La cuarta K (48 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

Todo encajó con facilidad en su lugar. Consiguió el apartamento, un pequeño lugar con una ducha, aunque sin baño. Parecía como una casa de muñecas, con cortinas adornadas con volantes en la única ventana de que disponía y grabados de pinturas antiguas en la pared. Se hallaba situado en una hilera de casas de dos pisos, por detrás de la avenida Montana, y hasta podía aparcar el coche en la calle. Había tenido mucha suerte.

Se pasó las dos semanas siguientes deambulando por la playa y el paseo de Venice, llegando a veces hasta Malibú, sólo para ver cómo vivían los ricos y famosos. Se apoyaba contra la verja de eslabones de acero que separaba la Colonia de Malibú de la playa pública situada en este lado, y se quedaba allí un buen rato, mirando. Había una larga hilera de casas playeras que se extendían hasta bastante lejos al norte. Cada una de ellas valía tres millones de dólares o más y, sin embargo, parecían como verdaderas barracas campestres. En Utah no costarían más de veinte mil dólares. Pero tenían la arena, el océano púrpura, el cielo brillante, las montañas detrás, más allá de la autopista costera del Pacífico. Algún día él mismo estaría sentado en la terraza de una de aquellas casas, contemplando el Pacífico.

Por la noche, en su apartamento de juguete, se hundía en largos sueños acerca de lo que haría cuando él también fuera rico y famoso. Permanecía despierto hasta las primeras horas del amanecer, totalmente entregado a sus fantasías. Fue para él una época solitaria y curiosamente feliz.

Llamó a sus padres para darles su nueva dirección, y su padre le dio el número del productor de unos estudios cinematográficos, un amigo de la infancia llamado Dean Hocken. Jatney esperó una semana. Finalmente hizo la llamada y se puso al habla con la secretaria de Hocken, quien le pidió que esperara. Al cabo de un rato regresó al teléfono y le dijo que el señor Hocken no estaba en el despacho. Jatney sabía que era una mentira, que aquello sólo servía para quitárselo de encima, y sintió una oleada de cólera contra su padre por haber sido tan estúpido. Pero cuando la secretaria se lo pidió le dio su número de teléfono. Una hora más tarde, se encontraba aún reflexionando con enfado, tumbado en la cama, cuando sonó el teléfono. Era la secretaria de Dean Hocken, quien le preguntó si estaría libre a las once de la mañana del día siguiente para entrevistarse con el señor Hocken en su despacho. Dijo que estaba libre y ella le comunicó que dejaría un pase a su nombre en la puerta de entrada, para que pudiera dejar el coche en el aparcamiento de los estudios.

Después de colgar el teléfono, David Jatney quedó sorprendido ante la amabilidad con la que se le recibía. Un hombre al que nunca había visto, había honrado una antigua amistad de colegio. Y entonces se sintió avergonzado ante su propia gratitud degradada. Sin duda alguna, aquel tipo era alguien importante y su tiempo era valioso, pero ¿a las once de la mañana? Eso significaría que no se le invitaría a almorzar. Se trataría de una de aquellas típicas y cortas entrevistas de cortesía, destinada simplemente a impedir que el tipo se sintiera culpable por no haberle atendido, y para que sus parientes de Utah pudieran decir que no era orgulloso. Se trataba, por lo tanto, de una amabilidad mezquina, sin verdadero valor de fondo.

Pero al día siguiente todo resultó ser muy distinto a como lo había esperado. El despacho de Dean Hocken se hallaba en un edificio largo y bajo, dentro de los estudios cinematográficos, y era impresionante. Había una recepcionista en una gran sala de espera cuyas paredes aparecían cubiertas con carteles de películas antiguas. En otros dos despachos situados por detrás de la sala de espera había otras dos secretarias, y luego venía un despacho más grande que los anteriores. Este último estaba amueblado con gusto, había cómodos y mullidos sillones y sofás, así como alfombras, y en las paredes colgaban pinturas originales. Disponía de un bar con una gran nevera. En un rincón estaba la mesa de despacho, forrada en cuero. Sobre la pared, por detrás de la mesa, había una enorme fotografía en la que se veía a Dean Hocken estrechándole la mano al presidente Francis Xavier Kennedy. También había una mesita de café llena con revistas y manuscritos. El despacho estaba vacío.

—El señor Hocken estará con usted dentro de diez minutos —le dijo la secretaria que le había hecho pasar—. ¿Quiere que le prepare algo de beber o le sirva un café?

Jatney se mostró cortés en su negativa. Se dio cuenta de que la joven secretaria le dirigía una mirada halagadora, así que utilizó su mejor tono de voz, sabiendo que causaba una muy buena impresión. Al principio siempre caía bien a las mujeres. En su opinión, sólo cuando empezaban a conocerlo un poco mejor terminaba por no gustarles. Pero eso quizá fuera porque a él tampoco le gustaban cuando empezaba a conocerlas un poco mejor.

Tuvo que esperar quince minutos hasta que David Hocken entró en el despacho, después de abrir una puerta situada en el fondo y que era casi invisible. David Jatney se sintió realmente impresionado por primera vez en su vida. Allí estaba un hombre que parecía haber alcanzado verdadero éxito y poder, que irradiaba confianza y amabilidad mientras estrechaba cálidamente su mano.

