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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

La cuarta K (69 page)

Se fue quedando dormido en breves retazos, escuchando a Campbell, escuchando a Irene. Pensó en sus padres, allá en Utah. Sabía que se habrían olvidado de él, seguros en su propia felicidad, con su hipócrita ropa interior ondeando al viento en el exterior, mientras ellos fornicaban alegre e incesantemente con la piel al desnudo. Si los llamaba, ellos tendrían que separarse.

David Jatney soñó en cómo había conocido a Rosemary Belair. Cómo le habría dicho que la amaba. Escucha, le habría dicho, imagínate si tuvieras cáncer. Yo te sacaría el cáncer y me lo pondría en mi propio cuerpo. Escucha, le habría dicho, si cayera una estrella muy grande desde el cielo, yo cubriría tu cuerpo. Escucha, le habría dicho, si alguien tratara de matarte, yo detendría la hoja con mi corazón, la bala con mi cuerpo. Escucha, le habría dicho, si yo tuviera una sola gota de agua de la fuente de la juventud que pudiera mantenerme siempre joven, y tú te estuvieras haciendo vieja, te daría a ti esa gota para que nunca envejecieras.

Y quizá comprendió que su recuerdo de Rosemary Belair se veía rodeado por el halo del poder de ella. Y que le rezaba a un Dios para que hiciera de él algo más que un trozo ordinario de arcilla. Rezaba por alcanzar poder, riquezas ilimitadas, belleza, todos y cada uno de los logros humanos, para que sus semejantes señalaran su presencia sobre esta tierra, y de ese modo no se ahogaría en silencio en el vasto océano que se tragaba al hombre.

Cuando le mostró a Irene el cheque que le había entregado Hock, lo hizo para impresionarla, para demostrarle que él importaba a alguien lo bastante como para darle una cantidad tan enorme de dinero sin concederle importancia. Ella, sin embargo, no se impresionó, ya que en su experiencia era habitual que los amigos compartieran entre sí lo que tenían, e incluso le dijo que un hombre de una riqueza tan vasta como Hock podría haberle dado fácilmente una cantidad mucho mayor. Cuando David Jatney le ofreció la mitad del dinero del cheque, para que ella pudiera irse inmediatamente a la India, lo rechazó.

—Siempre utilizo mi propio dinero. Trabajo para ganarme la vida. Si aceptara dinero de ti, te sentirías con derechos sobre mí. Además, en realidad quieres hacerlo por Campbell, no por mí.

Se quedó asombrado ante su negativa y la afirmación de su interés por Campbell. Lo único que él había deseado era librarse de los dos.Quería estar de nuevo a solas, para vivir con sus sueños de futuro.

Entonces ella le preguntó qué haría él si ella aceptaba la mitad del dinero y se marchaba a la India, qué haría con su otra mitad. Se dio cuenta de que no le había sugerido que fuera a la India con ella.

Y también observó que había dicho «tu mitad del dinero», de modo que, en su mente, ella ya había aceptado la oferta.

Entonces cometió el error de decirle lo que podría hacer con sus dos mil quinientos.

—Quiero conocer el país, y quiero asistir a la toma de posesión de Kennedy —dijo—. Pensé que eso sería divertido, sería algo diferente. Ya sabes, subirme al coche y recorrerme todo el país de una costa a otra. Ver todo Estados Unidos. Hasta quiero ver la nieve y el hielo y sentir verdadero frío.

Por un momento, Irene pareció perdida en sus propios pensamientos. Luego empezó a recorrer el apartamento con brusquedad, como si contara las posesiones que tenía en él.

—Eso es una gran idea —dijo—. Yo también quiero ver a Kennedy. Quiero verle en persona o nunca podré saber cuál es su verdadero karma. Lo haré para mis vacaciones, me deben un montón de días.

Y será bueno que Campbell conozca el país, todos los diferentes estados. Dormiremos en mi camioneta y nos ahorraremos las facturas de los moteles.

