La cuarta K (18 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

—Debe darse cuenta de que es usted mi baza —replicó Yabril con impaciencia—. Ya he presentado mis condiciones. Una vez que haya transcurrido el plazo previsto, se matará a un rehén por cada hora de retraso. Y usted será la primera.

Ante la sorpresa de Yabril, tampoco ahora detectó ningún temor en el rostro de la joven. ¿Acaso era una estúpida? ¿Es que una mujer tan evidentemente protegida podía ser tan valiente? Se sintió interesado por descubrirlo. Hasta el momento la habían tratado bien. Había permanecido aislada en la cabina de primera clase, y los guardias la habían tratado con el mayor de los respetos. Parecía estar muy enojada, pero se calmó tomando el té que él mismo le había servido.

Ahora levantó la mirada hacia él. Yabril observó la forma tan severa en que su cabello rubio pálido enmarcaba aquellos rasgos tan delicados. Tenía las ojeras producidas por la fatiga, llevaba los labios sin pintar y su color era de un rosado pálido.

—Dos de mis tíos fueron asesinados por personas como usted —dijo Theresa Kennedy con un tono de voz natural—. Mi familia ha tenido que acostumbrarse a la muerte, y mi padre sintió preocupación por mí al convertirse en presidente. Me advirtió que en el mundo había hombres como usted, pero yo me negué a creerle. Ahora, siento curiosidad. ¿Por qué actúa usted como un criminal? ¿Cree acaso que puede asustar a alguien asesinando a una mujer joven?

Yabril pensó: «Quizá no, pero maté al papa». Ella, sin embargo, aún no sabía eso. Por un momento se sintió tentado de decírselo, de explicarle su grandioso plan: socavar la autoridad que todos los hombres temían, el poder de las grandes naciones y de las grandes Iglesias. Demostrar que los actos solitarios de terror eran capaces de erosionar el miedo del hombre ante el poder. Pero en lugar de eso, extendió una mano para tocarla con un gesto tranquilizador.

—No le haré ningún daño —dijo—. Negociarán. La vida es una negociación continua. Mientras hablamos, usted y yo negociamos. Cada acto terrible, cada palabra de insulto, cada palabra de alabanza es una negociación. No se tome demasiado en serio lo que acabo de decirle.

Ella se echó a reír y a él le agradó que le pareciera ingenioso. En cierto modo, le recordaba a Romeo, poseía el mismo entusiasmo instintivo por los pequeños placeres de la vida, incluso aunque sólo fuera en un juego de palabras. En cierta ocasión, Yabril le dijo a Romeo: «Dios es el terrorista fundamental», y Romeo había dado una palmada, encantado con aquella frase.

Ahora, el corazón de Yabril se encogió y experimentó una oleada de aturdimiento. Se sintió avergonzado por su deseo de encantar a Theresa Kennedy. Creía hallarse en un momento de su vida en el que ya se encontraba por encima de aquellas debilidades. Si pudiera convencerla de grabar aquella cinta de vídeo, entonces no tendría que matarla.

7

MARTES

El martes por la mañana, al día siguiente al secuestro del avión y el asesinato del papa, el presidente Francis Kennedy acudió a la sala de proyecciones de la Casa Blanca para ver una película de la CÍA sacada clandestinamente de Sherhaben.

La sala de proyecciones de la Casa Blanca no era precisamente de lo mejor, con sillones verdes deslucidos y en no muy buen estado para los pocos elegidos, y sillas plegables de metal para todo aquel que no perteneciera al gabinete. La audiencia estaba compuesta por personal de la CÍA, el secretario de Estado y el de Defensa, con sus equipos respectivos, y todos los miembros del
staff
de la Casa Blanca.

Todos se levantaron cuando llegó el presidente. Kennedy se acomodó en uno de los sillones verdes y Theodore Tappey, el director de la CÍA, se colocó junto a la pantalla para comentar la proyección.

Dio comienzo la película. Apareció un camión de suministros que se acercó hasta la parte posterior del avión secuestrado. Los obreros dedicados a descargar las provisiones llevaban sombreros de ala ancha para protegerse del sol, e iban vestidos con pantalones marrones de dril y camisas de algodón de manga corta. Cuando abandonaban el avión, la película se detuvo, enfocando a uno de ellos. Por debajo de las alas del sombrero se distinguieron los rasgos de Yabril, el rostro oscuro y anguloso con ojos brillantes, la ligera sonrisa sobre los labios. Este subió al camión de suministros con los demás obreros. La película se detuvo y Tappey habló.

—Ese camión se dirigió hacia el recinto del palacio del sultán de Sherhaben. Según nuestra información, se les agasajó con un extraordinario banquete, con bailarinas incluidas. Más tarde, Yabril regresó al avión de la misma forma. No cabe la menor duda de que el sultán de Sherhaben es cómplice de estos actos de terrorismo.

La voz del secretario de Estado resonó en la oscuridad.

—Desde luego, sólo para nosotros. Las informaciones secretas de inteligencia siempre son dudosas. Y aun cuando pudiéramos probarlo, no podríamos hacerlo público. Ello alteraría el equilibrio político en el golfo Pérsico. Nos veríamos obligados a tomar represalias, lo cual iría en contra de nuestros intereses.

