La dama del Nilo (57 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

—Por supuesto que regresarán —respondió—. Anión los ha enviado, así que él se encargará de protegerlos y de traérmelos de vuelta.

—¡Ah! —ronroneó el—. Pero ¿cuándo? Tardarán alrededor de un año en llegar a Punt.

—Ya lo sé. Si es que Punt existe.

—¿Lo dudáis?

—En realidad, no. Lo que pasa es que también yo, Tutmés, como tú mismo, tengo momentos de fugaz vacilación.

—Me parece que ya no podéis duros ese lujo —dijo el muchacho, con un destello de su habitual hostilidad.

—¡Oh, Tutmés! —exclamó Hatshepsut con una carcajada—. ¿Crees acaso que me propongo pasar los próximos meses encerrada en la penumbra, llorando la ausencia de Senmut? ¡Soy faraón, y es mucho el trabajo que me espera!

La barca sagrada comenzó a desplazarse lentamente de regreso al templo, así que abandonaron el muelle y la siguieron.

—Tal vez Vos tengáis mucho trabajo pero ¿y yo? Me he pasado los últimos tiempos entre maniobras, marchas e inspecciones y ya estoy harto de ese tipo de vida. Basta de instrucción para mí. Miradme, Hatshepsut: casi tengo diecisiete años. ¡Asignadme un puesto en la corte!

Ella sacudió la cabeza vigorosamente.

—¿Me crees tonta o loca? ¿No te parece que estás abusando de mi clemencia, Tutmés? He consultado a los generales y todos insisten en que te nombre comandante. Parece que te consideran un brillante estratega. Así que, a partir de este momento, eres comandante.

—¿Y qué se supone que puede hacer un comandante en tiempos de paz? —dijo con aire despectivo—. ¿Reparar sus arneses y lustrar sus armas?

—Haz lo que se te antoje. El ejército te pertenece, como príncipe heredero que eres. Te aseguro que en sus filas tengo infinidad de tareas para encomendarte: escoltar caravanas, disciplinar a los evasores de impuestos y, desde luego, proseguir con la inspección de guarniciones.

—¡Vaya perspectiva! ¡Un manso comandante conduciendo a un manso ejército para un manso faraón, que ni siquiera lo es!

Hatshepsut se frenó de golpe en mitad del sendero y giró hacia él, lo aferró del brazo y le clavó las uñas en la piel.

—Te prevengo, Tutmés —dijo en voz baja—: obedéceme o lo lamentarás. Mil veces pude haberte matado, no lo olvides nunca. Y ya que estamos quiero que entiendas bien que, como comandante, estás directamente bajo mis órdenes. Por lo menos yo he participado en acciones bélicas, cosa que tú no has hecho. Si llego a enterarme de que has conducido a tus tropas fuera de los límites de Egipto, te haré encarcelar y dispersaré tus tropas asignando a los hombres a las demás divisiones. ¿Está claro?

El muchacho no hizo ningún intento de liberarse y ambos se fulminaron con la mirada.

—Sí, está muy claro —dijo—. Yo veo con claridad muchas cosas que os negáis a aceptar, faraón. ¡Es hora de que abráis bien los ojos!

Hatshepsut lo soltó y Tutmés se alejó caminando con furia, todavía con las marcas blancas de sus uñas en el brazo.

