La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (71 page)

Este tercer plano es también
individual y concreto,
pero
se trata de la individualidad más amplia, universal, que lo engloba todo.
Mientras que en las imágenes de la fiesta popular de este plano
se pone de manifiesto el sentido más profundo del proceso histórico que rebasa ampliamente las fronteras no sólo del período contemporáneo en el sentido más estricto del término, sino de toda la época de Rabelais.
Ellas revelan
el punto de vista del pueblo
sobre la guerra y la paz, el agresor, el poder, el futuro. A la luz de este punto de vista popular, que se formó y mantuvo a lo largo de miles de años, nos es revelada
la jocosa relatividad,
tanto de los acontecimientos como de todos los problemas políticos de la época. En esta última,
las distinciones no se diluyen desde luego
entre lo que es justo e injusto, exacto y falso, progresista y reaccionario,
desde el punto de vista de la época en cuestión y del período contemporáneo inmediato,
sino que estas distinciones
pierden su carácter absoluto, su seriedad limitada y unilateral.

El universalismo de la fiesta popular impregna todas las imágenes de Rabelais, interpreta y refiere a este último
todo
cada uno de los detalles, cada uno de los hechos menudos. Todas las cosas y detalles topográficos conocidos, vistos, individuales y únicos que colman el primer plano de las imágenes, son referidos a
la totalidad del mundo, grande, individual, bicorporal y en estado de evolución, que se revela en el diluvio
de alabanzas y de injurias. En estas condiciones resulta imposible hablar de dispersión naturalista de la realidad,
o de espíritu tendencioso y abstracto.

Nos hemos referido a las imágenes de la guerra picrocholina; de hecho, todas las imágenes de Rabelais presentan un segundo plano, ampliado, de la realidad. Todas se hallan vinculadas a diversos acontecimientos políticos y a los problemas de la época.

Rabelais estaba perfectamente informado de todos los problemas propios de la alta política de su tiempo. El año 1532 marca el comienzo de sus estrechas relaciones con los hermanos du Bellay, que se hallaban, ambos, inmersos en el seno de la vida política. Bajo el reinado de Francisco I, el cardenal Jean du Bellay dirigía la oficina de propaganda diplomática y literaria a la que, en aquel momento, se acordaba una importancia excepcional. Numerosos panfletos aparecidos en Alemania, los Países Bajos, Italia y, naturalmente, en Francia, habían sido escritos o inspirados por los hermanos du Bellay, que tenían sus agentes diplomáticos y literarios en todos los países.

Por estar íntimamente unido a ellos, Rabelais pudo conocer la gran política en forma directa e inmediata, por así decirlo. Fue testigo directo de su elaboración. Es incluso probable que fuese iniciado en muchos de los proyectos y planes secretos del poder real, realizados por los hermanos du Bellay. Acompañó a Juan en tres viajes a Italia, cuando éste fue a cumplir misiones diplomáticas de suma importancia en la corte papal. Estuvo al lado de Guillaume durante la ocupación francesa del Piamonte. Asistió, como miembro del séquito real, a la entrevista histórica que Francisco I y Carlos V sostuvieron en Aiguesmortes. Así pues, fue testigo presencial de una serie de actos políticos trascendentales de la época, que se desarrollaron literalmente bajo sus ojos.

A partir de
Gargantúa
(el segundo libro en el orden cronológico), los problemas de la actualidad política desempeñan un rol esencial. Al lado de temas directamente políticos, los tres últimos libros están llenos de alusiones, más o menos claras para nosotros, a los distintos acontecimientos políticos y a los diversos hombres de Estado de la época.

Examinemos los principales temas del
Tercero
y
Cuarto Libros.

Ya hemos dicho que la imagen central del prólogo del
Tercer Libro,
la defensa de Corinto, refleja las medidas defensivas que Francia, y París en particular, adoptaron por entonces, al producirse un deterioro en las relaciones con el Emperador. Estas medidas fueron puestas en práctica por Jean du Bellay, virtualmente bajo los ojos de Rabelais. Los primeros capítulos del
Tercer Libro,
consagrados a la política sabia y humana de
Pantagruel
en las tierras conquistadas al rey Anarcos, constituyen una celebración casi directa de la política de Guillaume du Bellay en Piamonte. Durante la ocupación de esta provincia, Rabelais estuvo vinculado a la persona de Guillaume du Bellay en calidad de secretario y hombre de confianza, de modo que bien pudo haber sido testigo directo de todas las medidas tomadas por su protector.

Guillaume du Bellay, señor de Langey, era uno de los hombres más notables de su tiempo. Aparentemente, fue el único de sus contemporáneos a quien el exigente Rabelais, víctima de su implacable lucidez, no pudo negar su estima. La figura del señor de Langey le impresionó vivamente, dejando una profunda huella en su obra.

