La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (72 page)

Rabelais expresó en forma directa y sin equívoco las posiciones vanguardistas que postulaba en los campos de la política, cultura, ciencia y vida cotidiana, en diferentes pasajes de su libro y en episodios como, por ejemplo, la educación a Gargantúa, la abadía de Thèléme, la carta de Gargantúa a Pantagruel, las reflexiones de Pantagruel sobre los exégetas medievales del Derecho romano, la conversación de Grandgousier con los peregrinos, el elogio de la política de ocupación de Pantagruel, etc. En cierta medida, todos estos episodios tienen un carácter retórico; el lenguaje libresco y el estilo oficial de la época predominan en ellos. Escuchamos allí
palabras directas,
y casi totalmente
serias.
Estas palabras nuevas, vanguardistas, constituyen el
último grito de la época
y son, al mismo tiempo, las palabras
realmente sinceras
del autor.

Si en su obra no hubiesen coexistido otros episodios, otras palabras, otra lengua y otro estilo, Rabelais hubiera sido, de todos modos, uno de los humanistas de vanguardia de su tiempo, aunque un humanista
ordinario
(por más que fuese de primera magnitud), uno en el estilo de Guillaume Budé. No hubiera sido el Rabelais genial y único que conocemos.

El último grito de la
época,
afirmado de manera
seria y sincera,
no hubiera sido el último grito
del propio Rabelais.
Por más progresista que fuese, era consciente del límite de sus ideas y, aunque hubiese formulado seriamente el último grito de la época, conocía también el límite de esta seriedad. El verdadero
último grito de Rabelais es la palabra popular festiva, libre y plenamente lúcida,
que no se deja comprar por la
dosis limitada
de espíritu progresista y de verdad
accesibles en dicha época.

Numerosas y muy lejanas perspectivas futuras se abrían a esta palabra popular festiva, incluso si los contornos positivos seguían siendo utópicos e imprecisos. Todo
carácter determinado y acabado,
accesible a la época, era en cierta medida
cómico,
pues, al final de cuentas, era
limitado.
La risa era festiva, pues toda
determinación
limitada (y por lo tanto todo
acabamiento)
daba origen, al morir y descomponerse, a una serie de
nuevas posibilidades.

Por esta razón no debemos buscar el último grito de Rabelais en los episodios enumerados, directos e imbuidos de retórica, en que las palabras presentan virtualmente una orientación y sentido únicos, casi enteramente serios, sino más bien en el elemento metafórico de la fiesta popular en que también se hallan inmersos estos episodios (toda vez que no son definitivamente unilaterales y limitativamente serios). Por más seriedad que empleara Rabelais en estos episodios y en sus declaraciones directas y unívocas, abre siempre una
brecha festiva
hacia un
futuro más lejano,
que habrá de
ridiculizar
el carácter progresivo
relativo
y la verdad
relativa,
accesibles en su época y en el futuro
inmediato y visible.
De allí que Rabelais
no diga nunca todo lo que tiene que decir en sus declaraciones directas.
No se trata, desde luego, de la ironía romántica, sino de la amplitud y experiencia populares, que le fueron legadas junto con todo el sistema de formas e imágenes cómicas de la fiesta popular.

De este modo, la realidad de la época, que se refleja en forma tan amplia y plena en la obra de Rabelais, es iluminada por las imágenes de la fiesta popular. A la luz de éstas, hasta las mejores perspectivas parecen, en suma, limitadas y alejadas de los ideales y esperanzas populares encarnados en las imágenes de la fiesta popular. Pero, consecuentemente, la realidad contemporánea no perdió nada de su carácter concreto, de su vitalidad. Por el contrario,
a la luz particularmente lúcida
de las imágenes de la fiesta popular, todos los acontecimientos y cosas que integran la realidad adquieren
un relieve, una plenitud, una materialidad
y una individualidad particulares.
Han logrado liberarse de todos los vínculos impuestos por sentidos estrechos y dogmáticos.
Se han revelado en una atmósfera de perfecta libertad, que es lo que suscitó la riqueza y diversidad excepcionales de las cosas y sucesos englobados en la obra de Rabelais.

Esta, como todas las grandes obras de la época, es profundamente enciclopédica. No existe rama del conocimiento y de la vida práctica que no esté representado en ella, incluyendo todos sus detalles especializados, por añadidura. Los modernos estudios rabelesianos —entre los que destaca de manera especial la labor de Lazare Sainéan— han mostrado la competencia, excepcional y sorprendente, de Rabelais en todos los campos que abordara. Como corolario a una serie de estudios especiales, podemos considerar como un hecho seguro la información vasta e irreprochable de nuestro autor, no solamente en medicina y en otras ciencias naturales, sino también en jurisprudencia, arquitectura, artes militares, navegación, gastronomía, y en especialidades como la cetrería, los juegos y ejercicios deportivos, numismática, etc.

