La cuarta K (71 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Intriga

—Espero que así sea, reverendo —dijo—. Como usted dice sería un gran nombramiento simbólico. Puede estar seguro de que se lo comentaré al presidente.

Eugene Dazzy había traído consigo un maletín con documentos, con el asa sujeta a su muñeca por unas esposas de acero. Levantó la mirada un momento y dijo:

—Cuando Christian dimita, Peter Cloot será readmitido. Es muy probable que el FBI vaya a parar a sus manos.

Todos se quedaron en silencio. Christian Klee andaba perdido en sus pensamientos de admiración ante la finura de Francis Kennedy. El nombramiento cerraría la boca de Cloot acerca del asunto de la bomba atómica, y luego el propio Kennedy se encargaría de barrerlo todo bajo la alfombra.

La limusina apenas si se movía. La ancha avenida empezaba a llenarse de gente, deteniendo el avance del desfile.

—Usted sabe que Israel podría utilizar sus talentos —dijo el reverendo Foxworth, sin renunciar a meterse con Wix—. Pero supongo que usted ya coopera bastante con ellos ahora.

Sintió un escalofrío de placer al ver cómo enrojecía el rostro de Wix, quien mordió el anzuelo, aunque con mayor sangre fría de lo que Foxworth hubiera deseado.

—Mi trayectoria personal demuestra que le he dado a Israel menos influencia en nuestra política exterior que cualquier otro consejero de Seguridad Nacional. Pero he creído entender que se refiere esencialmente a por qué no he regresado al lugar de donde procedo. Ésa es una pregunta eterna que se plantean todas las minorías. La respuesta es que yo procedo de este país. ¿Cuál sería su respuesta si alguien le hiciera la misma pregunta?

El reverendo Foxworth se echó a reír antes de contestar.

—Diría que ustedes me sacaron de África, de modo que pueden elegir el lugar a donde debería volver. Pero no tengo intención de —discutir. Después de todo, ambos representamos a dos de los grupos minoritarios más importantes de Estados Unidos. —Hizo una breve pausa antes de añadir-: Desde luego, a su pueblo ya no se le trata con ningún prejuicio en este país. Nosotros confiamos en conseguir lo mismo algún día.

Sólo fue un instante, pero Foxworth lo percibió. Arthur Wix sentía por él el desprecio más absoluto. Y lo peor de todo fue comprender que no se trataba del desprecio de un hombre blanco por otro negro, sino el que un hombre civilizado siente por otro primitivo.

En ese momento, el coche se detuvo por completo y Oddblood Gray miró por la ventanilla.

—Oh, mierda, el presidente se ha bajado del coche y está caminando —dijo.

Eugene Dazzy guardó inmediatamente los documentos en su maletín y lo cerró con un gesto rápido. Luego se quitó las esposas de la muñeca y se las tendió al hombre del servicio secreto que estaba sentado junto al conductor, en el asiento delantero.-Si él está caminando, nosotros tenemos que caminar con él —dijo Eugene.

Oddblood Gray miró a Christian Klee.

—Chris, tiene usted que detenerlo. Utilice ese veto suyo —le pidió.

—Ahora ya no lo tengo —dijo Christian Klee.

—Creo que será mucho mejor que llame a un montón de hombres del servicio secreto —dijo Arthur Wix.

Todos ellos bajaron del coche y formaron una muralla para caminar detrás del presidente.

El presidente Francis Kennedy decidió andar los últimos quinientos metros hasta la plataforma desde donde presidiría el desfile. Por primera vez, sintió deseos de tocar físicamente a la gente que le quería, que había permanecido en la nieve durante muchas horas sólo para verle en el interior de la burbuja de cristal mecanizada y a prueba de balas. Por primera vez creyó que no tenía nada que temer de ellos. Y en este día, el más grande de su carrera, quería demostrarles que confiaba en ellos.