Rabelais estuvo estrechamente vinculado a Guillaume du Bellay durante la última etapa de su actividad política; lo asistió en sus últimos momentos, embalsamó su cuerpo y lo acompañó hasta su última morada. Evoca los instantes postreros del señor de Langey en el
Cuarto Libro.

La política desarrollada por Guillaume du Bellay en Piamonte había contado con la profunda simpatía de Rabelais. Du Bellay hizo esfuerzos tendientes a ganarse los favores de la población en las regiones ocupadas; quería levantar la economía piamontesa, por lo que prohibió al ejército que oprimiera a la población, sometiéndolo a una disciplina rigurosa. Más aún, du Bellay envió al Piamonte un inmenso cargamento de trigo y lo repartió entre sus habitantes, operación en la que gastó casi toda su fortuna personal
330
y que era, en aquella época, algo totalmente inédito e inaudito en los métodos de ocupación militar. El primer capítulo del
Libro Tercero
ilustra la política piamontesa del señor de Langey. Su motivo fundamental es la fecundidad y la abundancia de todo el pueblo. Comienza con la fecundidad de los Utopistas (súbditos de Pantagruel), celebrando luego la política de ocupación de du Bellay (o de Pantagruel, en este caso):

«Advertiréis, pues, Bebedores, que la manera de mantener y conservar las regiones recientemente conquistadas no es (como han creído en forma errónea ciertos espíritus tiránicos que obran en su perjuicio y deshonor) ya que ordenen saquear a los pueblos, forzándolos, aplastándolos, arruinándolos, infligiéndoles malos tratos y gobernándolos con varas de hierro, en pocas palabras: comiendo y devorando a los habitantes tal como hacía aquel que Homero llama el rey inicuo Demovoro, es decir, comedor de gentes. A este respecto, no pienso presentar ejemplos de la historia antigua y me limitaré a recordaros todo lo que han visto vuestros padres y vosotros mismos, si no sois demasiado jóvenes. Es preciso amamantarlos, mecerlos y contentarlos como a niños recién nacidos. Como a los árboles recién plantados hay que sostenerlos, asegurarlos y defenderlos contra todas las tormentas, injurias y calamidades. Preciso es mimarlos, cuidarlos y atenderlos como a personas que acaban de salir de una larga y peligrosa enfermedad»
331
(Lib. III, cap. I).

Vemos, pues, que toda la celebración de este método político está profundamente impregnada de la
concepción de la fiesta popular, según la cual el cuerpo humano nace, se alimenta, crece y se regenera. El crecimiento y la renovación son los motivos dominantes en la imagen del pueblo. El pueblo es el niño recién nacido,
alimentado con leche,
el árbol recién plantado y el organismo convaleciente que se regenera. El soberano del pueblo es la madre que le da el pecho, el jardinero, el médico que cura.
El mal gobernante recibe, a su vez, un calificativo grotesco y corporal: es el «comedor de gentes», aquel que «devora» a los pueblos.

Estas imágenes puramente rabelesianas y, al mismo tiempo, carnavalescas del pueblo y del soberano, amplían y dan singular profundidad a un problema de gran actualidad política: el de la ocupación piamontesa.

A través de ellas, este elemento participa en el gran conjunto del mundo que crece y se renueva.

Como ya dijimos, el señor de Langey ha dejado una profunda huella en el
Tercero
y
Cuarto Libros.
La memoria de su figura y de sus últimos instantes desempeña un papel esencial en los capítulos del
Cuarto Libro
consagrados a la muerte de los héroes y que, por su tono
casi enteramente serio,
contrastan vivamente con el resto de la obra. El fondo, tomado de Plutarco, se asocia a las imágenes de la poesía heroica celta del ciclo de las peregrinaciones en los países de la muerte del Noroeste (especialmente del ciclo del
Viaje de San Brendan).
Todos los capítulos que relatan la muerte del héroe constituyen una especie de
réquiem por el señor de Langey.

Más aún, este último inspiró la figura del héroe de los
Libros Tercero
y
Cuarto,
es decir, Pantagruel, quien deja de parecerse al diablillo del misterio que modifica a los humanos, al héroe de las alegres mascaradas, y se convierte, en gran medida, en la encarnación ideal del sabio y del soberano. Examinemos su retrato en el
Tercer Libro:

«Yo os he dicho una y mil veces que era el mejor pequeño y gran hombrecillo que jamás ciñera espada. Tomaba todo en el mejor sentido e interpretaba cualquier acto en la forma más conveniente. Nunca se atormentaba ni se escandalizaba por nada. Ni en el caso de que se hubiese visto excluido del divino reino de lo razonable, se habría entristecido ni alterado sobremanera, pues todos los bienes que el cielo cubre y que la tierra contiene en sus cuatro dimensiones de altura, profundidad, longitud y latitud, no son dignos de alterar nuestros afectos ni turbar nuestros sentimientos y nuestros espíritus»
332
(Lib. III, cap. II).