Irene poseía una pequeña camioneta que ella había arreglado con estanterías, para colocar libros y una pequeña litera para Campbell. La camioneta le resultaba muy valiosa, porque hasta cuando Campbell era muy pequeño había hecho viajes de un lado a otro del estado de California, para asistir a reuniones y seminarios sobre religiones orientales.

David Jatney se sintió atrapado cuando iniciaron el viaje juntos. Irene conducía, le gustaba conducir. Campbell estaba sentado entre ellos, manteniendo la pequeña mano sobre la suya. Jatney había depositado la mitad del cheque en la cuenta bancaria de Irene para su viaje a la India, y ahora tendría que usar sus dos mil quinientos dólares para los tres, en lugar de para él solo. Lo único que le reconfortaba era la pistola del calibre veintidós que descansaba en su guante de cuero, el guante que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. En el este del país había muchos ladrones y asaltantes, y ahora tenía que proteger a Irene y a Campbell.Ante la sorpresa de Jatney, los primeros cuatro días de tranquila conducción se los pasaron maravillosamente bien. Campbell e Irene dormían en la camioneta y él dormía en el exterior, a cielo raso, hasta que encontraron tiempo frío en Arkansas; se habían desviado hacia el sur para evitar el frío durante todo el tiempo que les fuera posible. Luego, durante un par de noches, utilizaron una habitación de motel, de cualquiera de los que encontraron en ruta. Fue en Kentucky cuando tuvieron por primera vez problemas, y de una forma que sorprendió a Jatney.

El tiempo se había vuelto frío y decidieron pasar la noche en un motel. A la mañana siguiente condujeron hasta la cercana ciudad para desayunar en un café donde vendían periódicos.

El mozo tenía aproximadamente la misma edad que Jatney y estaba alerta. Con su estilo igualitario californiano, Irene entabló conversación con él. Lo hizo así porque le impresionó su rapidez y su eficacia. Decía a menudo que era un verdadero placer observar a alguien realmente experto en el trabajo que hacía, sin que importara lo servil que pudiera ser. Decía que eso era una señal de buen karma. Jatney nunca comprendió lo que significaba en realidad la palabra «karma».

Pero el mozo la comprendió. También era un seguidor de religiones orientales, y él e Irene se enzarzaron en una larga discusión. Campbell empezó a sentirse inquieto, así que Jatney pagó la cuenta y salió con él al exterior, dispuesto a esperar. Transcurrieron más de quince minutos antes de que Irene saliera.

—Es un tipo realmente tierno —comentó Irene—. Se llama Christopher, pero se hace llamar Krishna.

Jatney se sentía molesto con el mozo, pero no dijo nada. Durante el camino de regreso al motel, Irene dijo:

—Creo que deberíamos quedarnos aquí un día. Campbell necesita descansar. Y ésta parece una ciudad agradable para comprar los regalos de Navidad. Es posible que no dispongamos de tiempo para comprarlos en Washington.

—Está bien —asintió Jatney.

Eso había sido lo más peculiar de todo a lo largo de su viaje, al menos hasta el momento: haber encontrado todos los pueblos decorados para las Navidades, con luces de colores en las calles principales. Era como una cadena que se extendiera a lo largo de todo el país.Pasaron el resto de la mañana y de la tarde de compras, aunque Irene compró pocas cosas. Cenaron temprano en un restaurante chino. El plan consistía en acostarse temprano para poder viajar hacia el este hasta poco antes de que anocheciera.

Pero llevaban sólo unas pocas horas en la habitación del motel, cuando Irene, que había estado demasiado inquieta como para jugar a las damas con Campbell, dijo de pronto que se iba a ir un rato a recorrer la ciudad y quizá comiera allí un bocado. Se marchó, y David Jatney se quedó jugando a las damas con el niño, que le ganaba en todas las partidas. Era un extraordinario jugador de damas. Irene le había enseñado cuando sólo tenía dos años de edad. En un momento determinado, Campbell levantó su elegante cabeza, con la ancha frente, y dijo:

—Tío Jat, ¿no te gusta jugar a las damas?

