—En las pocas horas de que hemos podido disponer, hemos reunido alguna información importante —dijo Theodore Tappey—. El asesinato del papa lo llevó a cabo un grupo italiano. El secuestro del avión de Theresa lo realizó un equipo mixto, dirigido por un árabe conocido con el nombre de Yabril. El hecho de que ambos incidentes hayan ocurrido el mismo día y se hayan originado en la misma ciudad parece ser una simple coincidencia. Algo de lo que, desde luego, siempre debemos desconfiar.
—En este momento no es primordial el asesinato del papa —dijo Francis Kennedy con voz suave—. Nuestra preocupación principal debe ser manejar el problema del secuestro. ¿Han planteado ya alguna exigencia?
—No —se apresuró a contestar Tappey con firmeza—. Eso, en sí mismo, constituye una circunstancia extraña.
—Utilice a sus contactos para la negociación e infórmeme personalmente de cada paso —dijo Kennedy. Luego se volvió hacia el secretario de Estado y preguntó-: ¿Qué países nos ayudarán?
—Todo el mundo —contestó el secretario de Estado—. Los otros países árabes están horrorizados y rechazan la idea de que se haya tomado a su hija como rehén. Eso ofende a su sentido del honor, y también piensan en sus propias costumbres de odio y de sangre. Están convencidos de no poder conseguir nada bueno con esto. Francia mantiene una buena relación con el sultán. Nos han ofrecido enviar observadores. Gran Bretaña e Israel no pueden ayudar, ya que no se confía en ellos. Pero hasta que los secuestradores no planteen sus exigencias, nos encontramos en una especie de limbo.
—Chris —dijo Francis Kennedy volviéndose hacia Christian—, ¿qué conclusión saca del hecho de que no hayan planteado todavía ninguna exigencia?
—Es posible que aún sea demasiado pronto. O bien tienen alguna otra carta que jugar.
La sala de gabinete permaneció en silencio, y en la negrura de las numerosas sillas pesadas y de respaldo alto, los candelabros de luz blanca de las paredes convirtieron la piel de todos los presentes en un gris muy ligero. Kennedy esperó a que hablaran todos y cerró su mente a la exposición de las diversas opciones, a la amenaza de sanciones, de un bloqueo naval o la congelación de las propiedades de Sherhaben en Estados Unidos. Se esperaba que los secuestradores extendieran interminablemente la negociación para sacar provecho de la televisión y los noticiarios de todo el mundo. Al cabo de un rato, Francis Kennedy se volvió hacia Oddblood Gray.
—Organice una reunión con los líderes del Congreso —le ordenó abruptamente—, con la presencia de los presidentes de los comités más importantes, y en la que participaremos yo y mi equipo. —Lúego se volvió hacia Arthur Wix—. Ponga a trabajar a su servicio de seguridad nacional para que trace planes por si esto resulta ser algo de un ámbito más amplio. —Después se levantó, dispuesto para marcharse, y se dirigió a todos los presentes—. Caballeros, debo decirles que no creo en las coincidencias. No creo que el papa de la Iglesia Católica pueda ser asesinado el mismo día y en la misma ciudad en que se secuestra a la hija del presidente de Estados Unidos.
Fue un largo Domingo de Resurrección. La Casa Blanca se fue llenando con el personal de los diferentes comités de acción establecidos por la CÍA, el Ejército, la Marina y el departamento de Estado. Todos estuvieron de acuerdo en que el hecho más desconcertante era que los terroristas no hubieran planteado aún sus exigencias para la liberación de los rehenes.
En el exterior, las calles estaban congestionadas de tráfico. Los periodistas y reporteros de televisión acudían a Washington. A pesar de ser Semana Santa, se llamó a los miembros de los equipos del gobierno para que acudieran a sus despachos. Christian Klee ordenó que mil hombres suplementarios del servicio secreto y el FBI ofrecieran protección adicional para la Casa Blanca.
