La cuarta K (61 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

—He venido para ese mismo propósito —dijo Christian Klee sonriendo—. Creo que usted se encuentra en una buena posición para hacernos un servicio que podría llenar la brecha.

—Ah, me alegra mucho oírle decir eso —replicó el sultán—. Como sin duda alguna sabrá, yo no estaba informado de las verdaderas intenciones de Yabril. No tuve ningún conocimiento previo de lo que Yabril se proponía hacer a la hija del presidente. Desde luego, ya he declarado eso oficialmente, pero quisiera que le dijera personalmente al presidente que he sentido una gran pena por él en estos últimos meses. Me vi impotente para impedir la tragedia.

Christian Klee lo creyó. El asesinato no estaba incluido en los planes originales. Y por un momento se detuvo a pensar en cómo todos los hombres poderosos, como el sultán Maurobi y el propio Francis Kennedy, se veían impotentes ante los acontecimientos incontrolables y la voluntad de otros hombres.

—El hecho de que usted nos entregara a Yabril ha tranquilizado al presidente respecto a ese punto —le dijo ahora al sultán. Ambos sabían que aquéllas no eran más que palabras de cortesía. Klee hizo una pausa antes de continuar-: Pero he venido para pedirle que me haga un servicio personal. Como sabrá, soy el responsable de la seguridad de mi presidente. Dispongo de información según la cual hay un complot para asesinarle. Esos terroristas ya se han infiltrado en Estados Unidos. Pero sería muy útil si pudiera obtener información en cuanto a sus planes, su identidad y localización. Teniendo en cuenta los contactos de que usted dispone, pensé que podría haberse enterado de algo a través de sus agencias de inteligencia, que pudiera darnos alguna información. Permítame resaltar que esto sólo sería algo entre usted y yo. Sólo nosotros dos. No habría ninguna conexión oficial.

El sultán pareció asombrado. Su rostro inteligente se contrajo en una mueca de incredulidad.

—¿Cómo puede usted pensar una cosa así? —preguntó—. Después de todas las tragedias que han ocurrido, ¿iba yo a implicarme en actividades tan peligrosas? Soy gobernante de un país rico y pequeño, que no tiene ningún poder para seguir siendo independiente sin la amistad de las grandes potencias. No puedo hacer nada por usted, ni contra usted.

Christian Klee asintió, mostrando su acuerdo.

—Eso es cierto, desde luego. Pero Bert Audick vino a visitarle y sé que eso tuvo algo que ver con la industria petrolífera. Sin embargo, permítame decirle que el señor Audick está metido en graves problemas en Estados Unidos. Creo que será un mal aliado para usted durante los próximos años.-¿Y usted lo sería muy bueno? —preguntó el sultán con una sonrisa.

—Desde luego —asintió Klee—. De hecho, yo soy el aliado que podría salvarle. Si es que coopera conmigo ahora, claro está.

—Expliqúese —pidió el sultán, evidentemente enojado por la amenaza que implicaban sus palabras.

Christian Klee habló con mucho cuidado.

—Bert Audick se encuentra bajo la acusación de conspiración contra el gobierno de Estados Unidos porque sus mercenarios, o los de su compañía, dispararon contra los aviones que bombardearon su ciudad de Dak. También hay otras acusaciones. Según nuestras leyes, su imperio petrolífero podría quedar destruido. No es un aliado fuerte en estos momentos.

—Acusado, pero no condenado —dijo el sultán con timidez—. Tengo entendido que eso será algo más difícil de conseguir.

—Eso es cierto —admitió Christian Klee—, pero Francis Kennedy será reelegido dentro de pocos meses. Su popularidad le permitirá disponer de un Congreso que ratificará sus programas. Será el presidente más poderoso en la historia de Estados Unidos. En tal caso, Audick está condenado, se lo puedo asegurar. Y la estructura de poder de la que él forma parte también será destruida.

—Sigo sin lograr comprender cómo puedo ayudarle —dijo el sultán, y luego, más imperiosamente, añadió-: o de cómo puede usted ayudarme. Tengo entendido que usted mismo se encuentra en una posición delicada en su país.

—Eso es algo que puede ser cierto o no —dijo Christian Klee—. En cuanto a mi posición, por muy delicada que sea, quedará resuelta en cuanto el presidente Kennedy haya sido reelegido. Soy su amigo y consejero más íntimo, y Kennedy es bien conocido por su lealtad. En cuanto a cómo podemos ayudarnos mutuamente, permítame ser directo sin mostrar por ello ninguna falta de respeto. ¿Me lo permite?

—Desde luego —contestó el sultán, que apareció impresionado y al mismo tiempo extrañado ante tanta cortesía.

—En primer lugar, y lo más importante —siguió diciendo Klee—, he aquí cómo puedo ayudarle: puedo ser su aliado. Tengo acceso al presidente de Estados Unidos y cuento con su confianza. Y ahora vivimos tiempos difíciles.

—Yo siempre he vivido tiempos difíciles —le interrumpió el sultán.

—Por lo tanto, podrá apreciar mucho mejor lo que significa contar con un buen aliado —replicó Klee astutamente.

