras y acciones, y no podía permitirse ninguna irritación menor.

Poco después de haber sido elegido presidente tuvo uno de los habituales y amistosos desacuerdos políticos con su hija Theresa. Le había encantado eludir los argumentos de ella con su habilidad superior para después lanzar un trallazo iluminador propio contra los amigos radicales de su hija. Se sorprendió mucho al ver que ella se echaba a llorar y salía corriendo de la habitación. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el peso público de su cargo no le permitía ninguna clase de esgrima verbal natural con sus más íntimos colaboradores y familiares. Tenía que llevar cuidado incluso con Christian. En los viejos tiempos, le habría dicho a Christian que se dejara de zarandajas y le dijera la verdad.

Fue Oddblood Gray quien interrumpió sus pensamientos.-Señor presidente, ¿por qué no trata de dormir un rato? Nosotros nos mantendremos alerta por si algo exige su atención.

Kennedy observó las miradas de preocupación en sus rostros. Durante la cena habían hecho todo lo posible por tranquilizarlo acerca de la seguridad de su hija, tratando de hacerle comprender que ella no corría un verdadero peligro. Y se habían comportado con él de un modo más formal de lo habitual, como suele hacerse con las personas que atraviesan momentos de peligro o de tragedia.

—Así lo haré, Otto. Gracias a todos —dijo abandonando la sala.

Cuando Christian Klee abandonó la Casa Blanca se dirigió directamente al cuartel general del FBI. De acuerdo con el protocolo, le precedían dos vehículos de seguridad y otro más le seguía de cerca. Encontró al subdirector esperándole en el despacho. Era el hombre que se ocupaba del cuerpo administrativo del FBI.

Peter Cloot era un hombre al que Christian comprendía, aunque no lograba que le gustara. Cloot formaba parte del paquete que Kennedy había tenido que negociar con el Congreso cuando Christian Klee fue nombrado fiscal general, director del FBI y jefe del servicio secreto. Cloot fue el hombre designado por el Congreso para vigilar a Klee. Era un hombre muy austero, con un cuerpo delgado y lleno de músculos. Lucía un pequeño bigote que no podía hacer nada para suavizar su rostro huesudo. Como subdirector del FBI, Cloot tenía sus deficiencias. Era demasiado inflexible y feroz a la hora de desempeñar sus responsabilidades y deberes, y creía demasiado en la seguridad interna. Estaba a favor de leyes más estrictas, de castigos draconianos para los traficantes de droga y los espías. Cada vez que podía, se saltaba los artículos de la ley en los que se hablaba de las libertades civiles. Pero siempre manifestaba buen juicio. Y, desde luego, nunca había hecho el fantasma. Durante los tres años que llevaba trabajando con Christian en la dirección del FBI, nunca había tenido que enviar un mensaje como éste.

Hacía más de tres años, Christian entrevistó a Peter Cloot para el puesto de subdirector del FBI, como parte de la lista de tres candidatos que le ofreció el Congreso, y llegó a la conclusión de que a aquel hombre no le importaba lo más mínimo conseguir el puesto o no. Había sido extraordinariamente franco.-Soy un reaccionario para la izquierda, y un terrorista para la derecha —dijo Cloot—. Cuando un hombre comete lo que se denomina un acto criminal, yo tengo la sensación de que es un pecado. Mi teología es el imperio de la ley. Un hombre que comete un acto criminal ejerce el poder de Dios sobre otro ser humano. La decisión de la víctima consiste en aceptarlo así, o aceptar a Dios en su vida. Cuando la víctima o la sociedad aceptan de alguna forma el acto criminal, destruimos la voluntad de nuestra sociedad por sobrevivir. Ni la sociedad, ni siquiera el individuo, tienen derecho a perdonar o reducir el castigo. Eso sería como imponer la tiranía del criminal sobre un pueblo sometido por la ley que se adhiere al contrato social. En los casos terribles de asesinato, robo a mano armada y violación, el criminal proclama su divinidad.

—¿Qué sugiere usted, meterlos a todos en la cárcel? —preguntó Christian sonriendo.

—No disponemos de cárceles suficientes —contestó Peter Cloot con expresión hosca.

Christian le entregó el último informe estadístico computarizado sobre el crimen en Estados Unidos. Cloot lo estudió durante unos minutos.