—¡Dios santo! —murmuró Otto Gray.

Christian Klee se echó a reír.

Todos los miembros del equipo del presidente odiaban al secretario de Estado, cuyo trabajo consistía fundamentalmente en aplacar a los gobiernos extranjeros.

Eugene Dazzy tomó notas en un cuaderno. Era capaz de escribir en la oscuridad, lo que evidenciaba su genio administrativo, como él mismo le decía a todo el mundo.

—Nosotros lo sabemos —dijo Kennedy con sequedad—. Eso es suficiente. Gracias, Theodore. Continúe, por favor.

—Más tarde recibirá usted los memorándums con todos los detalles —dijo el jefe de la CÍA—, pero nuestras informaciones indican que se trata de un destacamento operativo financiado por el grupo terrorista internacional conocido como los «Cien» o, a veces, los «Cristos de la Violencia». Repitiendo lo que ya dije en una reunión anterior, se trata de una operación conjunta llevada a cabo por grupos revolucionarios de diferentes países, que han suministrado «pisos francos» y material. Se ha limitado en su mayor parte a Alemania, Italia, Francia y Japón, y muy vagamente a Irlanda y Gran Bretaña. Pero, según nuestra información, ni siquiera los «Cien» conocían toda la amplitud de lo que se iba a realizar. Creyeron que la operación terminaría con el asesinato del papa. Así pues, hemos llegado a la conclusión de que esta conspiración se halla controlada sólo por ese tal Yabril, junto con el sultán de Sherhaben.

Siguió proyectándose la película. Se veía el avión aislado sobre la pista, rodeado por un anillo de soldados y armas antiaéreas que impedían la aproximación, y a la multitud, mantenida a más de quinientos metros de distancia. Mientras se proyectaba la película, se escuchó la voz del director de la CÍA.

—Tanto esta película como otras fuentes indican la imposibilidad de efectuar una misión de rescate. A menos que decidamos arrasar todo el Estado de Sherhaben. Y, desde luego, Rusia nunca lo permitiría, como probablemente tampoco lo harían otros Estados árabes. Además, se han empleado más de cincuenta mil millones de dólares estadounidenses en construir su ciudad de Dak, que es como otra especie de rehén que retienen. No vamos a volar por los aires cincuenta mil millones de dólares de inversión de nuestros ciudadanos. Además, está el hecho de que las rampas de misiles están manejadas en su mayor parte por mercenarios estadounidenses, aunque en este punto nos encontramos con algo aún más curioso.

Sobre la pantalla apareció una imagen movida del interior del avión secuestrado. Evidentemente, la cámara se había manejado a pulso, moviéndose a lo largo del pasillo de la sección turística para mostrar al grupo de pasajeros asustados, sujetos a sus asientos por los cinturones de seguridad. La cámara siguió avanzando hasta la cabina de primera clase y enfocó a un pasajero que había sentado allí. Entonces Yabril apareció en la imagen. Llevaba pantalones de algodón de color marrón claro y una camisa de manga corta, del mismo color del desierto próximo. La película mostró a Yabril sentándose junto a un pasajero solitario; entonces se vio que era Theresa Kennedy. Yabril y Theresa parecían hablar de forma animada y amistosa.

Theresa mostraba una sonrisa divertida y eso hizo que su padre, que estaba mirando la pantalla, casi apartara la vista de su rostro. Era una sonrisa que recordaba de su propia niñez, la de una persona atrincherada en los vestíbulos centrales del poder, que jamás soñaría que pudiera verse atacada por la maldad de un semejante. Francis Kennedy había visto esa misma sonrisa con mucha frecuencia en los rostros de sus tíos muertos.

—¿Cuándo y cómo se ha conseguido esta película? —preguntó el presidente al director de la CÍA.

—La película se ha tomado hace doce horas —contestó Theodore Tappey—. La compramos a un elevado precio, evidentemente a alguien cercano a los terroristas. Puedo darle los detalles en privado, después de la reunión, señor presidente. —Kennedy hizo un gesto de rechazo. No le interesaban los detalles. Theodore Tappey continuó-: Disponemos de más información. No se ha maltratado a ninguno de los pasajeros. También resulta curioso el hecho de que se haya sustituido a los miembros femeninos del grupo original de secuestradores, algo que, desde luego, ha tenido que hacerse con la connivencia del sultán. Considero este detalle un tanto siniestro.

—¿En qué sentido? —preguntó agudamente Kennedy.

—Los terroristas del avión son hombres. Ahora hay más, por lo menos diez. Y están fuertemente armados. Es posible que estén decididos a acabar con sus rehenes si se efectúa un ataque contra ellos. Se podría pensar que las terroristas no serían capaces de llevar a cabo una matanza. Pero según nuestra última evaluación de inteligencia, resulta muy arriesgado efectuar una operación de rescate por la fuerza.

