La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (73 page)

Los nombres de enfermedades desempeñan también un papel importante en los
juramentos
e
imprecaciones,
convirtiéndose a menudo en
sobrenombres injuriosos:
ya sea que se
envíe a alguien
el cólera, la peste y la infección, o que
se le trate
de cólera, peste o infección. Los nombres vulgares de los órganos genitales también se hallan prestos a compartir este rasgo distintivo. Así pues, en la nomenclatura médica de Rabelais existen numerosos sustantivos que no fueron suficientemente generalizados y pulidos por el lenguaje libresco para convertirse en nombres
neutros
de la lengua literaria y de la terminología científica.

De este modo, las palabras vírgenes de la lengua oral, que acceden por vez primera al sistema de la lengua literaria, se aproximan, bajo determinados ángulos, a los
nombres propios:
se hallan
individualizadas
de manera particular, y el
elemento injurioso-laudatorio
aún predomina en ellas, acercándolas al
sobrenombre y al mote.
Sin embargo, no están aún suficientemente generalizadas para convertirse en simples sustantivos comunes de la lengua literaria. Además, estas cualidades son
contagiosas:
dentro de determinada organización del contexto, extienden su influencia sobre las otras palabras, actuando sobre el carácter general del lenguaje.

Abordamos aquí una particularidad esencial del estilo oral de Rabelais: no existe, bajo ciertos aspectos, aquella frontera bien delimitada entre los nombres propios y comunes a la que nos han acostumbrado la lengua literaria (nueva) y el estilo corrientes. Si bien las distinciones formales siguen teniendo vigencia, en el aspecto interno más importante, el límite que las separa se halla notablemente atenuado. Este debilitamiento de las fronteras entre nombres propios y nombres comunes es, además,
un fenómeno recíproco.
Tanto éstos como aquéllos apuntan hacia un
objetivo común único: el sobrenombre elogioso-injurioso.

No podemos ahondar aquí este tema especial. Nos limitaremos, por lo tanto, a abordar sus líneas esenciales.

En Rabelais, la mayoría de los nombres propios revisten el carácter de sobrenombres.
Este hecho concierne no sólo a aquellos que él mismo creara, sino también a aquellos que le legó la tradición. Tal es el caso, en primer término, de los nombres de sus héroes principales: Gargantúa, Grandgousier, Gargamelle y Pantagruel. Dos de ellos, Grandgousier y Gargamelle, tienen una etimología perfectamente precisa,
de la que eran conscientes tanto la tradición como Rabelais
(y, evidentemente, todos sus lectores).

Si un nombre posee un valor etimológico
determinado y consciente
que, además,
caracteriza al personaje que lo lleva,
deja de ser un nombre y se convierte en un
sobrenombre.
Este
nombre-apodo
depone su carácter
neutro,
pues su sentido incluirá siempre una
idea de apreciación
(positiva o negativa); es, en realidad, un
blasón.
Todos los
verdaderos
sobrenombres son
ambivalentes,
es decir, poseen un matiz
elogioso-injurioso.

Grandgousier y Gargamelle pertenecen, evidentemente, a este género de nombres-apodos. En cuanto a Gargantúa, el problema se torna un poco más complicado. La etimología de este nombre no es nada precisa
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y, aparentemente, Rabelais y sus contemporáneos no tenían una clara conciencia de ella. En casos de este tipo, Rabelais recurre a la etimologización artificial del nombre, a veces traída de los cabellos e intencionadamente inverosímil. Es lo que hace en el presente caso. Gargantúa nació profiriendo un grito feroz: «¡A beber! ¡A beber! ¡A beber!», a lo que Grandgousier replicó: «¡Qué grande que lo tienes!» (refiriéndose al gaznate). Es debido a esta primera palabra pronunciada por el padre, que dan al niño el nombre de Gargantúa. Esta etimología cómica anima, en efecto, el verdadero sentido de la palabra «gaznate».

Rabelais ofrece la misma etimología artificial (aunque en función de un principio diferente), en nombre de «Pantagruel», cuya verdadera etimología no era del todo conocida.

Estos cuatro nombres-apodos son ambivalentes. Los tres primeros significan «gaznate»
(gosier),
entendido no como un término anatómico neutro, sino como una
imagen elogiosa-injuriosa de la glotonería, de la absorción de alimentos, del banquete. Se trata de la misma boca abierta, la tumba, las entrañas, la absorción-nacimiento.
La etimología de Pantagruel tiene la misma significación, es decir, ávida de todo, y revela el sentido ambivalente de su imagen tradicional. La ausencia de raíces en la lengua nacional debilita a todas luces la ambivalencia de este nombre.
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Así pues, los nombres que Rabelais extrae de la tradición son, desde un comienzo, sobrenombres elogiosos-injuriosos, o bien adquieren el carácter de estos últimos mediante una etimologización artificial.

