La cuarta K (13 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

Había acudido a un centro de rejuvenecimiento en Suiza, se había sometido a la extirpación quirúrgica de las arrugas, a la limpieza a fondo de la piel, a la inyección de pulpa de feto animal en sus propias venas. Pero nada podía hacerse respecto al encogimiento delesqueleto, a la congelación de las articulaciones, a la transformación de su sangre en agua.

Aunque eso ya no le servía de gran cosa,
El Oráculo
creía comprender a los hombres y las mujeres en el amor. Sus jóvenes amantes continuaron adorándole incluso después de los sesenta años. El secreto consistía en no imponer nunca ninguna regla sobre su comportamiento, en no mostrarse nunca celoso ni herir nunca sus sentimientos. Aceptaban a hombres más jóvenes como a sus verdaderos amores, y trataban a
El Oráculo
con una descuidada crueldad, pero eso no importaba. A pesar de todo, él las inundaba con regalos caros, pinturas y joyas de gusto refinado. Permitía que ellas hicieran uso de su poder para obtener de la sociedad favores que no se habían ganado, y que utilizaran su dinero en cantidades generosas, aunque sin despilfarrar. No obstante, él siempre había sido un hombre prudente y había tenido tres o cuatro amantes al mismo tiempo. Pues ellas también llevaban sus propias vidas. Se enamoraban y lo rechazaban, emprendían viajes, trabajaban duro para labrarse un porvenir, y él no les exigía demasiado de su tiempo. Pero cualquiera de las cuatro estaba disponible cada vez que él necesitaba compañía femenina (no sólo para el sexo, sino también para escuchar la música dulce de sus voces, lo intrincado e inocente de sus engaños). Y, desde luego, ser vistas en actos sociales importantes en su compañía les daba entrada a círculos a los que, de otro modo, les hubiera sido muy difícil acceder por sí mismas. Ése era uno de los valores de su poder.

No tenía secretos, y todas ellas se conocían. Creía que, en el fondo de sus corazones, a las mujeres no les gustan los hombres monógamos.

Qué cruel que recordara más las cosas malas jque había hecho, que las buenas. Con su dinero se habían construido centros médicos, iglesias, casas de reposo para los ancianos; sí, había hecho muchas cosas buenas. Pero los recuerdos que tenía de sí mismo no eran tan buenos. Afortunadamente, pensaba a menudo en el amor. De forma peculiar, éste había sido el aspecto más comercial de su vida. Y eso que había sido propietario de empresas en Wall Street, bancos y líneas aéreas.

Ungido por el dinero, había sido invitado.a compartir los acontecimientos más importantes del mundo, y se había convertido enasesor de los poderosos. Había ayudado a configurar el mundo en el que hoy vivía la gente. Su vida había sido fascinante, importante y valiosa. Y, sin embargo, las relaciones con sus incontables amantes era algo que tenía mucho más vivido en su cerebro de cien años. Ah, aquellas beldades de mentalidad inteligente, qué encantadoras habían sido, y cómo habían justificado su propio juicio, al menos la mayoría de ellas. Ahora se habían convertido en juezas, jefas de revistas, poderes en Wall Street, reinas de la televisión. Qué astutas habían sido en sus relaciones amorosas con él y cómo las había burlado a todas. Pero sin engañarlas nunca. No abrigaba sentimientos de culpabilidad, sino sólo lamentaciones. Si una sola de ellas lo hubiera amado realmente, la habría encumbrado a los cielos. Pero su mente le recordó entonces que él nunca había merecido ser amado. Ellas se habían dado cuenta de que su amor era como un tambor vacío que sólo producía el ruido sordo de su cuerpo.