Ya era casi medianoche cuando Irene regresó. El motel se encontraba en unos terrenos algo elevados, y Jatney y el niño estaban mirando por la ventana cuando la camioneta familiar entró en el aparcamiento, seguida por otro coche.

A Jatney le sorprendió ver que Irene bajaba por el lado del asiento del acompañante, pues siempre le gustaba conducir. Del asiento del conductor se bajó el joven camarero llamado Krishna, que le entregó las llaves de la camioneta. A cambio, ella le dio un beso de hermana. Dos jóvenes se bajaron del otro coche, y ella también les dio pequeños besos de hermana. Irene empezó a caminar hacia la entrada del motel y los tres jóvenes se entrelazaron los brazos por los hombros y empezaron a cantarle, como si le estuvieran dando una serenata.

—Buenas noches, Irene —cantaron—. Buenas noches, Irene.

Cuando Irene entró en la habitación del motel, y ellos aún seguían cantando, le dirigió una brillante sonrisa a David Jatney.

—Son gente tan interesante para hablar, que hasta se me ha pasado la hora por alto —dijo, y se dirigió a la ventana para saludarlos con un gesto de la mano.

—Supongo que tendré que salir y decirles que se callen —dijo David Jatney. Por su mente cruzaron imágenes de él mismo disparándoles con la pistola que llevaba en el bolsillo. Se imaginó las balas cruzando la noche y penetrando en sus cerebros—. Esos tipos son mucho menos interesantes cuando cantan.

—Oh, no podrías detenerles —dijo Irene.

Tomó a Campbell en sus brazos y se inclinó para agradecer el homenaje de los jóvenes y señaló al niño. Los cantos se interrumpieron de inmediato. Luego David Jatney escuchó el ruido del coche alejándose del aparcamiento.

Irene nunca bebía. Pero a veces tomaba drogas estimulantes. Jatney siempre sabía cuándo lo hacía. Cuando ella las tomaba tenía una sonrisa brillante y encantadora. Le había sonreído de ese modo una noche, a horas muy avanzadas, en la que él la estaba esperando, en Santa Mónica. Aquel amanecer, él la había acusado de haber estado en la cama con otro.

—Alguien tenía que follarme, puesto que tú no lo haces —contestó ella con calma.

Y él aceptó lo justo de aquella observación.

El día de Nochebuena aún estaban en la carretera, y durmieron en otro motel. Ahora hacía frío. No celebraron la Navidad. Irene opinaba que falseaba el verdadero espíritu de la religión. David Jatney no quiso rememorar recuerdos de una vida anterior, más inocente. Pero le compró a Campbell una bola de cristal con copos de nieve, a pesar de las objeciones de Irene. A primeras horas del día de Navidad, se levantó y los observó a los dos, dormidos. Ahora, siempre llevaba la pistola en la chaqueta y tocó el suave cuero de su guante. Qué fácil y amable sería matarlos a los dos ahora, pensó.

Tres días más tarde estaban en la capital de la nación. Sólo tenían que esperar un día para la toma de posesión. David Jatney estableció el itinerario de todos los lugares que visitarían. Y luego trazó un mapa de la comitiva de toma de posesión. Todos irían a ver a Francis Kennedy prestar el juramento de su cargo como presidente de Estados Unidos.

26

El dia de la toma de posesión, Francis Xavier Kennedy, presidente de Estados Unidos, fue despertado al amanecer por Jefferson para arreglarle y vestirle. La luz gris del día que nacía era, en realidad, alegre, porque había empezado una tormenta de nieve. Enormes copos blancos se pegaban sobre la ciudad de Washington y sobre las ventanas a prueba de balas de su vestidor. Francis Kennedy se vio a sí mismo como aprisionado por aquellos copos de nieve, como si se encontrara encerrado en una bola de cristal.