Los nombres creados por Rabelais tienen, también, este carácter de sobrenombres ambivalentes. Desde esta perspectiva, la enumeración de los sesenta y cuatro nombres de cocineros del
Cuarto Libro
es bastante significativa. Todos estos nombres-apodos son, precisamente, característicos de los
cocineros.
Se basan esencialmente en denominaciones de platos, pescados, ensaladas, legumbres, vajilla y utensilios de cocina. Por ejemplo, las sopas reciben distintas denominaciones: Bouillonsec, Potageanart, Soup-pimars, etc., así como la carne: Soufflemboyau, Cochonnet, etc.; y muchos otros sustantivos han sido formados a partir de «tocino».

Este pasaje constituye
un recetario de cocina y un banquete ruidoso bajo forma de nombres propios.
La otra parte de la enumeración contiene
sobrenombres de tipo injurioso,
formados en base a sustantivos que designan distintos
defectos físicos, monstruosidades, suciedades,
etc. Por la misma naturaleza de su estilo y sus imágenes, esta parte guarda una analogía perfecta con la
serie de groserías,
es decir por ejemplo, con el pasaje en que los pasteleros gratifican a los pastores.

Los nombres de los consejeros y guerreros de Picrochole tienen el carácter de sobrenombres injuriosos: Merdaille, Racquedenare, Trepelu, Tripet.

La formación de nombres propios en base al
tipo de las groserías constituye el procedimiento más usual,
tanto en la obra de Rabelais como, en general, en la
comicidad popular.

Los nombres elogiosos formados en base al griego poseen características particulares. Así por ejemplo, los guerreros de Grandgousier —en forma inversa a lo que sucede con los de Picrochele—, tienen nombres griegos elogiosos: Sibaste (el respetado), Tolmere (el audaz), Ithibol (el recto). Los nombres de diversos héroes como Pornócrates, Epistemón, Eustenes e incluso Panurgo (el que es capaz de hacer todo) forman parte de este tipo elogioso.

Desde un punto de vista formal, todos estos nombres griegos que guardan analogía con los sobrenombres tienen un carácter retórico y están despojados de toda verdadera ambivalencia. Son similares a las series disociadas y retorizadas de elogios e injurias de los pasajes oficiales de la obra.

La verdadera ambivalencia sólo es propia de los nombres-apodos elogiosos-injuriosos, cuyas raíces están enclavadas en la lengua nacional y el universo metafórico popular del cual ella misma ha surgido.

Nos limitaremos aquí a tratar los ejemplos ya examinados. Todos los nombres de Rabelais han sido, de un modo u otro, asimilados a
sobrenombres o apodos elogiosos-injuriosos.
Las únicas excepciones son los nombres de personajes históricos reales, aquellos de los amigos del autor (por ejemplo Tiraqueau) o los que, por su sonoridad, deban semejarse a éstos (por ejemplo, Rondibilis en lugar de Rondelet).

Los otros nombres propios manifiestan la misma tendencia a adquirir un sentido ambivalente, es decir elogioso-injurioso. Hemos visto ya que una serie de nombres geográficos recibieron un sentido corporal topográfico, por ejemplo: agujero de Gibraltar, botanas de Hércules, etc. En algunos casos, Rabelais recurre a la etimologización artificial cómica, como cuando explica el origen de «París» y «Beauce», por ejemplo. Se dan allí, evidentemente, una serie de matices especiales, pero la línea esencial del sentido dado a los nombres y su transformación en sobrenombres elogiosos-injuriosos, permanecen inalterables.

Finalmente, la obra comprende una serie de capítulos que tratan, de manera especial y en un plano teórico, el tema de los nombres y apelaciones. Así por ejemplo, el
Tercer Libro
examina el problema de los orígenes de los nombres de las plantas; el
Libro Cuarto
desarrolla un juego puramente carnavalesco sobre los nombres dados a la isla Ennasin; en este caso hallamos nuevamente una larga reflexión sobre los nombres que guardan relación con los de los capitanes Riflandouille y Tailleboudin.

De este modo, los nombres propios se encaminan hacia el punto límite de los sobrenombres y apodos elogiosos-injuriosos. Pero, como ya tuvimos oportunidad de examinar, los sustantivos comunes siguen también el mismo camino. En el contexto de la creación rabelesiana, el factor de la
comunidad
se halla
atenuado.
Los nombres de animales, aves, peces, plantas, órganos, miembros y partes del cuerpo, de platos y bebidas, de utensilios de hogar y de cocina, de armas, de partes de vestimentas, etc., suenan casi como los
nombres-apodos de los personajes en el drama satírico original de las cosas y de los cuerpos.