El tráfico telefónico de la Casa Blanca incrementó su volumen. Había una cierta confusión, gente que iba de un lado a otro, desde la Casa Blanca hasta el edificio de despachos ejecutivos. Eugene Dizzy trataba de tenerlo todo controlado.
Kennedy se pasó el resto del domingo en la Casa Blanca, recibiendo informes desde la sala de Situación, celebrando largas y solemnes conferencias acerca de cuáles eran las opciones posibles, manteniendo conversaciones telefónicas con los jefes de países extranjeros y con los miembros del gabinete de Estados Unidos.
Por la noche de ese mismo domingo los miembros del equipo del presidente cenaron con él y se prepararon para el día siguiente. Revisaron los noticiarios de televisión, que eran continuos.
Finalmente, Kennedy decidió acostarse. Un hombre del servicio secreto fue delante, mientras Kennedy subía la pequeña escalera que conducía a sus alojamientos, en el cuarto piso de la Casa Blanca. Otro hombre del servicio secreto iba detrás. Ambos sabían que al presidente no le gustaba utilizar los ascensores de la Casa Blanca.La parte superior de la escalera se abría a un salón donde había un panel de comunicaciones atendido por otros dos hombres del servicio secreto. Una vez hubo cruzado ese salón, Kennedy se encontró en sus alojamientos privados, con sólo sus sirvientes personales: una doncella, un mayordomo y un ayuda de cámara, cuya tarea consistía en mantener el amplio guardarropa del presidente.
Lo que él no sabía era que hasta estos sirvientes personales pertenecían al servicio secreto. El propio Christian Klee había creado esta disposición. Formaba parte de su plan general el mantener al presidente libre de todo daño personal, como parte del intrincado escudo que Christian había tejido alrededor de Francis Kennedy.
Cuando Christian introdujo este dispositivo en el sistema de seguridad, él mismo habló con el grupo especial de hombres y mujeres del servicio secreto.
—Van a ser ustedes los sirvientes más condenadamente buenos del mundo, hasta el punto de que puedan salir de aquí y conseguir inmediatamente un trabajo en el palacio de Buckingham. Recuerden que su primer deber consiste en recibir cualquier posible bala que se dispare contra el presidente. Pero su deber también consistirá en conseguir que la vida personal del presidente sea cómoda.
El jefe de este destacamento especial era el sirviente que estaba de servicio esta noche. Se trataba de un camarero negro, llamado Jefferson, con rango de suboficial de Marina. En realidad, tenía un alto rango en el servicio secreto y estaba excepcionalmente bien entrenado en el combate cuerpo a cuerpo. Era un atleta natural y había formado parte del equipo estadounidense de fútbol. Su CI era de 160. También poseía un sentido del humor que le permitía hallar un placer especial en el hecho de convertirse en el sirviente perfecto.
Ayudó a Kennedy a quitarse la chaqueta y la colgó con todo cuidado. Entregó al presidente un batín de seda, ya que sabía que al presidente no le gustaba que le ayudaran a ponérselo. Cuando Kennedy se dirigió al pequeño bar que había en el salón de la suite, Jefferson ya estaba allí, mezclando vodka con tónica y hielo.
—Señor presidente —dijo luego Jefferson—, su baño está preparado.
Kennedy lo miró con una ligera sonrisa en el rostro. Jefferson era un poco demasiado bueno como para que fuese cierto.
—Desconecte todos los teléfonos, por favor —le dijo—. Podrá usted despertarme personalmente si me necesitan.Permaneció en el baño caliente durante casi media hora. La bañera disponía de chorros de agua que le daban en la espalda y en los muslos y que disipaban el cansancio de sus músculos. El agua del baño tenía un agradable perfume masculino y la repisa que rodeaba la bañera estaba llena de toda clase de jabones, linimentos y revistas. Había incluso una cesta de plástico con un montón de memorándums.