Los grandes copos de nieve todavía giraban en el aire, pero Francis Kennedy no los sentía sobre su cuerpo de una forma más sustancial que la sagrada hostia que había sentido en la punta de la lengua cuando era niño. Caminó por la avenida y estrechó las manos de aquella gente que lograba atravesar las barreras de la policía y el anillo de hombres del servicio secreto que le rodeaba. De vez en cuando, un pequeño grupo de espectadores lograba romper las barreras, empujados por la masa de millones de personas que había detrás. Lograron superar a los del servicio secreto, que trataron de formar un círculo más amplio alrededor del presidente. Francis Kennedy estrechó las manos de aquellos hombres y mujeres, y se mantuvo a su paso. Allá abajo, en la avenida, distinguió la plataforma erigida para presidir el desfile. Allí era donde le esperaba Lanetta. Sintió que se le humedecía el cabello a causa de la nieve, pero el aire frío le vigorizó tanto como la devoción de la multitud. No era consciente de ninguna sensación de cansancio, de ninguna incomodidad, a pesar de que en su brazo derecho empezaba a producirse una inercia alarmante, y se le empezaba a hinchar la mano derecha de tan fuerte como se la apretaban. Los hombres del servicio secreto tenían que arrancar literalmente a los afortunados espectadores, para apartarlos del presidente. Una mujer joven y bonita, con un anorak de color crema, había intentado sostenerle la mano, y él tuvo que retirarla de un tirón.

David Jatney empujó abriéndose paso entre la multitud que le arrastraba a él y a Irene, quien sostenía a Campbell en sus brazos. La multitud seguía empujando en oleadas, como un océano, y de no haberse abierto paso, Campbell podría haber sido aplastado.

Se encontraban apenas a cuatrocientos metros de distancia de la plataforma cuando apareció la limusina presidencial ante ellos. Iba seguida por coches oficiales en los que iban los dignatarios. Detrás estaba la incontable multitud que pasaría ante la plataforma desde donde Kennedy presidiría el desfile de toma de posesión. David Jatney calculó que la limusina presidencial se hallaría a una distancia algo superior a la de un campo de fútbol desde el lugar donde estaba. Entonces se dio cuenta de que algunos grupos de la multitud alineada a lo largo de la avenida habían logrado alcanzar la calzada, obligando a los vehículos a detenerse.

—Está saliendo —gritó Irene—. Está caminando. Oh, Dios mío, tengo que tocarle.

Dejó a Campbell en brazos de Jatney y trató de colarse por debajo de la barrera, pero uno de los policías la detuvo. Ella corrió a lo largo del bordillo y logró pasar por donde se había abierto el hueco entre la policía, sólo para verse detenida por la barrera interior de los hombres del servicio secreto. David Jatney la observó, pensando que si Irene hubiera sido más lista, habría llevado a Campbell en sus brazos. Los hombres del servicio secreto se habrían dado cuenta de que una mujer con un niño en brazos no representaba ninguna amenaza, y ella podría haber pasado mientras ellos se dedicaban a hacer retroceder a los demás. La vio siendo empujada de nuevo hacia el bordillo, pero entonces otra oleada de gente la hizo avanzar y fue una de las pocas personas que logró atravesar la barrera interior. Entonces, estrechó la mano del presidente y luego incluso lo besó en la mejilla, antes de que fuera apartada bruscamente, a empujones.

David Jatney comprendió que Irene ya no podría regresar hasta donde estaban él y Campbell. No era más que un punto diminuto perdido en la masa de gente que ahora amenazaba con envolver todo el amplio espacio de la avenida. Cada vez parecía haber más gente presionando contra la hilera exterior de hombres uniformados, y cada vez había más personas que llegaban hasta el círculo interno de hombres de seguridad. En ambos círculos aparecían más y más grietas. Campbell empezó a llorar, de modo que Jatney se metió la mano en el bolsillo del anorak para darle una de las piruletas que habitualmente llevaba para el niño. Sus dedos percibieron el tacto del guante de cuero y, en su interior, el frío acero de la pistola del veintidós.