—¿Y si su presidente Kennedy no alcanza sus objetivos? —preguntó el sultán—. Pueden producirse accidentes. El cielo no siempre es misericordioso.

Christian Klee se mostró frío al contestar.

—Lo que me está diciendo en realidad es: ¿qué sucederá si tiene éxito el complot contra Kennedy? Estoy aquí para decirle que ese complot no tendrá éxito. No importa lo astutos y atrevidos que sean los asesinos. Y si lo intentan y fracasan y hay alguna pista que conduzca hasta usted, entonces será destruido. Pero las cosas no tienen por qué ser de ese modo. Soy un hombre razonable y comprendo su posición. Lo que le propongo es un intercambio de información entre usted y yo, sobre una base estrictamente personal. No sé lo que ha podido proponerle Audick, pero le puedo asegurar que yo represento una apuesta mejor. Si Audick y los suyos ganan, usted seguirá ganando. Él no sabe nada de esta entrevista. Si Kennedy gana, me tendrá usted como aliado. Yo soy su póliza de seguros.

El sultán asintió y a continuación le invitó a un banquete suntuoso, durante el cual le hizo innumerables preguntas sobre Kennedy. Finalmente, casi de una forma dubitativa, preguntó por Yabril. Klee le miró directamente a los ojos.

—No hay forma alguna de que Yabril escape a su destino. Si sus compañeros terroristas creen que van a poder liberarle reteniendo incluso al más importante de los rehenes, dígales que se olviden de eso. Kennedy jamás lo dejará en libertad.

—Su Kennedy ha cambiado —comentó el sultán con un suspiro—. Ahora parece un hombre que ha perdido los estribos.

—Klee guardó silencio.

El sultán siguió hablando, muy despacio—. Creo que me ha convencido usted —dijo—. Pienso que ambos deberíamos ser aliados.

Cuando Christian Klee regresó a Estados Unidos, la primera persona a la que acudió a ver fue a
El Oráculo
. El anciano le recibió en su dormitorio, sentado en la silla de ruedas motorizada, con un té inglés servido sobre la mesa, delante de él, y un cómodo sillón esperando a Christian.

El Oráculo
le saludó con una ligera indicación para que se sentara. Christian le sirvió el té, un pequeño trozo de pastel y un diminuto bocadillo. Luego se sirvió él mismo. El anciano tomó un sorbo de té y se metió el pequeño trozo de pastel en la boca. Permanecieron sentados en silencio durante largo rato.

Luego trató de sonreír, con un ligero movimiento de los labios, con una piel tan muerta que apenas si podía moverse.

—Te has metido en un buen lío por tu jodido amigo Kennedy —dijo.

Aquella vulgaridad, expresada como si hubiera salido de la boca de un niño inocente, hizo sonreír a Christian. Se preguntó una vez más si el hecho de que
El Oráculo
, que nunca había empleado obscenidades, hablara ahora tan libremente, era una muestra de senilidad o de un cerebro en decadencia. Esperó antes de contestar hasta haber terminado de comer uno de los bocadillos y tomado un sorbo de té.

—¿En qué lío? Estoy metido en muchos.

—Estoy hablando de lo de la bomba atómica —dijo
El Oráculo
—. El resto de la mierda no tiene importancia. Pero te están acusando de ser el responsable de la muerte de miles de ciudadanos de este país. Al parecer, te tienen atrapado, pero me niego a creer que hayas sido tan estúpido. Inhumano, sí; después de todo, estás metido en política. ¿Lo hiciste realmente?

La expresión del rostro del anciano no indicaba ningún juicio de valor, sino sólo curiosidad. ¿A qué otra persona del mundo podía decírselo? ¿Quién podría comprenderle?

—Lo que más me asombra es la rapidez con la que han llegado hasta mí —dijo Christian Klee.

—La mente humana da saltos cuando se trata de comprender el mal —dijo
El Oráculo
—. Te sorprende porque en todo hecho malvado hay siempre una cierta inocencia. Cree que una acción tan terrible sería inconcebible para cualquier otro ser humano. Pero eso es lo primero que piensan todos los demás. El mal no es ningún misterio; el amor, en cambio, sí lo es.

Guardó silencio, intentó hablar de nuevo pero luego se relajó en su silla de ruedas, con los ojos medio cerrados, como si dormitara.

Klee repuso:

—Debes comprender que dejar que algo suceda es mucho más fácil que hacer algo. Había una crisis, y el Congreso iba a destituir a Francis Kennedy. Y yo pensé, sólo por un segundo, que si aquella bomba atómica explotaba, podía cambiar el curso de las cosas. Fue en ese momento cuando le dije a Peter Cloot que no interrogara a Gresse y Tibbot, que yo mismo lo haría. Toda la cuestión se produjo en ese único instante, y después ya estuvo todo hecho.

—Sírveme un poco más de té caliente y dame otro trozo de pastel —pidió
El Oráculo
. Se llevó el pastel a la boca, con unas diminutas migajas apareciendo sobre sus labios delgados, como cicatrices—. ¿Y qué sucede con el testimonio de Peter Cloot de que regresaste y los interrogaste, obtuviste la información y luego no hiciste nada al respecto?