Dos meses más tarde llegaron noticias al palacio de que la flota había llegado al delta y se preparaba para penetrar en el antiguo canal. Hatshepsut ordenó que se ofrecieran más plegarias y sacrificios y escuchó ansiosamente el informe leído por Anen. Casi le parecía verlos flotar silenciosamente sobre los yermos ardientes en dirección al Gran Mar. Con la mirada de Tutmés fija en ella, tomó la carta personal que Senmut le enviaba y fue a su dormitorio, donde rompió el sello y devoró sus palabras con una punzada de dolor. Le decía que estaba bien y que todo se desarrollaba según sus deseos. Encontraron el canal en un estado bastante deplorable, así que tuvieron que empuñar los remos y avanzar con gran cautela. Senmut le recomendaba que, aprovechando la época de la inundación, en que los campesinos estaban ociosos, enviara un equipo de trabajadores al norte para reparar esos muros semiderruidos. Le hablaba de la vida salvaje y de la belleza de los atardeceres en el desierto. Al final de la carta daba rienda suelta a su nostalgia y afirmaba que su anhelo por ella era tan intenso como el de sus marineros por agua en las horas más abrasadoras del día, y que su alma clamaba por estar a su lado. Hatshepsut guardó la misiva en su caja de marfil, junto a las chucherías y recuerdos de toda su vida, y fue al templo. Allí se postró un buen rato ante el Dios y le suplicó que le concediera fuerzas para sobrellevar los meses venideros y salir ilesa, le pidió que bendijera a los barcos, le imploró que pusiera freno a las pretensiones de Tutmés. Cuando finalmente se puso de pie, se obligó a desechar las dudas que abrigaba en su interior y se encaminó a la sala de audiencias, donde Menkh, Tahuti y User-amun la aguardaban en el resplandor de otra tarde tórrida.

Neferura apareció en sus aposentos cierta noche, mientras sus criadas la preparaban par acostarse. La muchacha entró sin anunciarse y se le acercó deprisa, y sus pies descalzos no resonaron al apoyarse sobre el suelo dorado. Hatshepsut le hizo señas a Nofret de que dejara el peine, colocara su bata de dormir sobre la cama y abandonara la habitación. Neferura quedó de pie frente a su madre y le hizo una reverencia. Estaba cubierta por un velo blanco transparente que permitía apreciar sus delgadas caderas y sus incipientes pechos, y usaba un collar de oro con incrustaciones de trozos cuadrados de amatista. Una cinta trenzada de color blanco y dorado le rodeaba la frente, pero no llevaba ningún afeite en el rostro, y sus ojos negros vacilaron al cruzarse con los de su madre. Hatshepsut le sonrió y le ofreció una silla, pero Neferura permaneció de pie, con la vista baja y las manos nerviosamente entrelazadas bajo sus diminutos senos.

—¡Qué sorpresa tan agradable! —exclamó Hatshepsut.

Atareada con los preparativos de la expedición había visto poco a su hija, aunque sí se había mantenido en contacto con el tutor de la niña, como lo hacía todas las semanas, para que la tuviera al tanto de sus progresos. Algunos meses antes, pen-Nekheb le había recomendado que no obligara a su hija a someterse a un entrenamiento militar, pues tenía un físico demasiado frágil. En aquel momento Hatshepsut sufrió una gran decepción pero coincidió en que nada debía poner en peligro la salud de la Heredera del trono. Con preocupación observó el juego de las luces de las lámparas sobre esa pequeña figura; las vacilantes llamas destacaban sus piernas largas y delgadas y sus hombros afilados. No sabía bien por qué, pero en los últimos tiempos Neferura siempre le ponía los nervios de punta.

—¿Cómo has pasado el día? ¿Parada al sol viendo los ejercicios de destreza de las tropas? —le preguntó a Neferura con cordial tono de broma, pero su hija no rió.

—Madre, quiero hablarte de Tutmés.

Hatshepsut suspiró. ¿Acaso no parecía ser ése el único tema del momento? Se sentó en la silla, resignada.

—Habla, entonces. Sabes bien que siempre puedes confiarme tus pensamientos.

—Hace mucho tiempo que estamos comprometidos, a pesar de lo cual no haces nada que indique que piensas conducimos al templo. ¿Por qué lo postergas tanto? ¿Acaso has cambiado de opinión?

Hatshepsut buceó en los ojos atribulados y suplicantes de su hija.

—¿Te envió Tutmés para que intercedieras en su favor?

—¡No! Estuve con él al mediodía y comimos juntos, pero no hablamos mucho. —Se ruborizó y bajó la vista—. Nunca es muy comunicativo conmigo.

—¿Realmente lo amas, Neferura?

Ella asintió con vehemencia.

—¡Sí! ¡Lo he amado desde que recuerdo! Quiero casarme con él y tú nos has comprometido en matrimonio. Pero el tiempo pasa, y yo no hago otra cosa que esperar.

—Los dos sois todavía tan jóvenes: apenas tenéis diecisiete años. ¿No puedes esperar un poco más?