Fue a la edad de ochenta años cuando su esqueleto empezó a contraerse dentro de su envoltura de carne. El deseo físico amainó y su cerebro se vio inundado por un vasto océano de imágenes juveniles y perdidas. Fue entonces cuando le pareció necesario emplear a mujeres jóvenes para que se acostaran inocentemente en su cama, sólo para que él pudiera contemplarlas. Oh, aquella perversidad tan vilipendiada en la literatura, de la que tanto se burlan los jóvenes que habrán de convertirse en viejos. Y, sin embargo, qué paz proporcionaba a su marchito cuerpo el contemplar la belleza que ya no era capaz de devorar. Qué pura era. La boca redondeada de los pechos, la piel blanca y satinada, coronada por sus diminutas rosas rojas. Los muslos misteriosos, su carne redondeada de la que brotaba un brillo dorado, el sorprendente triángulo de vello de los colores más diversos, y luego, por el otro lado, las impresionantes nalgas, divididas en dos mitades exquisitas. Cuánta belleza para sus sentidos físicos ya muertos y perdidos, pero que aún despertaban el parpadeo de miles de millones de células en su cerebro. Y sus rostros, con las conchas misteriosas de sus orejas introduciéndose en espiral en algún mar interior, y los ojos, con sus fuegos de azul, y gris, y pardo y verde mirando desde sus células privadas y eternas, los planos de las caras descendiendo hacia los labios partidos, tan abiertos alplacer como a las heridas. Él las contemplaba antes de quedarse dormido. Extendía una mano y tocaba la carne cálida, el satinado de los muslos y las nalgas, los labios ardientes y, oh, el ensortijado pelo de la vulva, tan extraordinariamente suave, para percibir el pulso palpitante que latía por debajo. Experimentaba tanto bienestar que se quedaba dormido y aquellos latidos suavizaban el terror de sus sueños. En esos sueños, odiaba a los muy jóvenes y los devoraba. Soñaba con los cuerpos de hombres jóvenes apilados en las trincheras, con miles de marineros que flotaban como fantasmas en las profundidades de los mares, con cielos enormes nublados por los cuerpos vestidos de los exploradores espaciales, que giraban y giraban infinitamente hacia los agujeros negros del universo.

Soñaba despierto. Pero, estando despierto, reconocía sus sueños como una forma de locura senil, de repugnancia por su propio cuerpo. Aborrecía su piel, que brillaba como tejido cicatrizado, o las manchas marrones de sus manos y su calva, aquellas pecas de la muerte, su visión defectuosa, la debilidad de sus extremidades, el corazón acelerado, la maldad como un tumor en su cerebro tan claro como una campana.

Oh, qué lástima que las hadas madrinas acudieran a los pies de las cunas de los niños recién nacidos para otorgar allí sus tres deseos mágicos. Aquellos niños no tenían necesidades. Los ancianos como él, en cambio, deberían recibir tales dones. Especialmente los que tenían las mentes tan claras como campanas.

LIBRO SEGUNDO

SEMANA DE PASCUA

4

LUNES

La huida de Romeo de Italia se había planeado meticulosamente. Desde la plaza de San Pedro, la camioneta condujo a su equipo a un «piso franco» donde se cambió de ropa, se le entregó un pasaporte falso casi perfecto, tomó una bolsa de viaje ya preparada y fue conducido por rutas clandestinas a través de la frontera, hasta el sur de Francia. Allí, en la ciudad de Niza, subió a un vuelo con destino a París, que continuaba hasta Nueva York. Romeo permaneció alerta, a pesar de no haber dormido durante las últimas treinta horas. Todo aquello no eran más que los detalles bien planeados que configuraban la parte más sencilla de una operación, que sólo podría salir mal por un momento de mala suerte o por un fallo en la planificación.

La cena y el vino servidos en los aviones de Air France siempre eran buenos y Romeo se fue relajando poco a poco. Contempló los infinitos océanos de un verde pálido y horizontes de un cielo blanco y azul. Tomó dos fuertes somníferos, pero algo de nervios o de temor le mantuvo despierto. Pensó en el momento en que tuviera que pasar por la aduana estadounidense, ¿saldría allí algo mal? Pero, aun cuando lo detuvieran en aquel momento y lugar, no representaría ninguna diferencia para los planes de Yabril. Un traicionero instinto de supervivencia lo mantuvo despierto. Romeo no se hacía ilusiones acerca del sufrimiento que tendría que soportar. Había estado de acuerdo en cometer un acto de sacrificio inmolador para expiar los pecados de su familia, su clase social y su país, pero ahora aquel misterioso nervio de temor le ponía el cuerpo en tensión.

