La dama del Nilo (27 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

Ella se estremeció.

—Sin duda es un sitio sagrado, pero me produce desasosiego —dijo ella—. Mira, mira allá, ¡qué hermosura esos pilares lotiformes! Pero ¿dónde están los ojos para los que fueron erigidos?

Se sentía perturbada, y eso hacía que aferrara con más fuerza la mano de su padre.

—También esto forma parte de tu herencia —dijo Tutmés, volviéndose—. Es bueno que un rey recuerde que, en última instancia, lo único que permanece es la piedra.

Antes de regresar a la barca se dirigieron a la capilla de Imhotep, visitada desde siempre por infinidad de enfermos, y permanecieron de pie un momento contemplando el rostro intenso e inteligente del hombre a quien todo Egipto veneraba por sus curaciones milagrosas. Hatshepsut pensó en las ruinas que acababa de conocer y en el enorme gasto de inteligencia y de músculos que debió significar el traslado de esas moles de piedra. Zoser fue sin duda un rey poderoso, pero sin su arquitectura no habría podido lograr esas maravillas. Una vez más sus pensamientos volaron hacia Senmut y se preguntó qué estaría haciendo. Jugando con Ta-kha'et, quizás, o sumergido en sus planos y esperando su aprobación.

Finalmente abandonaron la capilla y se recostaron en sus respectivas literas, agotados por las emociones vividas. Mientras los marineros llevaban nuevamente la barca hacia aguas profundas y ellos dormían, exhaustos, ese conjunto de ruinas que era Saqqara se fue hundiendo lentamente en el horizonte.

En Gizeh, al norte de Menfis, otra vez treparon a sus literas y fueron transportados ocho kilómetros tierra adentro, atravesando cultivos y bajo la protección de una cantidad infinita de palmeras, para contemplar lo que Tutmés describía como la prueba concluyente de la naturaleza divina de sus antepasados.

Ahora Hatshepsut lo observaba todo con enorme atención, con plena conciencia de lo que había visto hasta ese momento y lo que le quedaba por ver era para ella más importante que cualquier otra cosa en la vida. Anhelaba construir para si el monumento más grandioso de todos los tiempos, y las pirámides y los templos que acababa de conocer sólo habían servido para estimular aún más una ambición de gloria que era ya casi insaciable. Su padre había edificado monumentos, y también el padre de su padre lo había hecho antes que él, pero ella en cambio todavía no había concretado nada y continuaba aferrada a su ambición, sus visiones y sus sueños. Mientras seguían avanzando, se puso a pensar en su valle, y una vez más sintió la presencia del destino, la muda súplica de esos acantilados incompletos. No en vano he sido engendrada por el Dios para gobernar esta tierra, pensó con una mezcla de impetuosidad y de espíritu protector. Lo que ese viaje le había permitido conocer había despertado en ella un amor cada vez más profundo por la tierra y la gente; ese pueblo alegre y de sonrisa fácil.

—Siéntate y observa —le gritó Tutmés—. Allí tienes las tres coronas de Egipto.

Repentinamente el horizonte quedó ocupado por ellas: tres formas colosales, tan blancas que le lastimaron los ojos. Mucho antes de que la litera se detuviera y ella se apeara, con el corazón golpeándole fuertemente en el pecho, las pirámides acapararon sus sentidos y sus pensamientos. Cuando finalmente pudo comenzar a avanzar hacia ellas, se tambaleó y habría caído al suelo si no la hubiese sujetado el brazo veloz de su esclavo; tan extasiada se encontraba. Se recostó contra la piedra caliza caliente, se estiró hacia arriba para ver mejor y miró a Tutmés sacudiendo la cabeza, incapaz de hablar. Cuando logró sobreponerse comenzó a caminar, con la intención de rodear cada una de ellas, mientras tocaba la piedra de vez en cuando y mantenía la vista clavada en la cima. Pero después de completar el recorrido del perímetro de la primera se dio por vencida y, maravillada, se acercó a Tutmés.

—¡No es posible que esto sea obra de hombres! —exclamó—. ¡Deben de haber sido los dioses quienes las colocaron aquí como un homenaje a su propia gloria!

La simetría de las pirámides la fascinaba, lo mismo que el ascenso veloz de esos planos inclinados hacia el vértice de su cima. Desde su emplazamiento, en medio de una explanada lisa y arenosa, parecían limpias y sencillas, tan filosas como los dientes de Seth, autosuficientes, totalmente seguras en su majestuosa superioridad.