—¿Por qué habría de hacerlo? ¿Qué edad tenías tú cuando te prendaste del mayordomo Senmut? Oh, madre, estoy cansada de ser un muñeco que tú manejas y usas según tus conveniencias. ¿No me permitirás nunca ser yo misma y casarme con Tutmés?

Las palabras de su hija le provocaron una sacudida. ¿Realmente soy tan dura con ella?, pensó, consternada. ¿Estaré perdiéndolo todo, incluso el amor de mi querida Neferura? Se puso de pie y rodeó con un brazo los delgados hombros de la muchacha, que se tensaron bajo su roce.

—¿Ésa es la imagen que tienes de mí, Neferura? ¿Sabes lo que significa casarse con un príncipe heredero, sobre todo con uno como Tutmés?

Neferura se libró del abrazo de su madre con una sacudía desafiante.

—¡Por supuesto que lo sé! ¡Y también sé que el motivo por el que dilatas mi matrimonio es que temes que, al casarme con Tutmés, sus derechos quedarán inmediatamente legitimados y podrá entonces derribarte del Trono de Horus!

—Correcto. Y no te quepa la menor duda de que eso es precisamente lo que haría. Tú crees conocerlo, Neferura, porque lo amas, pero yo lo veo con los ojos del reino. Lo conozco desde que nació, y he visto cómo lo crió su intrigante madre. Por eso te digo que si te casas con él será como si firmaras mi sentencia de muerte. Lo siento, pero así son las cosas.

—¡No te creo! ¡Tutmés será todo lo rebelde que quieras, pero no es inhumano ni cruel!

Hatshepsut regresó a su silla y se desplomó, abatida, apartándose el cabello de la cara.

—Lo que te digo es cierto. Y no puedo correr ese riesgo. Lo lamento de veras, Neferura, pero jamás te casarás con Tutmés.

—¡Entonces yo misma lo conduciré al templo! —Sus ojos echaban chispas, con una violencia heredada de la misma Hatshepsut, pero luego se cubrió la cara con las manos y se volvió para abandonar la habitación—. No, no podría hacerlo. Jamás permitiría que él te hiciera eso, madre. —Neferura se detuvo, regresó y se detuvo junto a la mesa donde se apoyaba la pequeña corona con la cobra—. No sé si sabes que no deseo ser faraón. Porque eso es lo que anhelas para mí, ¿no es verdad? Preferiría mil veces seguir siendo princesa durante toda mi vida. Preferiría que me dejaran en paz, como Osiris-Neferu-khebit. ¿No podrías —le sugirió con desesperación— permitir que nos casáramos y luego nombrar a Tutmés visir o monarca de algún rincón de Egipto? Viviríamos lejos de Tebas y de ti, y entonces no correrías ningún peligro.

—Mi pobre Neferura —dijo tiernamente Hatshepsut—. ¿Durante cuánto tiempo crees que se resignaría Tutmés a gobernar un pequeño nomo, teniendo la posibilidad de regir los destinos de su reino? Dame otro año más, uno sólo, y entonces os llevaré a ambos al templo. Te lo prometo.

—¡No! ¡No deseo ser la causante de tu muerte!

—Tal vez no llegue a ese extremo. Dentro de un año Tutmés comprobará que no soy una amenaza para él y me dejará vivir en paz.

Neferura rompió a reír y se agachó para besar a Hatshepsut en la mejilla.

—Oh, madre; jamás te das por vencida, ¿no es así? El poder es tu vida misma. El poder y Egipto. Para ti, con frecuencia ambos son una misma cosa. ¿Qué me dirás cuando expire ese plazo? ¿Te irás a gobernar un nomo y dejarás a Egipto en manos de Tutmés? ¡No lo creo! Y tampoco lo cree él. Sé que no me ama, pero no me importa. Seré una buena esposa para él.

—De eso estoy segura. Dentro de un año.

—Para ese entonces Senmut estará emprendiendo el viaje de regreso. —Neferura volvió a reír, luchando por no llorar—. Odio ser hija principal, madre. Odio esto —dijo, tomando la pequeña corona—. Odio los planes que tienes para mí y odio las necesidades del Estado que me apartan de Tutmés. ¡Qué Meryet sea la Hija Principal!

