La cuarta K (40 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

El jueves por la noche no habían tenido mucha suerte. Pero Kimberly estaba hermosa bajo esta luz, con su cabello rubio reluciendo como un halo, y sus pechos, empolvados de blanco, sobresaliéndole como medias lunas de su escotado vestido verde. Un caballero con un encanto tímido y de buen humor, aunque ligeramente sobrecargado de ansia de placer, llevó su copa a la mesa donde estaba sentada ella y preguntó amablemente si podía sentarse. Blade les observó, extrañado ante las ironías de este mundo. Aquí estaba este hombre tan bien vestido, que sin duda alguna era algún tipo importante, como un abogado o profesor o, quién sabe, quizá fuera un político de segunda categoría, como consejero municipal o hasta senador del estado, en compañía de una asesina a hachazos, que recibiría como postre un buen golpe en la cabeza. Y todo eso debido a su polla. Ése era el problema. El hombre pasa por la vida utilizando sólo la mitad de su cerebro por culpa de su polla. Realmente, era una pena. Quizá antes de golpear al tipo le permitiera metérsela a Kimberly para que se volviera medio loco. Luego, le daría. Parecía un buen tipo, se estaba comportando como un caballero, encendiéndole el cigarrillo a Kimberly, pidiéndole una copa, sin apresurarla, aunque era evidente que se moría de ganas de salir de allí con ella.

Blade terminó su copa cuando Kim le hizo una señal. Vio que ella empezaba a levantarse, abriendo el bolso rojo, buscando allí Dios sabe qué. Blade abandonó el bar y salió a la calle. Era una noche clara de principios de primavera, y sintió hambre al percibir el olor de los perritos calientes, las hamburguesas y las cebollas friéndose en las parrillas de los restaurantes al aire libre, pero eso podía esperar hasta que hubiera terminado de realizar su trabajo. Echó a caminar por la calle Cuarenta y dos. Aún había mucha gente, a pesar de que ya era casi medianoche, con los rostros coloreados por las incontables luces de neón de las hileras de los cines, los restaurantes, las carteleras gigantescas y los haces cónicos de los proyectores de los hoteles. Le encantó el paseo desde la Séptima hasta la Novena Avenida. Entró en el vestíbulo del edificio de pisos y se situó en el hueco de la escalera. Podría salir cuando Kim abrazara al cliente. Encendió un cigarrillo y sacó la porra de la funda que llevaba bajo la chaqueta.

Los escuchó acercarse y entrar en el vestíbulo. La puerta se cerró con un clic, y el bolso de Kim tintineó. Y luego escuchó la voz de Kim transmitiéndole la frase convenida:

—Sólo hay un piso.

Esperó un par de minutos antes de salir del hueco de la escalera, y vaciló al contemplar una imagen tan bonita. Allí estaba Kim, en el primer escalón, con las piernas abiertas, los macizos y encantadores muslos blancos al descubierto, y al tipo amable y bien vestido, con la polla fuera, metiéndosela. Por un momento, Kim pareció elevarse en el aire, y luego Blade vio con horror que ella seguía elevándose, y que los escalones se elevaban con ella, y luego vio sobre su cabeza el cielo claro, como si toda la parte superior del edificio se hubiera desgarrado. Trató de encontrar refugio, intentó cambiar de color para adaptarse al de las piedras y cascotes que caían por el hueco que dejaba el cielo al descubierto. Levantó la porra como para rogar, para rezar, para dar testimonio de que su vida no podía acabar allí, en aquel instante. Todo eso sucedió en una fracción de segundo.

Cecil Clarkson e Isabel Domaine habían salido de un teatro de Broadway después de haber visto una obra musical encantadora y bajaron caminando por la calle Cuarenta y dos y Times Square. Los dos eran negros, como, de hecho, la gran mayoría de personas que se veían por allí, pero no se parecían en nada a Blade Booker. Cecil Clarkson tenía diecinueve años y asistía a cursos de escritura en la Nueva Escuela para la Investigación Social. Isabel contaba dieciocho años y asistía a todas las obras que podía, tanto en Broadway como fuera de Broadway, porque le gustaba mucho el teatro y confiaba en ser actriz algún día. Estaban enamorados, como sólo pueden estarlo los jóvenes, absolutamente convencidos de que ellos dos eran las únicas personas en el mundo. Mientras caminaban desde la Séptima hasta la Octava Avenida, las cegadoras luces de neón los bañaron en una luz benevolente, y su belleza pareció crear a su alrededor una especie de magia que los protegía de los mendigos borrachos, los drogadictos medio locos, los buscones, chulos y posibles ladrones. Cecil era un joven evidentemente alto y fuerte, que parecía capaz de matar a cualquiera que se atreviera a tocar el cuerpo de Isabel.