La nomenclatura y el léxico de estas múltiples ramas del saber y de la práctica nos sorprenden no sólo por su riqueza y plenitud, sino también por el prodigioso manejo de los matices más sutiles del lenguaje técnico, que sólo son asequibles al especialista. Cualquiera que sea el término o la expresión del lenguaje profesional que Rabelais emplea, lo hace con la fidelidad y precisión propias del maestro y no del diletante. A mediados del siglo pasado, Jalles, especialista en asuntos marítimos, expresó serias dudas en cuanto a la exactitud y competencia con que Rabelais manejó su rico vocabulario marítimo. Lazare Sainéan ha demostrado que aquellas dudas eran tan injustas como infundadas: la competencia de Rabelais en el uso de términos marítimos es absolutamente seria y ha sido demostrada.

Los conocimientos enciclopédicos de Rabelais y la excepcional riqueza de su mundo presentan una notable particularidad, que no ha sido apreciada en sus auténticas dimensiones por los investigadores: el elemento dominante en ellos es, de hecho, todo aquello que lleva la marca de lo
reciente, fresco y fundamental.
Su enciclopedia es la del mundo
nuevo:
es algo concreto y material; y muchos de sus datos surgían por vez primera en el horizonte de los contemporáneos, adquiriendo un nombre por primera vez o renovando el anterior en virtud de alguna significación inédita. El mundo de las cosas y el de las palabras (de la lengua), conocieron por entonces un enriquecimiento y una ampliación realmente prodigiosos, una renovación sustancial, acompañada de reagrupaciones claras y originales.

Todos conocemos el inmenso y variado número de cosas nuevas que penetraron por vez primera en el horizonte de la humanidad durante aquella época. Cierto es que, a Francia, estas novedades llegaron con cierto retraso, aunque irrumpieron de lleno y poderosamente. Procedentes de Italia desde el inicio de las guerras, no cesaron de intensificarse y afluir en cantidades cada vez mayores. La vida de Rabelais coincidió precisamente con la etapa en que dicha afluencia se hizo más vasta e irresistible. Como los estrechos contactos con Italia habían empezado por un contacto entre los dos ejércitos, las primeras innovaciones se produjeron en el campo del arte y la técnica militares, luego en el de la navegación marítima, de la arquitectura y, sólo años más tarde, en los demás sectores: industria, comercio, vida cotidiana y arte.

Junto con las nuevas cosas hizo su aparición un nuevo vocabulario: la lengua fue inundada por italianismos, helenismos, latinismos y neologismos de todo tipo. Es preciso señalar que no se trataba simplemente del surgimiento de cosas nuevas, sino que éstas, a su vez, tenían el poder de
renovar en torno suyo las cosas antiguas, dándoles una nueva forma;
las obligaban a adaptarse a ellas, como sucede, por ejemplo, en todos los descubrimientos e inventos en el campo de la técnica.

Rabelais poseía un amor y una sensibilidad excepcionales frente a esta novedad
fundamental
de las cosas y los nombres. No solamente no permanecía a la zaga en relación con su época, sino que, a menudo, la adelantaba en muchos aspectos. Su nomenclatura refleja (al lado de ciertos arcaísmos) la técnica militar ultra-moderna, especialmente rica en el campo de la ingeniería. Numerosos vocablos fueron consignados por primera vez en las páginas de sus libros.

La terminología arquitectural se hallaba, también, muy a la moda. Este sector ocupa una parte sumamente importante en la obra rabelesiana. Su léxico está lleno de términos nuevos y
renovadores,
que Rabelais fue uno de los primeros en utilizar. Tal, por ejemplo, el de «simetría», que aparece prácticamente por vez primera en sus páginas. Otras palabras, como «peristilo», «pórtico», «arquitrabe» y «friso», revisten asimismo un carácter absolutamente novedoso, de cosas vistas y nombradas por vez primera. Todos estos términos y las cosas por ellos designadas no son simplemente nuevos en cuanto fenómenos separados y aislados: poseen, además, la fuerza necesaria para renovar y transformar todas las ideas arquitectónicas de la época.

En la terminología relativa a todos los otros campos del conocimiento y de la práctica, volvemos a encontrar el mismo rol primordial de las palabras y cosas nuevas y renovadoras. Esta nomenclatura abunda, sin embargo, en palabras antiguas, e incluso en arcaísmos. Si Rabelais buscaba la plenitud y la diversidad en todo orden de cosas, siempre acentuó el valor de lo nuevo, utilizando constantemente su fuerza renovadora y contagiosa.

A continuación, examinaremos un fenómeno de suma importancia para la vida estilística en la obra de Rabelais.