Finalmente, las pastillas hicieron su efecto y se quedó dormido. En sus sueños, hizo el disparo y salió corriendo de la plaza de SanPedro, y ahora, mientras aún seguía corriendo, se despertó. El avión se disponía a aterrizar en el aeropuerto Kennedy de Nueva York. La azafata le entregó su chaqueta y él se incorporó para recoger la bolsa de viaje que había dejado en el compartimiento superior. Al pasar por la aduana representó su papel a la perfección y llevó la bolsa hacia la plaza central que daba al exterior, en la terminal del aeropuerto.

Distinguió inmediatamente a sus contactos. La muchacha llevaba una gorra de esquiar de color verde con rayas blancas. El joven sacó una gorra roja y se la puso en la cabeza, poniendo al descubierto las letras azules de la visera, que decían: «Yankees». El propio Romeo no llevaba señal alguna que lo distinguiera, ya que había querido dejar abiertas sus opciones. Se inclinó, dejó la bolsa en el suelo, abrió la cremallera y fingió buscar algo mientras estudiaba a sus dos contactos. No observó nada que le pareciera sospechoso. Aunque eso, en realidad, no importaba.

La joven era delgada y rubia y demasiado angulosa para el gusto de Romeo, pero su rostro poseía la firmeza femenina que tienen algunas jóvenes decididas, y eso era algo que le gustaba en una mujer. Se preguntó cómo sería en la cama y confió en permanecer en libertad el tiempo suficiente como para seducirla. No le sería muy difícil. Siempre había sido atractivo para las mujeres. En ese sentido, era mucho más hombre que Yabril. Ella supondría que él estaría relacionado con el asesinato del papa y, para una joven revolucionaria y decidida, compartir la cama con una persona como él sería como la realización de un sueño romántico. Observó que ella ni se inclinó ni tocó al joven que la acompañaba.

El joven tenía un rostro tan cálido y abierto, irradiaba tal amabilidad estadounidense, que a Romeo le disgustó de inmediato. Los estadounidenses eran mierdas sin valor alguno y llevaban una vida demasiado cómoda. Sólo había que pensar que en más de doscientos años nunca habían tenido un partido revolucionario. Y eso en un país que había nacido gracias a una revolución. El joven que le habían enviado a recibirlo era el típico blando. Romeo tomó la bolsa de viaje y se dirigió directamente hacia ellos.

—Disculpen —dijo con una sonrisa y en un inglés con fuerte acento—. ¿Pueden decirme de dónde sale el autobús a Long Island?

La joven volvió el rostro hacia él. De cerca resultaba mucho másbonita. Observó una pequeña cicatriz en la barbilla y eso despertó aún más su deseo.

—¿Quiere ir a la costa norte o a la costa sur?

—A East Hampton —contestó Romeo.

La joven sonrió. Fue una sonrisa cálida, incluso con un matiz de admiración. El joven se hizo cargo de la bolsa de viaje y le dijo:

—Sigúenos.

Le indicaron el camino para salir de la terminal. Romeo los siguió. Casi se sintió apabullado por el ruido del tráfico y la gran cantidad de gente. Había un coche esperándoles, con un conductor que también llevaba una gorra roja. Los dos jóvenes se sentaron delante y la muchacha en el asiento de atrás, con Romeo. Mientras el vehículo se introducía en la corriente de tráfico, la joven extendió la mano y se presentó:

—Me llamo Dorothea. No te preocupes, por favor. —Los dos jóvenes también murmuraron sus nombres. Luego la muchacha añadió—: Estarás muy cómodo y muy seguro.

Y en ese momento Romeo sintió la angustia de un Judas.

Aquella noche, la joven pareja de estadounidenses se tomó mucho trabajo para prepararle una buena cena. Disponía de una habitación cómoda desde la que se veía el océano, aunque el colchón tenía algunos bultos, algo que no importaba demasiado, puesto que Romeo sabía que sólo dormiría allí una noche, si es que lograba dormir. La casa estaba decorada con muebles caros, pero sin gusto; era todo moderno y playero, muy estadounidense. Los tres pasaron una velada tranquila, hablando en una mezcla de italiano e inglés.