Se detuvieron ante una enorme hamburguesería con la parrilla al aire libre y comieron de pie ante el mostrador, sin atreverse a entrar en un local cuyo suelo estaba sucio de servilletas de papel y platos de cartón. Con los perritos calientes y las hamburguesas, Cecil bebió una cerveza e Isabel tomó una Pepsi. Contemplaron a la apresurada humanidad que llenaba las aceras, incluso a una hora tan avanzada de la noche. Observaron con perfecta ecuanimidad la oleada de desechos humanos, las heces de la ciudad, que pasaban ante ellos, y en ningún momento se les ocurrió pensar que allí pudieran correr algún peligro. Sentían lástima por toda aquella gente que no disponían de su futuro tan prometedor, de su bendición presente y duradera. Cuando la oleada humana aminoró un tanto, volvieron a la calle e iniciaron el camino desde la Séptima a la Octava Avenida. Por encima de los techos pintados de las luces de neón brillaba un cielo iluminado, que parpadeaba con luces más débiles. Isabel sintió el aire primaveral en su rostro, que apoyó en el hombro de Cecil, poniéndole una mano en el pecho y acariciándole la nuca con la otra. Cecil sintió una gran ternura. Ambos eran muy felices, como lo habían sido miles y miles de millones de seres humanos jóvenes antes que ellos, experimentando uno de los pocos momentos perfectos que ofrece la vida. De repente, y ante el asombro de Cecil, todas las alegres luces rojas y verdes se apagaron y lo único que pudo ver fue la bóveda del cielo, con sus débiles estrellas; inmediatamente después los dos, en su perfecto estado de bendición, se disolvieron en la nada.

Un grupo de ocho turistas que visitaba la ciudad de Nueva York durante las largas vacaciones de Semana Santa, caminó desde la catedral de San Patricio hasta llegar a la Quinta Avenida, giró por la calle Cuarenta y dos y continuó paseando tranquilamente hacia el bosque de luces de neón que los atraía. Lo habían visto en la televisión cuando, en la víspera de Año Nuevo, cientos de miles de personas se reunían para aparecer en la pequeña pantalla y saludar la llegada del Año Nuevo.

Estaba todo tan sucio que parecía como si hubiese una alfombra de basuras que cubriera las calles. La gente parecía amenazadora, borracha, drogada o conducía como loca al verse encerrada entre las grandes torres de acero a través de las que tenía que moverse. Las mujeres iban alegremente vestidas, a tono con las mujeres de los carteles expuestos en el exterior de los cines porno. Parecían moverse a través de niveles diferentes de un mismo infierno, con el vacío de un cielo sin estrellas y las farolas de las calles emitiendo un chorro de luz amarillenta como el pus.

Los turistas, cuatro parejas casadas de una pequeña ciudad de Ohio, con sus hijos ya mayores, habían decidido hacer un viaje aNueva York como una especie de celebración. Habían cumplido con parte de su deber en la vida, y cumplido un destino necesario. Se habían casado, habían educado a sus hijos, y logrado seguir unas carreras de moderado éxito. Ahora habría un nuevo principio para ellos, el principio de una nueva clase de vida. Ya habían ganado su principal batalla.

Los cines X no les interesaban; también había muchos en Ohio. Lo que más les interesaba y les asustaba de Times Square era su propia fealdad, y el que la gente que llenaba las calles pareciera tan malvada bajo las luces de neón que manchaban la noche. Todos ellos llevaban en las solapas grandes chapas con la frase en rojo «QUIERO A NUEVA YORK», que habían comprado en su primer día de estancia en la ciudad. Entonces, una de las mujeres se arrancó la chapa y la tiró por una rejilla de alcantarilla.

—Salgamos de aquí —dijo.

El grupo dio media vuelta y caminó de regreso hacia la Sexta Avenida, alejándose del gran pasillo de neón. Estaban a punto de doblar la esquina cuando escucharon un «buum» distante; luego percibieron una débil bocanada de viento, y luego, por las largas avenidas desde la Novena a la Sexta, descendió un rugiente tornado de aire lleno de metal, latas de soda, cubos de basura y unos pocos coches que parecían estar volando por los aires. Impulsado por un instinto animal, el grupo giró la esquina de la Sexta Avenida, para apartarse del camino seguido por aquella bocanada de viento, pero una ráfaga tumultuosa de aire los arrastró hacia el suelo. Desde lejos, escucharon el estruendo de los edificios al desmoronarse, los gritos de miles de personas en el trance de morir. Permanecieron encogidos bajo la protección de la esquina, sin saber lo que había sucedido.

Acababan de salir del radio de destrucción causado por la explosión de la bomba nuclear. Fueron ocho de los supervivientes de la mayor calamidad que había asolado Estados Unidos en tiempos de paz.

Uno de los hombres se levantó con un esfuerzo y ayudó a los demás a hacer lo mismo.

—Condenado Nueva York —dijo—. Espero que hayan muerto todos los taxistas.