Cuando Kennedy salió del baño se puso un batín de paño blanco que tenía un monograma en letras rojas, blancas y azules que decía: «EL JEFE». Eso había sido un regalo del propio Jefferson, a quien le pareció que formaba parte del personaje que representaba el hacerle tal regalo. Francis Kennedy se secó, frotándose el cuerpo blanco y casi sin pelo con el paño del batín, y pensó que debía dirigirse en algún momento hacia el sur y conseguir un buen bronceado solar. Siempre se había sentido insatisfecho con la palidez de su piel y su falta de pelo en el cuerpo.
En el dormitorio, Jefferson ya había corrido las cortinas y encendido la pequeña lámpara de lectura. También había echado hacia un lado las sábanas. Cerca de la cama había una pequeña mesita de mármol, con ruedas especialmente adosadas, y un poco más allá un cómodo sillón. La mesita estaba revestida con una tela de color rosa pálido, hermosamente bordada, y sobre la mesa se había dejado una jarra de color azul oscuro que contenía chocolate caliente. Ya le había servido el chocolate en una taza de un ligero azul celeste. También había un plato intrincadamente pintado, con seis variedades de bizcochos. La bandeja que acompañaba al juego estaba tan pulida que daba la impresión de ser de pesado marfil. Había un pequeño recipiente blanco con mantequilla sin sal y cuatro tarros de mermelada diferente de varios colores: verde para la de manzana, azul moteada de blanco para la de frambuesa, amarillo para la de naranja y rojo para la de fresa.
—Esto tiene muy buen aspecto —dijo Francis Kennedy.
Jefferson abandonó la habitación. Por alguna razón, Kennedy tenía la sensación de que estas pequeñas atenciones lo reconfortaban mucho más de lo que él pensaba. Se sentó en el sillón y se tomó el chocolate, trató de terminarse un bizcocho y no pudo. Apartó la mesita con ruedas y se acostó. Intentó leer tomando documentos de un montón de memorándums, pero estaba demasiado cansado. Apagó la luz y trató de dormir.Por entre los espesos cortinajes, justo delante de la Casa Blanca, pudo escuchar un murmullo que paulatinamente se convirtió en estrépito. Los medios de comunicación de todo el mundo se reunían para montar una guardia de veinticuatro horas al día. Había cientos de vehículos de comunicación, cámaras y equipos de televisión, y todo un batallón de la Marina como medida extra de seguridad.
Francis Kennedy experimentó aquella profunda sensación de presentimiento que sólo le había asaltado una sola vez en la vida. Se permitió pensar directamente en su hija Theresa. Ella estaría durmiendo en aquel avión, rodeada de asesinos. Y no se trataba de mala suerte. El destino le había dirigido muchas advertencias. Sus dos tíos habían sido asesinados cuando él apenas era un muchacho. Y luego, hacía poco más de tres años, su esposa, Catherine, había muerto de cáncer.
La primera gran derrota en la vida de Francis Kennedy se produjo cuando Catherine se descubrió el bulto en el pecho, seis meses antes de que su esposo ganara la nominación para la presidencia. Después de que se le diagnosticara cáncer, Francis le ofreció retirarse de la lucha política, pero ella se lo prohibió. Dijo que deseaba vivir en la Casa Blanca, que se pondría bien, y su esposo nunca lo dudó. Al principio les preocupó el hecho de que ella tuviera que perder el pecho; Francis consultó con oncólogos de todo el mundo acerca de la mastectomía que eliminaba el cáncer pero permitía conservar el pecho. Finalmente, él y Catherine terminaron por acudir a uno de los mejores oncólogos de Estados Unidos. El médico estudió su ficha médica y aconsejó la extirpación.
—Es un tipo de cáncer muy agresivo —dijo.
Francis nunca olvidaría sus palabras.