Dorothea fue una verdadera sorpresa. Era extremadamente inteligente, así como bonita. También resultó que no le gustaba flirtear, lo que destruyó las esperanzas de Romeo de pasar su última noche de libertad practicando juegos sexuales. El joven, Richard, también era bastante serio. Evidentemente, ambos pensaban que él estaba implicado en el asesinato del papa, pero no le hicieron preguntas específicas al respecto. Se limitaron a tratarlo con el temeroso respeto que muestra la gente ante alguien que se está muriendo lentamente de una enfermedad terminal. Romeo se sintió impresionado por ellos. Sus cuerpos se movían con agilidad. Hablaban con inteligencia, demostraban compasión por el infortunado e irradiaban confianza en sus creencias y habilidades.El hecho de pasar una noche tranquila en compañía de aquellos dos jóvenes, tan sinceros en sus ideas, tan inocentes acerca de la necesidad de una verdadera revolución, hizo que Romeo sintiera un poco de náusea por toda su vida. ¿Era necesario que aquellos dos fueran traicionados con él? En último término, a él lo soltarían. Creía en el plan de Yabril; en su opinión, era muy sencillo, muy elegante. Y se había presentado voluntario para colocarse en el lazo. Pero estos dos jóvenes también eran verdaderos militantes, gente que estaba de su lado. Y les pondrían esposas, conocerían los sufrimientos de los revolucionarios. Por un momento, pensó en advertírselo. Sin embargo, era imprescindible que el mundo supiera que también había estadounidenses implicados en el complot, y aquellos dos eran los chivos expiatorios. Finalmente, se enojó consigo mismo por tener un corazón demasiado blando. Claro que nunca podría arrojar una bomba a un jardín de infancia, como Yabril, pero sí podía sacrificar a unos pocos adultos. Después de todo, había matado al papa.

¿Y qué les harían a estos dos? Pasarían unos cuantos años en prisión. Los estadounidenses eran tan blandos, desde lo más alto hasta lo más bajo, que hasta podrían quedar en libertad. Estados Unidos era el país de los abogados, tan temibles como los caballeros de la Tabla Redonda. Eran capaces de sacar a cualquiera de la cárcel.

Así pues, trató de quedarse dormido. Pero todos los terrores de los últimos días parecieron acudir con el aire que, desde el océano, penetraba por la ventana abierta. Volvió a levantar el rifle en sueños, volvió a ver cómo caía el papa, a salir precipitadamente de la plaza, y escuchó a los peregrinos lanzando gritos de horror.

A primeras horas de la mañana siguiente, la del lunes, veinticuatro horas después de haber asesinado al papa, Romeo decidió salir a dar un paseo por la costa y disfrutar de sus últimos momentos de libertad. La casa estaba en silencio cuando bajó la escalera, pero encontró a Dorothea y a Richard durmiendo en dos divanes, en la sala de estar, como si hubieran permanecido de guardia. El veneno de su traición le impulsó a salir hacia la brisa salada de la playa. A primera vista, le disgustó esta playa extraña, con aquellos bárbaros matojos grises y las altas hierbas amarillentas, con la relampagueante luz del sol arrancando destellos de las latas de soda de color plateado y rojizo. Hasta la salida del sol era acuosa, con el frío propio del principio de la primavera en este país extraño. Pero se alegró de encontrarse en el exterior, mientras la traición seguía su curso. Un helicóptero pasó sobre su cabeza y desapareció de la vista. Había dos motoras inmóviles en el agua, sin nadie a bordo. El sol adquirió la tonalidad de una naranja sanguinolenta para irse amarilleando después y convertirse en dorado, al tiempo que se iba elevando en el cielo. Caminó durante largo rato, rodeó una protuberancia de la bahía y perdió de vista la casa. Por alguna razón, eso le produjo pánico, o quizá fuera la visión de un gran bosque de hierba alta moteada de gris, que casi llegaba hasta la orilla del agua. Inició el camino de regreso.

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