—¿Estará usted en el desfile? —le preguntó a Jefferson.

—No, señor presidente. Yo tengo que cuidar del fuerte aquí, en la Casa Blanca. —Ajustó la corbata de Kennedy—. Todos le están esperando abajo, en la sala Roja.

Una vez que Kennedy estuvo preparado, estrechó la mano a Jefferson.

—Deséeme suerte —le dijo.

Jefferson le acompañó hasta el ascensor. Dos hombres del servicio secreto lo acompañaron a la planta baja.

Y, en efecto, todos le estaban esperando en la sala Roja. Allí estaba la vicepresidenta, Helen du Pray, asombrosamente regia en satén blanco, y Lanetta Carr, suavemente bella envuelta en rosa. El equipo personal era como reflejos del propio presidente, todos con esmoquin blanco y negro, tan sorprendentes sobre el fondo de las paredes y los sofás de la sala Roja. Arthur Wix, Oddblood Gray, Eugene Dazzy y Christian Klee formaban su propio y pequeño círculo, solemne y tenso a causa de la importancia del día. Francis Kennedy les sonrió. Aquellas dos mujeres y aquellos cuatro hombres constituían ahora su familia. Le resultaba extraño sentirse enamorado, y pensar que tendría una esposa en la Casa Blanca. Extraño que Lanetta Carr hubiera accedido a casarse con él.Después de su primera cena con Lanetta Carr, la cena que él había preparado de un modo tan eficiente, Francis Kennedy se había hundido en la depresión. Evidentemente, la mujer no había querido que él la cortejara, sintiendo un terror desesperado ante cualquier avance amoroso. Él la había invitado a otras cenas en la Casa Blanca, en ocasiones sociales, donde no tuviera que preocuparse por la posibilidad de que él persiguiera tener con ella una relación personal.

Comprendía perfectamente lo que ella sentía: tenía miedo de verse anulada por su manto de poder. Había intentado alejar ese temor acudiendo a su apartamento con un atuendo informal, preparándole la cena con un delantal atado a la cintura. Había tratado de desarmarla, y lo había conseguido parcialmente. Pero después de haber visto por televisión cómo volaba la limusina presidencial por los aires, su interés se había debilitado. Aquella misma noche había llamado a Eugene Dazzy para preguntarle cuándo podría ver al presidente. Había utilizado esas mismas palabras. Dazzy había esperado hasta la mañana siguiente para comunicarle la llamada. Francis Kennedy aún recordaba la sonrisa en el rostro de Dazzy. Era la sonrisa de un hermano mayor divertido por el hecho de que su hermano menor se viera finalmente recompensado por una relación amorosa. Francis Kennedy llamó inmediatamente a Lanetta Carr.

Hubo entre ambos una conversación terriblemente artificial. Kennedy la había invitado a cenar con él, en la Casa Blanca, a solas. Le explicó que en aquellos momentos no podía salir, no podía exponerse, que ahora ya no se lo permitirían. Y ella dijo que acudiría a la Casa Blanca siempre que él lo quisiera. Entonces le pidió que acudiera aquella misma noche.

Cenaron en el apartamento residencial del cuarto piso, de reciente construcción. Jefferson les sirvió la cena. Se mostraron muy poco animados durante la cena. Y hubo un momento, al abandonar el comedor, en que Lanetta le tomó de la mano y él se sintió asombrado ante el calor de su carne. Cegado por la prolongada privación, por los cerrojos de su propio cerebro, percibió la configuración diferente de los dedos de ella, el brillante pulido de sus uñas. Y luego le tocó los hombros, y el cuello, y sintió el pulso palpitante y, ya ciego, le acarició la sedosa suavidad del cabello. Le besó la mejilla, los ojos, toda la carne cálida por debajo de la piel protegida. Transformado, entregado, su cerebro y su cuerpo se abrieron, y la besó en los labios abiertos.

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