—Sólo eran unos muchachos jóvenes —dijo Christian con un suspiro—. Los dejé secos en cinco minutos. Ésa fue la razón por la que no podía permitir que Cloot estuviera presente en el interrogatorio. Pero yo no quería que la bomba explotara. Sólo que todo ocurrió rápidamente.

El
Oráculo
se echó a reír. Fue una risa curiosa, incluso para un anciano como él. Se expresó como una serie de gruñidos: «¡Je, je, je!».

—Tienes el culo al revés —dijo después—. Mentalmente ya habías tomado la decisión de que dejarías que la bomba explotara. Antes de decirle a Cloot que no los interrogara. Eso no sucedió en un segundo, sino que lo planeaste.

Christian Klee se asombró. Lo que acababa de decir
El Oráculo
era cierto. ¿Cómo había podido percibirlo en su propia mente?

—Tienes que comprender cómo sucedió —le dijo—. Yo no estaba seguro de que fuera a suceder. Si lo hubiera estado, lo habría impedido. Supongo que me agarré a alguna clase de esperanza de que algo pudiera solucionar la situación de Kennedy.

—Y todo por salvar a tu héroe, a Francis Kennedy —dijo
El Oráculo
—. El hombre que no puede hacer nada mal, hasta que incendie todo el mundo. —El anciano había dejado sobre la mesa una caja de finos habanos.

Christian tomó uno de ellos y lo encendió—. Tuviste suerte —siguió diciendo—. La mayoría de las personas que murieron no valían para nada. Los borrachos, los que no tenían hogar, los criminales. Eso hace que el crimen no sea tan terrible, al menos en la historia de nuestra raza humana.-En realidad, fue Francis quien dio el visto bueno para seguir adelante —dijo Christian Klee.

Aquellas palabras hicieron que
El Oráculo
tocara el botón de su silla de ruedas para enderezar el respaldo, que irguió su cuerpo, haciéndole ponerse más alerta.

—¿Tu bendito presidente? —preguntó—. En buena medida, él es una víctima de su propia hipocresía, como les sucedió a todos los Kennedy. Nunca habría podido formar parte de un acto así.

—Quizá sólo esté tratando de encontrar excusas —dijo Christian—. No fue nada explícito. Pero recuerda que conozco a Francis íntimamente, que somos casi como hermanos. Le pedí que me firmara la orden para que el equipo de interrogatorio médico pudiera aplicar la prueba cerebral química. Eso habría solucionado de inmediato todo el problema de la bomba atómica. Y Francis se negó a firmar esa autorización. Claro que expuso sus motivos, buenos motivos humanitarios y de libertades civiles. Eso estaba en consonancia con su personalidad. Pero eso fue antes de que su hija fuera asesinada. Después cambió. Recuerda que para entonces ya había ordenado la destrucción de Dak. Lanzó la amenaza de que destruiría toda la nación de Sherhaben si no se liberaba a los rehenes. Así pues, su personalidad había cambiado. Su nueva personalidad habría firmado la orden para proceder al interrogatorio médico. Y cuando se negó a hacerlo me dirigió una mirada que no podría describir, pero fue casi como si me estuviera pidiendo que dejara que sucediese.

Ahora,
El Oráculo
estaba completamente vivo. Habló con un tono de acritud.

—Todo eso no importa. Lo que importa es que salves el culo. Si Kennedy no sale reelegido, es posible que tengas que pasar años en la cárcel. Y aunque salga reelegido podrías correr algún peligro.

—Kennedy ganará estas elecciones —dijo Christian—. Y una vez que eso haya sucedido, yo estaré bien. —Guardó un momento de silencio y añadió-: Le conozco bien.

—Conoces al viejo Kennedy —repuso
El Oráculo
. Luego, como si hubiera perdido interés por el tema, preguntó-: ¿Y qué hay de mi fiesta de cumpleaños? Ya tengo cien años de edad y a nadie parece importarle una mierda.

—A mí me importa —afirmó Christian echándose a reír—. No te preocupes. Después de las elecciones tendrás tu fiesta de cumpleaños en el Jardín Rosado de la Casa Blanca. Una fiesta de cumpleaños digna de un rey.

El Oráculo
sonrió placenteramente, y después comentó con malicia:

—Y tu Kennedy será el rey. Supongo que sabes que si es reelegido y logra los candidatos que desea para el Congreso, se convertirá, de hecho, en un dictador, ¿verdad?

—Eso es muy improbable —dijo Christian Klee—. Nunca ha habido un dictador en este país. Tenemos salvaguardas, a veces creo que incluso demasiadas.

—¡Ah! —exclamó
El Oráculo
—. Éste aún es un país joven. Tenemos tiempo. Y el mal adquiere muchas formas seductoras.

Permanecieron largo rato en silencio y finalmente Christian se levantó, dispuesto a marcharse. Siempre se tocaban las manos antes de separarse, puesto que la del anciano era demasiado frágil para soportar un apretón.

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