Nuestro autor extrajo de diversas
fuentes orales
un considerable número de los elementos de su lengua: se trata en este caso de
palabra vírgenes
que, surgidas por primera vez de las profundidades de la vida popular, del elemento de la lengua hablada, pasaron a integrar el sistema del lenguaje
escrito e impreso.
Los vocabularios de casi todas las ramas de la ciencia provienen, en su mayor parte, del lenguaje oral y participaron entonces, por
vez primera,
en un
contexto libresco, en un pensamiento libresco sistematizado, en una entonación escrita de carácter libresco, en una construcción sintáctica escrita de orden libresco.
En la época de Rabelais, la ciencia recién empezaba, a costa de grandiosos esfuerzos, a conquistar el derecho de hablar y escribir en la lengua nacional, llamada vulgar, que no era reconocida por la Iglesia ni por las universidades y demás centros de enseñanza. Al lado de Calvino, Rabelais fue el creador de la prosa literaria francesa. El mismo habría de apoyarse en el elemento oral del lenguaje, utilizando sus riquezas verbales, al abordar todas las esferas del conocimiento y de la práctica (a veces acentuando unas, a expensas de las otras). Las palabras surgidas de esta fuente se hallan en un estado de
frescura perfecta, aún no pulidas por el contexto escrito y libresco.

Tomemos, por ejemplo, la nomenclatura de los peces, que es bastante respetable, pues sólo en el capítulo V del
Cuarto Libro
(ofrendas de los Castrólatas) nos ofrece más de sesenta nombres. Hallamos allí nombres de peces de río, del Mediterráneo y del océano. ¿De dónde sacó el autor este vastísimo vocabulario? No de fuentes librescas, naturalmente. Los estudios ictiológicos del siglo
XVI
, obra de los fundadores de esta ciencia, los científicios franceses Guillaume Rondelet y Pierre Belon, aparecieron recién en 1553-1554, es decir, después de la muerte de Rabelais. Tan sólo la lengua oral pudo servirle, pues, de fuente informativa. Había aprendido en Bretaña y en Normandía, en Saint-Malo, Dieppe o El Havre, los nombres de los peces del océano, al escuchar a los pescadores de la región que le indicaron las denominaciones locales y provinciales utilizadas en su enumeración. A su vez, los pescadores marselleses le proporcionaron los nombres de los peces del Mediterráneo. Se trata de peces totalmente frescos, tan frescos como aquellos que colmaban las canastas de los pescadores y que Rabelais solía examinar probablemente, solicitándoles explicaciones. Hasta entonces, aquellos nombres jamás habían figurado en la lengua escrita y libresca,
ni habían sido tratados en un contexto generalizador y sistemático, abstracto y libresco.
Aún no habían competido con los nombres de peces extranjeros, sino sólo con los suyos: con los otros peces bretones, por ejemplo, con las groserías y juramentos bretones profundamente sentidos, con el cierzo y el bramido de las mareas bretonas. Todavía no eran exactamente nombres de peces, sino
sobrenombres o motes,
y en cierto modo,
nombres propios de peces locales.
No habrían de adoptar
el nivel de universalidad deseado o el carácter de sustantivos
sino en un contexto libresco, y por vez primera bajo la pluma de Rondelet y Belon, ya que, en las
enumeraciones-nominaciones
de Rabelais, se trataba aún de
semi-sustantivos propios.

El problema no radica, claro está, en el hecho de que Rabelais conociera estos nombres a través de diversas fuentes orales. Radica en que los nombres de peces que él enumera
nunca habían figurado en un contexto libresco. Esto es lo que determinó su carácter propio en la conciencia verbal de Rabelais y de sus contemporáneos.
Aún no se trataba de nombres, sino más bien, como ya lo hemos indicado, de sobrenombres y motes compuestos en lengua vulgar.
Su aspecto abstracto y sistemático no estaba aún debidamente desarrollado;
todavía no se habían convertido en términos de ictiología, sino que eran simples sustantivos comunes y generales de la lengua literaria.

Los vocabularios de las otras ramas del conocimiento presentían, en mayor o menor grado, un carácter similar. Tal sucede, por ejemplo, con su nomenclatura médica. A decir verdad, si bien emplea generosamente diversos neologismos, helenismos y latinismos, utiliza también con creces las fuentes orales de la lengua vulgar. Con frecuencia encontramos, al lado de neologismos cultos, su equivalente en lengua vulgar (por ejemplo,
épiglotte
y
gargamelle). Los nombres vulgares de las enfermedades
revisten particular interés. Aún predominan en ellos
el elemento del nombre propio y,
al mismo tiempo, el del
sobrenombre difamatorio.
Numerosos nombres de enfermedades se hallan directamente vinculados a nombres de santos que, por alguna razón misteriosa, eran considerados como sus curadores o, al contrario, como sus propagadores (por ejemplo, el mal de San Antonio o el mal de San Vito). Pero, de un modo general, todos los nombres de enfermedades empleados en lengua vulgar eran fácilmente
personificables,
es decir, interpretados como
nombres propios de seres vivos.
En la literatura de la época, encontramos ejemplos de enfermedades representadas bajo el aspecto de personajes, sobre todo la sífilis: «Dame Verolle» y la podagra: «La Goutte».

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