Ella estaba siendo sometida a quimioterapia el mes de julio, cuando él ganó la nominación demócrata para la presidencia y los médicos la enviaron de regreso a casa. El mal parecía hallarse en remisión. Aumentó de peso y su esqueleto volvió a quedar oculto tras una muralla de carne.
Descansaba mucho y no podía abandonar la casa, pero siempre se levantaba para saludarle cuando él regresaba. Theresa volvió a la escuela, Francis continuó su carrera política, haciendo campaña parala presidencia. Pero organizó su programa de tal modo que siempre pudiera volar de regreso a casa para estar con ella. Cada vez que volvía, ella parecía sentirse más fuerte; esos días fueron muy bellos; nunca se habían amado tanto. Él le llevaba regalos, ella le tejía bufandas y guantes, y un día dio fiesta a las enfermeras y los sirvientes para poder estar a solas con su esposo y tomar una cena sencilla que ella misma había preparado. Se estaba poniendo bien.
Fue el momento más feliz en la vida de Francis Kennedy; nada podía comparársele; derramó lágrimas de alegría, aliviado de toda sensación de angustia y temor. A la mañana siguiente salieron a dar un paseo por las verdes colinas que rodeaban su casa, y ella le rodeó la cintura con el brazo. Al regresar, él preparó el desayuno y ella comió con buen apetito, más de lo que él recordaba haberla visto comer nunca. Siempre se había mostrado presumida en cuanto a su aspecto, angustiada por cómo le sentaban los vestidos nuevos, los trajes de baño, preocupada por la papada que colgaba bajo la barbilla. Pero ahora trataba de ganar peso. Mientras caminaban, entrelazados, él percibía cada uno de los huesos de su cuerpo.
La remisión de la enfermedad le proporcionó la energía necesaria para alcanzar la cumbre de su poder personal, mientras continuaban haciendo campaña para la presidencia. Arrolló todo ante él; se mostró ingenioso, encantador, sincero, y estableció una buena relación con los votantes, hasta el punto de que las encuestas le señalaban como favorito. Superó a sus oponentes en los debates, los destruyó con sus estrategias, escapó con habilidad a las trampas tendidas por los medios de comunicación, ganó a sus enemigos y cimentó las relaciones con sus aliados. Todo era maleable, todo se podía configurar de acuerdo con su destino afortunado. Su cuerpo generaba una energía enorme, su mente trabajaba con extraordinaria precisión.
Y entonces, durante uno de sus viajes de regreso a casa, se vio lanzado de pronto a las regiones del infierno. Catherine se había vuelto a sentir enferma y no estaba en casa para saludarlo. Todos los dones y la fortaleza de él de nada sirvieron.
Catherine había sido para él la esposa perfecta. No es que fuera una mujer extraordinaria, sino que más bien se trataba de una de esas mujeres que parecían casi genéticamente dotadas para el arte del amor. Poseía lo que parecía ser una dulzura natural de disposición y de carácter que resultaba extraordinaria. Él nunca la había escuchado decir una palabra de desprecio contra nadie, disculpaba los defectos y errores de otras personas, y nunca se sentía insultada o herida por nadie. Desconocía lo que era el rencor.
Era agradable en todos los sentidos. Tenía un cuerpo esbelto y su rostro poseía una serena belleza que inspiraba afecto en casi todos los demás. Tenía sus debilidades, desde luego: le encantaba la ropa elegante y era un tanto vanidosa. Pero también se le podían hacer bromas al respecto. Era ingeniosa, sin ser ni insultante ni mordaz, y nunca estaba deprimida. Poseía una excelente educación —antes de casarse se había ganado la vida como periodista— además de tener otras habilidades. Era una pianista apreciable, aunque aficionada, y también pintaba como distracción. Había educado muy bien a su hija. Los dos se querían mucho; ella se mostraba comprensiva con su esposo, y nunca celosa de sus logros. Era uno de esos raros accidentes que suceden a veces: un ser humano contento consigo mismo y feliz. Y por todo ello era lo más precioso en la vida de él.