Y en ese preciso instante, David Jatney experimentó un sofoco de calor que le recorrió todo el cuerpo. Pensó en los últimos días en Washington, la visión de los numerosos edificios erigidos para establecer la autoridad del Estado, las columnas de mármol del tribunal y los monumentos, el esplendor oficial de las fachadas, todo indestructible, inamovible. Pensó en el despacho de Hock y en su esplendor, guardado por sus secretarias. Pensó en la Iglesia mormona de Utah, con sus templos bendecidos por ángeles especiales y particularmente descubiertos. Y todo ello para designar a unos ciertos hombres como superiores a sus semejantes. Para mantener a los hombres ordinarios en su lugar. Y para encauzar todo el amor hacia sí mismos. Presidentes, gurús, ancianos mormones que construían sus edificios intimidatorios para amurallarse y aislarse del resto de la humanidad, conociendo muy bien la envidia del mundo, protegiéndose a sí mismos contra el odio. Jatney recordó entonces su gloriosa victoria en las «cacerías» de la universidad. Entonces se había convertido en un héroe, por una sola vez en su vida. Ahora, acarició con suavidad a Campbell para que dejara de llorar. En su bolsillo, por debajo del arma, encontró la piruleta y se la dio al niño. Luego, sosteniéndolo aún en brazos, bajó el bordillo y se coló por debajo de la barrera de policías.

Al reverendo Baxter Foxworth no le gustó realmente la idea de ir a pie por detrás del presidente Kennedy, mientras avanzaban con dificultad por la avenida. Era molesto, a pesar de la multitud que les vitoreaba. Tampoco le gustó la humedad de los copos de nieve que seguían cayendo, humedeciéndole y arrugándole el traje. Pero cuando algunas personas de la multitud lograron atravesar los dos cercos protectores, aceleró el paso para estar al lado del presidente. Estrechó las manos de las personas que lograban romper las barreras, tratando de alejarlas de Kennedy. Lo hizo así por dos razones. En primer lugar porque quería estar en el centro de las imágenes de televisión que se estuvieran tomando, y en segundo lugar porque se sintió preocupado por Kennedy. Él se enorgullecía de comportarse de una forma prudente en la calle, y sabía que hacer esto representaba para él una situación peligrosa. Pero, qué demonios, sabía que estaría caminando cerca de Kennedy, estrechando manos, siendo vitoreado por los hermanos negros que le reconocerían. Su espíritu se animó. Éste iba a ser un día condenadamente bueno. Entonces vio corriendo hacia él a un hombre que llevaba a un niño pequeño en brazos. Extendió la mano para estrechársela.

David Jatney se sintió lleno de admiración y luego de un feroz entusiasmo. Sería fácil. Más personas de entre la multitud rompían el cordón externo de policías uniformados, y un número cada vez mayor de ellas lograban penetrar el círculo interno de los agentes del servicio secreto y conseguían estrecharle la mano al presidente. Aquellas dos barreras se estaban desmoronando, y los invasores caminaban junto a Kennedy y le saludaban agitando los brazos, para demostrarle su devoción. La avenida parecía como un suelo de mármol cubierto de insectos negros. Jatney echó a correr hacia el presidente, que se acercaba, y una oleada de espectadores desgarró las barreras de madera, llevándole consigo. Ahora se encontraba fuera del círculo interno de agentes del servicio secreto que trataban de mantener a todos lejos del presidente. Pero ya no había suficientes como para conseguirlo. Con una sensación de júbilo, se dio cuenta de que no se ocupaban de él. Sosteniendo a Campbell con el brazo izquierdo, se metió la mano derecha en el bolsillo del anorak, palpó el guante de cuero y sus dedos rodearon el gatillo. En ese momento, el anillo de agentes se desmoronó y él se encontró de pronto dentro del círculo mágico. Vio a Francis Kennedy a diez pasos de distancia, estrechando manos como un adolescente alocado. Kennedy parecía muy delgado, muy alto, y algo mayor de lo que aparentaba en televisión. Sosteniendo aún a Campbell en sus brazos, Jatney avanzó un paso hacia Kennedy.