—Quizá hayan sustituido algunos de sus miembros simplemente porque se encuentran en una fase diferente de la operación —comentó Christian Klee con voz penetrante—. O que Yabril se sienta más cómodo rodeado de hombres. Después de todo, es un árabe.

—Sabe usted tan bien como yo que esta sustitución es aberrante —dijo Tappey con una sonrisa—. Creo que hasta ahora sólo había sucedido en una ocasión. Sabe muy bien, por su propia experiencia en operaciones clandestinas, que esto descarta la posibilidad de un ataque directo para rescatar a los rehenes.

Christian no respondió.

Todos contemplaron el resto de la película, ya muy breve. Yabril y Theresa, que conversaban animadamente, parecían hacerlo cada vez con mayor amistad. Finalmente, Yabril llegó a tocarle el hombro, casi con un gesto afectuoso. Era evidente que la estaba tranquilizando, dándole alguna buena noticia, porque Theresa se echó a reír encantada. Luego Yabril le hizo casi una reverencia cortés, como un gesto que indicara que ella se encontraba bajo su protección y que no le pasaría nada.

—Ese tipo me da miedo —dijo Francis Kennedy—. Hay que sacar a Theresa de ahí.

Eugene Dazzy estaba sentado en su mesa de despacho, repasando todas las opciones de que disponía para ayudar al presidente Kennedy. Primero llamó a su amante para comunicarle que no podría verla hasta que no hubiera pasado la crisis. Después llamó a su esposa para repasar sus compromisos sociales y cancelarlo todo. Trasun largo período de reflexión, llamó a Bert Audick, que había sido uno de los enemigos más acerbos de la Administración Kennedy durante los tres últimos años.

—Tienes que ayudarnos, Bert —le dijo—. Te deberé un gran favor.

—Escucha, Eugene —replicó Audick—, en esto todos somos estadounidenses y debemos estar unidos.

Bert Audick siempre había sido un hombre relacionado con la industria del petróleo. Concebido en una zona petrolífera, criado en otra, alcanzó la madurez entre petróleo. Nació en el seno de una familia rica y multiplicó por cien su fortuna. Su compañía privada valía más de veinte mil millones de dólares, y él era el propietario del cincuenta por ciento de sus acciones. Ahora, a los setenta años, sabía más que nadie de petróleo. Conocía todos los lugares del globo donde hubiera petróleo oculto bajo la tierra.

En el cuartel general de su corporación, en Houston, las pantallas de las computadoras configuraban un mapa enorme del mundo en el que se mostraba la situación de los incontables petroleros que surcaban los mares, sus puertos de origen y de destino, quiénes eran sus propietarios, a qué precio se había pagado el petróleo que transportaban y cuántas toneladas transportaban. Podía suministrar a cualquier país mil millones de barriles de petróleo con la misma facilidad con que un hombre que acaba de llegar a la ciudad entrega al camarero una propina de cincuenta dólares.

Había hecho la mayor parte de su fortuna durante la crisis petrolífera de los años setenta, cuando el cártel de la OPEP pareció tener a todo el mundo bien sujeto por el cuello. Pero fue Bert Audick quien se aprovechó del apretón. Ganó miles de millones de dólares con una escasez que, por lo que sabía, no era más que fingida.

Pero eso no lo había hecho por pura avaricia. Le gustaba el petróleo y le enfurecía que se pudiera comprar tan barata aquella energía capaz de dar tanta vida. Ayudó a manipular el precio del petróleo con el ardor romántico de un joven que se rebelara contra las injusticias de la sociedad. Luego derivó una buena parte de su botín hacia valiosas obras de caridad.

Construyó hospitales gratuitos, residencias gratuitas para los ancianos, museos de arte. Estableció miles de becas universitarias paralos menos privilegiados, sin tener en cuenta ni su raza ni su credo. Se ocupó también, desde luego, de su familia y sus amigos, y enriqueció incluso a primos segundos. Quería mucho a su país y a sus compatriotas, y nunca contribuyó con dinero para nada fuera de Estados Unidos. Excepto, naturalmente, para el necesario soborno de los funcionarios extranjeros.

No le gustaban ni los gobernantes políticos de su país, ni su aplastante maquinaria gubernamental, que a menudo se convertían en sus enemigos, con sus leyes reguladoras, sus pleitos antitrust, su interferencia en los asuntos privados. Bert Audick era un hombre ferozmente leal a su país, pero era su negocio, y su derecho democrático, estrujar a sus conciudadanos y hacerles pagar el petróleo que él adoraba.

Audick creía en la idea de conservar el petróleo bajo tierra durante todo el tiempo que fuera posible. A menudo pensaba cariñosamente en todos aquellos miles de millones de dólares que yacían en grandes bolsas debajo de las arenas del desierto de Sherhaben o en otros lugares de la tierra, tan a salvo como pudieran estarlo. Ayudaría a conservar aquellos vastos lagos de oro mientras fuera posible. Compraría el petróleo y las compañías petrolíferas de los demás. Efectuaría perforaciones en los océanos, compraría concesiones en las costas del mar del Norte o en Venezuela. Además, estaba Alaska. Sólo él conocía el tamaño de la gran fortuna que había bajo los hielos.

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