—Nada ha cambiado —dijo finalmente. Y empezó a tener un acceso de rabia. Al principio, Christian pensó que se había vuelto loco. Cloot dijo muchas cosas—. Si la gente conociera estas estadísticas del crimen. Si supiera la gran cantidad de delitos que no llegan a quedar incluidos en las estadísticas. Los ladrones con delitos anteriores raras veces terminan en prisión. Ese hogar que el gobierno no debe invadir, esa libertad preciosa, ese contrato social sagrado, ese hogar igualmente sagrado, se ven invadidos cada día por ciudadanos armados con intenciones de robar, matar y violar. La lluvia puede entrar, el viento puede entrar, pero el rey no puede entrar. Esto es una verdadera mierda. Sólo en California se cometen seis veces más asesinatos que en toda Inglaterra en un solo año. En Estados Unidos, los asesinos cumplen menos de cinco años de condena. Siempre y cuando, por alguna especie de milagro, se logre demostrar su culpabilidad.

Cloot continuó hablando en voz alta, con un tono que molestó a Christian.

El Tribunal Supremo, en su majestuoso desconocimiento de lavida cotidiana, los tribunales inferiores con su venalidad, el ejército de abogados ávidos, preparados para la batalla como si fueran samurais, los criminales protegidos de modo que el mal surja como de los cuentos de hadas de Grimm.

Y los científicos sociales, los psiquiatras, los eruditos de la ética envolviendo a todos esos criminales en el manto del medio ambiente y de la población general, que proporciona a su vez jurados demasiado cobardes como para condenar.

—El pueblo de Estados Unidos se siente aterrorizado por unos pocos millones de lunáticos —dijo Cloot—. Teme caminar de noche por las calles. Protegen sus casas con mecanismos de seguridad en los que se gasta treinta mil millones de dólares al año.

Cloot siguió diciendo que los blancos temían a los negros, los negros temían a los blancos, los ricos temían a los pobres. Los ciudadanos ancianos llevaban armas de fuego en la bolsa de la compra porque temían a los jóvenes. Las mujeres, temerosas de los violadores, practicaban para convertirse en cinturones negros, y millones de ellas llevaban armas.

—Nuestra jodida ley fundamental —siguió diciendo— permite que tengamos el índice de criminalidad más elevado del mundo civilizado. —Pero Cloot aborrecía sobre todo un aspecto—. ¿Sabe usted que el noventa y ocho por ciento de los delitos quedan impunes? Nietzsche dijo hace ya mucho tiempo que cuando una sociedad se vuelve blanda y tierna termina poniéndose del lado de quienes la dañan. Las organizaciones religiosas, con toda su mierda de misericordia, terminan por perdonar a los criminales. Esos hijos de perra no tienen ningún derecho a perdonar a los criminales. Lo peor que he visto en mi vida fue a una madre cuya hija fue violada y asesinada de una forma espantosa y que, cuando se la entrevistó en la televisión, declaró que perdonaba a quienes lo hicieron. ¿Qué jodido derecho tenía ella a perdonarlos? —Y luego, ante la sorpresa ligeramente esnobista de Christian, Cloot pasó a atacar la literatura—. Orwell se equivocó por completo en
1984
. El individuo es la bestia, y Huxley lo presentó como una mala cosa en
Un mundo feliz
. Pero a mí no me importaría vivir en
Un mundo feliz
que fuera mejor que éste. El tirano es el individuo, no el gobierno.

Y continuó hablando. Cloot aborrecía sobre todo a los abogados, a pesar de que él mismo era licenciado en Derecho. Creía que el Tribunal Supremo era como una especie de chiste. Pensaba que los criminales tenían las cosas fáciles en la sociedad estadounidense, y se mostró favorable a utilizar todas las triquiñuelas que estuvieran en su mano para frustrar cualquier clase de restricción que se le quisiera imponer a su agencia. Afirmó que siempre tendría cuidado con no cometer ninguna ilegalidad, en sustituir pruebas o distorsionarlas de un modo demasiado evidente, pero que sería capaz de ocultar pruebas que no quisiera ver utilizadas.

Christian no acabó de decidirse acerca de la conveniencia o no de elegir a Cloot hasta su entrevista final. Le había entregado el enorme informe estadístico para que lo estudiara y tomara notas sobre él. Cloot tamborileó con los dedos sobre las páginas computarizadas.