Dean Hocken era alto y David Jatney maldijo su propia baja estatura. Hocken tenía casi dos metros de altura y parecía extrañamente juvenil, a pesar de que debía de tener más o menos la misma edad que el padre de Jatney, que había cumplido ya cuarenta y cinco. Llevaba ropas informales, pero su camisa blanca era más blanca de lo que Jatney hubiera visto nunca. La chaqueta era de una especie de lino y le sentaba muy bien sobre su estructura. Los pantalones también eran de lino y de color blanco. El rostro de Hocken no parecía tener una sola arruga y daba la impresión de que lo hubieran rociado con tinte bronceador.

Dean Hocken era tan afable como juvenil. Reveló diplomáticamente una cierta melancolía por las montañas de Utah, la vida de los mormones, el silencio y la paz de la existencia rural, las tranquilas ciudades del Tabernáculo. Y también reveló que en sus tiempos había cortejado a la madre de David Jatney.

—Tu madre era mi novia —dijo Dean Hocken—, y tu padre me la quitó. Pero eso fue lo mejor, porque ellos dos se amaban de veras y se han hecho muy felices el uno al otro.

Y Jatney pensó que, en efecto, sus padres se amaban de veras y que, con su amor tan perfecto, le habían excluido a él. En las largas noches de invierno, ambos buscaban el calor de su cama conyugal, mientras que él se quedaba viendo la televisión. Pero de eso hacía ya mucho tiempo.

Observó a Dean Hocken mientras hablaba y se mostraba encantador, y detectó la edad por debajo de aquel armazón cuidadosamente conservado de piel bronceada demasiado tirante como paraque pudiera haber sido natural. El hombre no tenía nada de carne bajo la barbilla, y tampoco se le veía ninguna señal de la papada que le había salido a su padre. Se preguntó por qué razón aquel hombre se comportaba de un modo tan amable con él.

—He tenido cuatro esposas desde que salí de Utah —dijo Dean Hocken—, y creo que habría sido mucho más feliz con tu madre.

Jatney intentó descubrir las señales habituales de satisfacción, la insinuación de que su madre también habría podido ser mucho más feliz si se hubiera quedado con el hombre de éxito en que se convirtió Dean Hocken. Pero no observó ninguna de aquellas señales. Por debajo de aquel barniz californiano, el hombre seguía siendo un muchacho de Utah.

Jatney escuchó con amabilidad y rió las bromas. Trató a Dean Hocken de usted, hasta que el hombre le dijo que lo tuteara y le llamara «Hock», y luego ya no le llamó de ninguna forma. Hocken habló durante una hora y luego, de repente, miró su reloj y dijo bruscamente:

—Ha sido muy agradable haber visto a alguien que viene de casa, pero supongo que no has venido aquí para hablar de Utah. ¿A qué te dedicas?

—Soy escritor —contestó David Jatney—. Lo de siempre, una novela que terminé por tirar a la basura y algunos guiones. Todavía estoy aprendiendo.

En realidad, nunca había llegado a escribir una novela. Dean Hocken hizo un gesto de asentimiento ante la modestia del joven.

—Cada cual tiene que ganarse sus derechos. Mira, esto es lo que puedo hacer por ti ahora mismo. Puedo conseguirte un puesto de trabajo en el departamento de lectura. De ese modo estarías en la nómina de los estudios. Te dedicarías a leer guiones y a redactar una síntesis de tu opinión sobre lo que leyeras. Sólo media página sobre cada guión que leyeras. Así fue como yo mismo empecé. Empezarás a conocer a la gente y a aprender lo básico. Lo cierto es que nadie presta gran atención a esos informes, pero hazlo lo mejor que puedas. Sólo es un punto de partida. Ahora me ocuparé de todo esto y una de mis secretarias se pondrá en contacto contigo dentro de unos días. Dentro de poco cenaremos juntos. Transmíteles mis mejores saludos a tu madre y a tu padre.

Hock acompañó luego a David Jatney hasta la puerta. Jatney pensó que no iban a almorzar juntos y que, en cuanto a la promesa de cenar algún día, se perdería en la noche de los tiempos. Pero al menos tendría un puesto de trabajo y habría conseguido poner un pie en la puerta de modo que, más tarde, cuando se dedicara a escribir sus guiones, todo pudiera cambiar de una forma espectacular.

Jatney se pasó un mes leyendo manuscritos que le parecieron de lo más inútil. Redactaba un breve resumen de media página y luego incluía su propia opinión. Se suponía que dicha opinión sólo debía estar formada por unas pocas frases, aunque habitualmente terminaba por utilizar todo el resto de la página.

Al final del mes, el supervisor se acercó a su mesa y le dijo:

—David, aquí no tenemos necesidad de conocer tu ingenio. Dos frases de opinión son más que suficientes. Y no te muestres tan despreciativo con esas personas; no se han meado en tu mesa, sino que sólo tratan de escribir guiones de películas.