Los rasgos carnavalescos y míticos del personaje están atenuados. El mismo se torna más humano y heroico a la vez que va tomando cierto carácter abstracto, laudatorio y retórico. Este cambio se produjo, según parece, bajo el influjo de las impresiones dejadas por el señor de Langey, cuya figura intentó perennizar Rabelais en su
Pantagruel.
333

Sin embargo, no sería oportuno llevar la exageración al punto de identificar a Pantagruel con el señor de Langey: éste nunca fue más que uno de los elementos del personaje, cuyos rasgos fundamentales habían sido extraídos del folklore y eran, por consiguiente, más amplios y profundos que la celebración retórica del señor de Langey.

El
Cuarto Libro
abunda en alusiones relativas a sucesos políticos contemporáneos y a diversos problemas de actualidad. Ya hemos visto que el itinerario mismo del viaje de Pantagruel asocia el antiguo camino de los celtas, que llevaba al país utópico de la muerte y la resurrección, a los viajes de colonización efectuados en la época y al itinerario de Jacques Cartier.

Mientras Rabelais se hallaba escribiendo el
Cuarto Libro,
la lucha de Francia contra las reivindicaciones del Papa se encaminaba hacia su punto álgido. Este hecho habría de reflejarse en el capítulo sobre las decretales. Por aquella época, éstas se habían convertido prácticamente en documentos oficiales, correspondiendo a la política galicana del poder real; pero cuando el libro apareció, el conflicto con el Papa se hallaba casi allanado. Desde esta perspectiva, la toma de posición publicista de Rabelais llegaba con cierto retraso.

Encontramos nuevas alusiones a sucesos políticos de actualidad en ciertos episodios importantes del
Cuarto Libro,
como el de la guerra de las Morcillas (lucha de los calvinistas ginebrinos) y el de la tempestad (Concilio de Trento).

Limitémonos a estudiar los hechos mencionados, que bastan para indicar hasta qué punto la actualidad política, con su secuela de acontecimientos, tareas y problemas, se hallaba reflejada en la obra de Rabelais. Su libro constituye una especie de «vistazo general»: hasta tal punto conservaba actualidad y estaba «al día». Al mismo tiempo, los problemas que trata son infinitamente más amplios y profundos que cualquier «vistazo general», toda vez que rebasan ampliamente los límites del período contemporáneo inmediato y hasta de cualquier época concreta.

En medio de las luchas que entablaban entre sí las fuerzas de su tiempo, Rabelais
ocupaba las posiciones de avanzada y más progresistas.
Para él, el poder real era la encarnación del
principio nuevo,
al que pertenecía el futuro histórico inmediato, es decir, el principio del
Estado nacional.
Por eso experimentaba idéntica aversión ante las pretensiones del Papado y las del Imperio, tendientes a acceder a un poder supremo supranacional. En las pretensiones del Papa y del Emperador veía el pasado agonizante de los siglos góticos, mientras que, en su opinión,
el Estado nacional era el nuevo y flamante principio de la vida histórica y estatal del pueblo.
Tal era su posición
directa,
a la vez que
perfectamente sincera.

Su postura en los campos científico y cultural era igualmente directa, franca y sincera: era un partidario declarado de la instrucción humanista y de sus novedosos métodos y apreciaciones. En el campo de la medicina, exigía el retorno a las fuentes verdaderas de la medicina antigua: Hipócrates y Galeno, y se negaba a aceptar los principios de la medicina árabe, que pervertía las tradiciones antiguas. En el campo del Derecho, reclamaba asimismo el retorno a las fuentes antiguas del Derecho romano, no alteradas por las interpretaciones bárbaras de los ignorantes exégetas de la Edad Media. En arte militar, en todos los campos de la técnica, en problemas relacionados con la educación, la arquitectura, la cultura física, la vestimenta, la vida cotidiana y las costumbres se reveló un ferviente partidario de todas las innovaciones de vanguardia, de todo aquello que afluía de Italia con un ímpetu poderoso e irresistible. En todos los campos que han dejado trazas en su obra (una obra realmente enciclopédica), fue el
hombre de vanguardia de su tiempo.
Poseía un excepcional sentido para captar lo nuevo, no solamente la innovación y la moda, sino la novedad esencial, que
surgía
efectivamente de
la muerte de lo antiguo
y a la que en verdad pertenecía el
futuro.
Su aptitud para sentir, elegir y evidenciar esta novedad esencial,
naciente,
se hallaba particularmente desarrollada.

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