Cuando analizamos el episodio de los limpiaculos, pudimos observar el papel original de las cosas en cuanto personajes del drama cómico (el drama del cuerpo se combinaba con el de las cosas). Es preciso subrayar que numerosos nombres vulgares de hierbas, plantas y otras cosas, empleadas como limpiaculos, aún tenían un aspecto fresco y virgen en el contexto literario y libresco. El aspecto de la comunidad era muy débil: no se trataba aun de apelaciones, sino de nombres-apodos. Su rol imprevisto en la serie de los limpiaculos contribuyó aún más a su individualización, pues ingresaron formando agrupaciones totalmente nuevas a esta serie original. Son liberados de los débiles lazos sistematizantes y generalizadores en los que hasta entonces habían figurado dentro del lenguaje. Se acentúa su particularidad de nombre individual. Además, en la serie injuriosa dinámica de los limpiaculos, su forma material e individual adquiere perfiles bien delimitados. Aquí, el nombre se transforma casi por completo en nombre-apodo, elemento característico de los personajes farsescos.

La
novedad
de la cosa y de su nombre, o la
renovación
de la cosa vieja gracias a un nuevo empleo
o la vecindad de elementos nuevos e inesperados, individualizan
la cosa en forma particular e intensifican en su nombre la idea de
propiedad,
acercándola al
nombre-apodo.

La saturación general del contexto rabelesiano en cuanto a nombres propios (nombres geográficos y de personas), reviste una importancia particular para la individualización de los nombres. Ya hemos dicho que, para efectuar las comparaciones y confrontaciones, nuestro autor cita objetos únicos (compara por ejemplo los pasteles a los bastiones de la ciudad de Turín). Se esfuerza así por dar a cada cosa una definición histórica y topográfica.

Por último, la
destrucción paródica de los vínculos ideológicos y sentidos periclitados entre las cosas y los fenómenos,
e incluso de los vínculos lógicos elementales (alogismos de los despropósitos), reviste una importancia bastante particular. Las cosas y sus nombres se hallan
liberados de las trabas de la concepción agonizante del mundo,
son puestos en libertad y adquieren una individualidad libre y particular, mientras que sus nombres se aproximan a los
festivos nombres-apodos.
Las palabras vírgenes de la lengua popular hablada, aún indisciplinadas con relación y selección léxicas, con sus
precisiones y sus limitaciones de sentidos
y de tonos, así como su jerarquía verbal, aportan la libertad e individualidad particulares del carnaval y, por tal motivo, se transforman fácilmente en nombres de personajes del drama carnavalesco de las cosas y del cuerpo.

Así pues, una de las particularidades básicas del estilo de Rabelais es que todos los nombres propios por un lado, y todos los sustantivos comunes, de cosas y fenómenos, por otro lado, se dirigen hacia su punto límite y, a la vez, hacia el apodo y el sobrenombre elogioso-injurioso. Gracias a esto, todas las cosas y fenómenos del universo rabelesiano adquieren una individualidad original:
principium individuationis;
el elogio-injuria.
Dentro de la marejada individualizadora del elogio-injuria, las fronteras entre las personas y las cosas se atenúan; todas se convierten en protagonistas del drama carnavalesco de la muerte simultánea del mundo antiguo y del nacimiento del nuevo.

Examinemos ahora una particularidad bastante característica del estilo de Rabelais: la utilización carnavalesca de los números.

La literatura de la Antigüedad y de la Edad Media conocía la utilización simbólica, metafísica y mística de los números. Había cifras sagradas: tres, siete, nueve, etc. El
Recueil d'Hippocrate
comprendía el tratado «Sobre el número siete», definido como el
número crítico
para el mundo entero, y en particular para la vida del organismo humano. Sin embargo, el número en sí mismo, es decir, cualquier número, era algo sagrado. La Antigüedad estuvo imbuida de las ideas pitagóricas sobre el número, base de toda esencia, de todo orden y estructura, incluso la de los mismos dioses.

El simbolismo y la mística de los números en la Edad Media son mundialmente conocidos. Las cifras sagradas servían de base para la composición de obras artísticas, incluso las literarias. Recordemos a Dante, para quien los números determinan no sólo la construcción de todo el universo, sino también la composición de los poemas.

Esquematizando un poco, podríamos definir el fundamento de la estética del número en la Antigüedad y la Edad Media diciendo que es inherente al número el ser determinado, acabado, redondeado, simétrico. Sólo este tipo de número puede constituir la base de la armonía y del todo realizado (estático).

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