—Pero son terribles —dijo Jatney.

—Claro que lo son —asintió el supervisor—, ¿acaso crees que te daríamos a leer los buenos guiones? Para eso contamos con personas más experimentadas que tú. Además, cada uno de esos guiones que tú consideras horrible ha sido presentado por un agente. Y un agente es alguien que espera ganar dinero con ellos, de modo que los guiones han pasado por una selección previa. No aceptamos guiones por libre, debido a los pleitos; aquí no somos como los editores. Así que, cuando nos los presenta un agente, tenemos que leerlos, sin que importe lo asquerosos que sean.

—Yo podría escribir guiones mejores —insistió Jatney.

—Lo mismo podríamos hacer todos —dijo el supervisor echándose a reír y, tras una pausa, añadió-: Cuando hayas escrito uno, déjame que lo lea.

Un mes más tarde eso fue precisamente lo que hizo David Jatney. El supervisor lo leyó en su despacho particular. Se mostró muy amable y le dijo con suavidad:

—David, esto no funciona, aunque eso no quiere decir que no puedas escribir. Pero no acabas de comprender cómo funciona lo de las películas. Eso se manifiesta en tus resúmenes y críticas, pero ahora también se ve en tu guión. Mira, estoy tratando de ayudarte. De veras. De modo que, a partir de la semana que viene, empezarás a leer las novelas publicadas que se han considerado posibles candidatas a servir en películas.

David Jatney le dio las gracias amablemente, pero sintió la sensación de rabia que ya empezaba a resultarle familiar. Una vez más, había hablado la voz del más viejo, del que se suponía que sabía más, de los que tenían el poder.

Apenas unos días más tarde, la secretaria de Dean Hocken le llamó y le preguntó si estaba libre esa misma noche para cenar con el señor Hocken. Eso le sorprendió tanto, que tardó un momento en contestar afirmativamente. Le dijo que la cena sería en el restaurante Michael’s, de Santa Mónica, a las ocho de la noche. Empezó a darle la dirección del restaurante, pero él la interrumpió diciéndole que vivía en Santa Mónica y sabía dónde estaba el local, lo que no era estrictamente cierto.

Pero sí había oído hablar del restaurante Michael’s. David Jatney leía todos los periódicos y revistas y escuchaba lo que se decía en el despacho. Michael’s era el restaurante de moda entre la gente del mundo de la música y el cine que vivía en la Colonia de Malibú. Después de haber colgado el teléfono, le preguntó al director si sabía exactamente dónde estaba Michael’s, mencionando de paso que iba a cenar allí aquella noche. Observó la impresión que eso causó en el director. Se dio cuenta entonces de que debería haber esperado a que se produjera aquella cena antes de presentarle su guión. De ese modo, lo habría leído en un contexto muy diferente.

Aquella noche, cuando David Jatney entró en el restaurante Michael’s, se sintió sorprendido al ver que sólo la parte delantera estaba bajo techo, ya que el resto del local formaba parte de un jardín hermosamente adornado con flores y grandes parasoles blancos que constituían un toldo seguro contra la lluvia. Toda la zona estaba brillantemente iluminada. Era un lugar hermoso, abierto al aire balsámico de abril, con las flores extendiendo su perfume e incluso una luna dorada en el cielo. Qué diferencia con respecto al invierno en Utah. Fue en ese preciso momento cuando David Jatney decidió no regresar nunca más a casa.

Dio su nombre a la recepcionista y le sorprendió que se le condujera directamente a una de las mesas del jardín. Había tenido la intención de llegar antes que Hocken; sabía cuál era su papel y tenía la intención de representarlo bien. Se mostraría absolutamente respetuoso y estaría en el restaurante, a la espera de que llegara el bueno y viejo Hocken; sería una forma de reconocer su poder. Aún seguía haciéndose preguntas acerca de Hocken. ¿Era un hombre realmente amable, o sólo un farsante de Hollywood que se muestra condescendiente para con el hijo de una mujer que en otro tiempo le rechazó y que ahora, desde luego, debía de estar lamentándolo?

Vio a Dean Hocken ante la mesa a la que fue conducido. Estaba en compañía de un hombre y una mujer. Lo primero que David Jatney observó fue que Hocken le había dado una cita deliberadamente más tarde para que no tuviera que esperar, una amabilidad extraordinaria que casi le conmovió. Porque, además de ser paranoide y de adscribir misteriosas motivaciones malvadas al comportamiento de los demás, David Jatney también podía alentar razones benevolentes.

Hocken se levantó para darle un abrazo de bienvenida y luego le presentó al hombre y a la mujer. Jatney reconoció en seguida al hombre. Se llamaba Gibson Grange y era uno de los actores más famosos de Hollywood. La mujer se llamaba Rosemary Belair, un nombre que a Jatney le sorprendió no reconocer, porque era lo bastante hermosa como para ser una estrella de cine. Tenía un reluciente cabello negro que dejaba caer largo sobre la espalda, y su rostro mostraba una simetría perfecta. Su maquillaje era profesional e iba vestida de una forma elegante, con un vestido de noche que formaba una especie de pequeña chaqueta.

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