En el coche patrulla de la policía que se movía con lentitud por entre el tráfico entre la Séptima y la Octava Avenida iban dos policías jóvenes, uno italiano y otro negro. No les importaba verse embotellados en el tráfico; aquél era el lugar más seguro de toda la zona. Sabían que por las oscuras calles laterales podía haber gran cantidad de ladrones robando las radios de los coches, o chulos degradados y camellos haciendo gestos amenazadores a los pacíficos transeúntes de Nueva York, pero ellos no deseaban verse involucrados en todos aquellos delitos. Además, la política del departamento de Policía de Nueva York consistía ahora en tolerar aquellos pequeños delitos. Por Nueva York se había extendido una especie de licencia para los subprivilegiados, lo que les permitía obtener su botín de los ciudadanos de más éxito, respetuosos con la ley. Después de todo, ¿había derecho a que hubiese hombres y mujeres que pudieran permitirse coches de cincuenta mil dólares, con radios y sistemas musicales por valor de varios miles de dólares más, mientras que había miles de personas sin hogar que— ni siquiera tenían dinero para pagarse una comida decente, o para comprar una jeringuilla estéril para darse un pico? ¿Había derecho a que aquellas personas pudientes, mentalmente gruesas, plácidas y que eran ciudadanos como bueyes, se atrevieran a caminar por las calles de Nueva York sin llevar un arma o, al menos, un mortal destornillador en los bolsillos, sólo para disfrutar de las fabulosas vistas de la mayor ciudad del mundo, y no tuvieran que pagar ningún precio por ello? Al fin y al cabo, en Estados Unidos aún quedaba un destello de aquel antiguo espíritu revolucionario que no podía resistirse a esa tentación. Y los tribunales, los mandos superiores de la policía, los editoriales de los periódicos más respetables, apoyaban tímidamente el espíritu republicano del robo, el contrabando, la violación e incluso el asesinato en las calles de Nueva York. A los pobres de la ciudad no les quedaba ningún otro recurso; sus vidas se habían visto arruinadas por la pobreza, por una vida familiar inútil, y hasta por la misma arquitectura de la ciudad. De hecho, uno de los periodistas escribió un artículo preguntándose cómo era posible que todos aquellos delitos se cometieran a las mismas puertas de Louis Inch, el dios de las inmobiliarias, que estaba reestructurando la ciudad de Nueva York con altísimos edificios de apartamentos que impedían el paso del sol y protegían los cielos, llenos de estrellas, con hojas de acero.

Los dos policías vieron a Blade Booker abandonar el bar Cinema de Times Square. Le conocían bien.

—¿Lo seguimos? —le preguntó uno al otro.

—Sería una pérdida de tiempo. Podríamos atraparlo en plena faena y no tardaría en quedar en libertad.

Luego vieron a la rubia y a su donjuán salir del local y echar a andar por el mismo camino, hacia la Novena Avenida.

—Pobre tipo —comentó uno de los policías—. Cree que se la va a tirar, y resulta que lo van a asaltar.

—Le quedará en la cabeza un chichón tan duro como tenía la polla —comentó el otro.

Y ambos se echaron a reír.

Su coche seguía moviéndose lentamente, centímetro a centímetro, mientras los dos policías observaban la acción que se desarrollaba en la calle. Era medianoche y no tardarían en terminar su turno, así que no querían verse metidos en nada que les obligara a actuar en la calle. Observaron a las innumerables prostitutas interponiéndose en el camino de los peatones, a los camellos negros anunciando su mercancía como un actor en la televisión, a los ladrones y carteristas a la búsqueda de posibles víctimas, tratando de entablar conversación con los turistas. Sentados en la oscuridad del coche patrulla y mirando hacia las calles brillantemente iluminadas por un sol de neón, vieron a la escoria de Nueva York arrastrándose hacia los infiernos particulares de cada cual.

Los dos policías estaban constantemente alerta, temerosos de que algún maníaco introdujera una escopeta por la ventanilla y empezara a disparar. Vieron a dos camellos interponerse en el camino de un hombre bien vestido, que trató de alejarse a toda prisa, pero que fue retenido por cuatro manos. El conductor del coche patrulla apretó el acelerador y se detuvo junto a ellos. Los camellos soltaron al hombre bien vestido, que sonrió con alivio. Y en ese preciso instante, las dos aceras de la calle se hundieron y enterraron la calle Cuarenta y dos, entre la Novena y la Séptima Avenida.

Se apagaron todas las luces de neón del Gran Camino Blanco, el fabuloso Broadway. La oscuridad sólo quedó iluminada por los incendios, los edificios envueltos en llamas, los cuerpos ardiendo. Vehículos llameantes moviéndose como antorchas en la noche. Y todo ello acompañado por un gran tañido de campanas, por el ulular de las incontables sirenas de los vehículos de bomberos, las ambulancias y los coches de policía a medida que se acercaban al corazón destrozado de Nueva York.

Éstas sólo fueron unas pocas de las aproximadamente diez mil personas que murieron y las veinte mil que resultaron heridas cuando explotó la bomba nuclear colocada por Gresse y Tibbot en el edificio de la Autoridad Portuaria, en la esquina entre la Novena Avenida y la calle Cuarenta y dos.

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