En ese momento, un negro de aspecto muy elegante le bloqueó el paso, con la mano extendida. Por un instante frenético, Jatney pensó que aquel hombre había visto el arma que llevaba en el bolsillo y le estaba exigiendo que se la entregara. Entonces se dio cuenta de que aquel hombre le resultaba familiar, y de que sólo le estaba ofreciendo la mano para que se la estrechara. Por un instante demasiado prolongado, se miraron a los ojos el uno al otro. Jatney bajó la mirada hacia la mano negra extendida, con el rostro negro sonriente. Y entonces vio que los ojos del hombre brillaban con recelo, que retiraba la mano de pronto. Con una sacudida compulsiva de todos los músculos de su cuerpo, Jatney arrojó a Campbell contra el hombre negro y sacó el arma del bolsillo del anorak.

En ese instante en que Jatney se quedó mirando fijamente a los ojos del reverendo Baxter Foxworth, éste se dio cuenta de que algo terrible estaba a punto de suceder. Dejó que el niño cayera al suelo, y luego, con un rápido desplazamiento de los pies, colocó su cuerpo delante de Francis Kennedy, que seguía avanzando lentamente. Entonces vio aparecer el arma en la mano de Jatney.

Christian Klee, que caminaba a la derecha y un poco por detrás de Kennedy, estaba utilizando su teléfono de células para llamar a más hombres del servicio secreto, para que ayudaran a apartar a la multitud del camino del presidente. Vio al hombre que sostenía al niño aproximándose a la falange de agentes que protegían a Kennedy. Y entonces, por un breve segundo, observó el rostro del hombre con claridad.

Fue como si una vaga pesadilla cruzara por su mente, pero la realidad no caló en ella. El rostro que había estado llamando a la pantalla de su computadora durante aquellos últimos nueve meses, la vida que había controlado con equipos de vigilancia, había surgido de pronto de aquella jungla de sombras de mitología, para aparecer en el mundo real.

Vio el rostro, no en el reposo de las fotos tomadas clandestinamente, sino con el impulso de la emoción exaltada. Y le impresionó observar cómo aquel rostro elegante se había hecho tan feo, como si ahora lo estuviera viendo a través de un cristal que lo distorsionara.Christian Klee ya se estaba moviendo con rapidez hacia Jatney, sin creer aún del todo en la imagen, tratando de certificar su pesadilla, cuando vio que el reverendo Foxworth extendía su mano. Christian sintió entonces una tremenda sensación de alivio. Aquel hombre no podía ser Jatney, sólo era un tipo que sostenía a su hijo y que trataba de tocar una pieza de historia.

Pero entonces vio que el niño, con su anorak rojo y su pequeña gorra de lana, era arrojado por el aire. Inmediatamente después vio el arma en la mano de Jatney. Y vio caer a Foxworth.

Se dio cuenta con incredulidad que él mismo, Christian Klee, había dirigido impropiamente la mano del destino, eliminando a David Jatney de la pantalla de la computadora, y cancelando la vigilancia a la que se le tenía sometido. Y en ese mismo momento comprendió que era él, y no Francis, quien tenía que ser sacrificado. De repente, impulsado por el terror de su propio crimen, Christian Klee corrió hacia Jatney y recibió la segunda bala en pleno rostro. La bala le atravesó el paladar, ahogándole con la sangre, y luego sintió un dolor cegador en su ojo izquierdo. Aún estaba consciente mientras caía. Trató de gritar, pero su boca estaba llena de dientes destrozados y carne desmenuzada. Y experimentó una enorme sensación de pérdida e impotencia. En su cerebro destrozado, sus últimas neuronas relampaguearon con pensamientos de Francis Kennedy, y quiso protegerle de la muerte, pedirle su perdón. Luego el cerebro de Christian parpadeó y su cabeza se posó sobre una ligera almohada de nieve en polvo, con el desflorado cuenco del ojo.

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