—Esto es material antiguo —dijo—. ¿Es de esto de lo que quiere usted hablar?

—Me siento realmente sorprendido por esas cifras —dijo Christian con seriedad y un tanto de ingenuidad—. La población de este país está siendo aterrorizada. Quizá ésa sea una palabra demasiado fuerte, pero ¿es que el antiguo presidente nunca se ocupó de arreglar esta situación mientras usted estuvo en su puesto?

—Lo intentamos —dijo Cloot lanzando una bocanada de humo—. Pero el Congreso nunca quiso aprobar la legislación que necesitábamos. Los periódicos y otros medios de comunicación pusieron el grito en el cielo acerca de las leyes fundamentales, la sagrada Constitución. Y las organizaciones defensoras de las libertades civiles siempre nos están dando de puntapiés en el trasero. Por no hablar de los
lobbies
negros, para quienes la ley y el orden no son más que palabras sucias. Y los grupos especiales, y los liberales no organizados, y esas mujeres y tipos especiales que aman a los criminales que están entre rejas y piden que se los libere. Así que el Congreso se encontró en una situación en la que no pudo hacer nada.

Christian empujó hacia Cloot un enorme cenicero de cristal rojo, y éste dejó caer en él la ceniza de su puro. Christian tomó su copia del informe y preguntó:

—¿Las cosas estaban así de mal antes?

—Eran peor —contestó Cloot. El humo formó un círculo sobre su cabeza, como un halo, y él sonrió sardónicamente. Estaba digiriendo el excelente almuerzo que había tomado, disfrutando de su puro,así que se encontraba en el estado adecuado de relajación física como para pontificar—. Permítame decirle unas pocas cosas, las crea o no. Lo verdaderamente extraño es que he discutido esta situación con los hombres realmente poderosos de este país, los que tienen todo el dinero. Pronuncié un discurso ante el club Sócrates. Pensé que se sentirían preocupados. Pero me llevé una buena sorpresa. Ellos tenían capacidad para conmover al Congreso, pero no quisieron hacerlo. Y no podría imaginarse la verdadera razón ni en un millón de años. Yo no pude imaginármela. —Se detuvo un momento, como si esperara a que Christian expresara una suposición. Su rostro se contrajo en lo que pudo haber sido una sonrisa o una expresión de desprecio—. Los ricos y los poderosos de este país pueden protegerse a sí mismos. No dependen de la policía ni de las agencias gubernamentales. Se rodean de sistemas de seguridad caros. Disponen de guardaespaldas privados. Están aislados de la comunidad criminal. Y los más prudentes no se mezclan con los elementos que trafican con droga. Pueden dormir tranquilos por la noche, tras sus muros electrificados.

Cloot guardó un momento de silencio. Christian se removió inquieto en su asiento y tomó un sorbo de brandy, mientras Cloot se bebía la mitad de su copa de un solo trago. Luego continuó:

—Esto es una entrevista privada, así que puedo hablar con franqueza. En política no se le permite a uno decir que los negros cometen muchos más delitos proporcionalmente a su población. Claro que ambos conocemos las razones, de tipo económico y cultural, y en este país existe, además, una larga y escandalosa historia de represión de la población negra. Pero así es como están las cosas. —Cloot volvió a chupar el puro—. Y, a propósito, los blancos son los criminales más peligrosos. Nunca conocí a un negro que fuera asesino en masa, o que robara tanto dinero como los que hacen la vista gorda en Wall Street. Y tampoco ha habido negros que cometan asesinatos políticos.

—Está usted haciendo todo lo posible por no abordar el meollo de la cuestión —dijo Christian.

—De acuerdo —asintió Cloot echándose a reír—. El meollo de la cuestión es el siguiente: digamos que aprobamos leyes para aplastar el crimen. En tal caso, estaremos castigando a los criminales negros más que a nadie. ¿Y dónde van a ir esas personas sin capacidad, sin educación, sin poder? ¿Qué otro recurso les queda en contra de nuestra sociedad? Si no se destacaran por el crimen, se lanzarían a la acción política, se convertirían en radicales activos. Y en tal caso desestabilizarían el equilibrio político de este país y no tendríamos una democracia capitalista.

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