—Neferura: la codicia de Meryet terminaría por despedazar el país si alguna vez se convirtiera en faraón, ¡y bien que lo sabes!

Estuvo a punto de decirle a su hija que Tutmés jamás le habría puesto los ojos encima si no hubiese sido la Hija Principal, pero la desdicha que vio en el rostro perturbado de Neferura la hizo callar.

Oh, Amón, suplicó para sus adentros, ¿por qué no me concedisteis una hija fogosa y un hijo altivo y capaz? ¿Qué será de mi vida, mi sangre, mi Egipto, cuando lo abandone para ascender a la barca sagrada?

—Sí, lo sé —asintió Neferura, mirando a su madre—. Preferiría ver a Tutmés con la doble corona a saber que existe la menor oportunidad de que ella ascienda al trono.

—También yo —dijo Hatshepsut—. No lo odio, Neferura. Lleva mi misma sangre real y siempre lo he tratado con afecto. Pero no permitiré que me despoje de la corona mientras yo siga con vida; lo juro. ¡No es suya y jamás le ha pertenecido! ¡Cómo Encarnación de Amón, la corona es y será siempre mía!

—Pero cuanto tú ya no estés, madre, ¿qué ocurrirá entonces?

—Pues en ese momento, si tú no la deseas, será de Tutmés.

—Yo no la deseo.

—Lo lamento de veras.

Hatshepsut se quedó mirando a su hija mientras ella la saludaba con una inclinación y abandonaba sus aposentos, cerrando suavemente la puerta tras de sí.

No llegaron a Tebas más noticias de la expedición y Hatshepsut se resignó a esperar con paciencia. Pensaba con frecuencia en Senmut y Nehesi, surcando aguas desconocidas. A medida que los meses fueron transcurriendo, trató de imaginarlos bronceados por el sol, encallecidos, navegando sin tregua. Pero por algún motivo esa imagen la perturbaba, así que se sumergió en sus tareas cotidianas. Las fiestas del Dios y el Aniversario de su Aparición llegaron y se celebraron con los habituales festejos, y Hatshepsut inició su trigésimo quinto año de vida con la misma vitalidad que cuando acaba de cumplir veinte. Pero Tutmés y sus secuaces la acosaban como perros rabiosos y debió apelar a todo su autocontrol para no derrumbarse y huir de ellos, para no abandonar Egipto y correr a ocultarse en alguna parte.

Cierta noche, el terrible odio que bullía en las venas de Tutmés se transformó en un devorador deseo de poseer a esa mujer que conducía su carro como un hombre y podía regir la vida de quien se le antojase. Mentalmente la vio avanzar contoneándose con los faldellines ridículamente diminutos que siempre usaba, vio proyectarse sus pechos por entre los pesados collares de oro que solía ponerse, vio sus ojos observándolo sin cesar. Tenía diecisiete años. Toda su vida la había odiado y la había admirado. Ahora sentía algo más, algo nacido de su inquieta, creciente y enloquecedora insatisfacción; fue como si dentro de él se hubiese abierto un nuevo canal por el que corría su propia sangre mezclada con la misma fiebre que había afligido a su padre, y que también había alcanzado a Senmut, Hapuseneb y cientos de otros hombres obligados a compartir su presencia en el ejercicio del poder. El hecho de descubrir ese nuevo sentimiento lo desconcertó y lo enfureció a su vez y, casi sin darse cuenta, abandonó el palacio en que vivía y que Hatshepsut había hecho construir para él en el otro extremo de sus jardines y echó a andar hacia la residencia real. En el camino tropezó con un grupo de guardias que, luego de someterlo a un breve interrogatorio, lo dejaron pasar. El ritmo de su marcha se aceleró y de pronto se convirtió en una carrera. Vio a lo lejos las luces de los aposentos de Hatshepsut titilando alegremente y dobló por la amplia avenida festoneada de imponentes árboles. No entró en el palacio por la sala de banquetes sino que tomó un atajo y llegó a la puerta misma de los departamentos del faraón.

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