—Pues no cabe duda de que son obra de los hombres —le respondió Tutmés—. Durante medio henti, muchos miles de esclavos trabajaron aquí para construir las tumbas de los reyes. Keops, Kefrén y Mycerino descansan aquí. Las pirámides constituyen una cobertura adecuada para sus cuerpos sagrados. Ven y observa otra maravilla.

La condujo hacia el sur, al otro lado de la pirámide, y Hatshepsut se encontró entre dos gigantescas garras de león.

—Esta es la efigie del Rey Kefrén —le informó Tutmés—, quien custodia para siempre la entrada a su tumba. En el pecho se hizo grabar palabras llenas de magia y de poder. Este monumento fue tallado directamente sobre el acantilado que se erguía en este lugar; y aquí permanece agazapado, siempre vigilante, con su cuerpo real de león listo para saltar sobre los hombres indignos.

¿Me considerará digna a mí?, pensó Hatshepsut casi sin aliento, paralizada y empequeñecida por la vastedad de ese cuerpo y la severa advertencia que lanzaba ese colosal rostro de piedra, el más inmenso que jamás había visto. Se quedó allí un buen rato mientras la sombra que se proyectaba entre esas dos garras crecía, jugueteando con el desierto y con las tumbas silenciosas.

Permaneció en Gizeh durante el resto de ese día hasta bien entrada la noche, encaramándose sobre las ruinas de las mastabas de los cortesanos muertos, recorriendo las amplias avenidas, sintiéndose en carne viva. Pero su mirada volvía sin cesar a las tres gigantescas tumbas y a su guardián agazapado.

Tutmés la observaba instalado en lo alto de una roca achatada: Hatshepsut no era más que una figura diminuta que revoloteaba de aquí para allá como una polilla al anochecer, desapareciendo de su vista y volviendo a aparecer, su faldellín blanco, un manchón impreciso y más claro entre la penumbra. Sabía lo que su hija pensaba y sentía en ese momento pues también él, cuando contempló por primera vez los prodigios de sus antepasados, se vio enfrentado con un desafío y dudó de su capacidad para responder a él. Su respuesta a los dioses fue guerrear por su país, pero no imaginaba cuál sería la de Hatshepsut. Tenía la certeza de que también ella pondría todo su empeño, sudaría y se enfrentaría con ese desafío con lo mejor de sí misma, pero sólo ella podía encontrar su camino para hacerlo. Finalmente, cuando Tutmés ya no pudo divisarla en la oscuridad, envió a Kenamun en su busca y el soldado la encontró sentada sobre una de las patas del Dios Sol, el mentón apoyado en una mano, escrutando la noche con expresión preocupada.

—¿Cómo es posible igualar todo esto? —preguntó, más a si misma que al soldado—. ¿Cómo?

Su pregunta quedó sin respuesta. Kenamun se limitó a inclinarse frente a ella y Hatshepsut se dejó caer cansinamente al suelo y lo siguió. Nunca antes se había sentido tan llena de orgullo por sus antepasados ni con tal peso en el alma. Luego, al ver por entre la bruma del cansancio las luces de la barca que iba a su encuentro, se sintió una vez más agobiada por la intensidad de sus sueños, pasados y presentes. Por eso, representó un inmenso alivio para ella que su esclava la bañara para quitarle la arena del desierto y le colocara un faldellín limpio. Cuando se sentó en su silla debajo de las lámparas, con una copa de vino en la mano, los sueños se alejaron y tuvo la cabal sensación de que un nuevo cambio se había operado en ella, de que acababa de perder otra piel de su niñez y la había dejado a los pies de Kefrén como una ofrenda y una promesa.

Sólo medio día de travesía separaba a Gizeh de Heliópolis, el verdadero corazón de Egipto, y llegaron a la ciudad a mediodía. Los dignatarios subieron a bordo y se arrastraron sobre cubierta para ofrecerles la bienvenida, pero la pareja real no desembarcó, pues era allí donde Hatshepsut habría de recibir su primera corona en el templo del Sol. Cuando ellos le besaron los pies, ella estaba sentada en su pequeña silla, con los pensamientos muy lejos de allí, observando por encima de sus cabezas las relucientes torres de la ciudad. A sus espaldas, en la orilla occidental del río, había otra cantidad de pirámides que parecían rodear su propia cabeza como una corona que le confería poder y la hacía invencible. La comitiva oficial partió y Tutmés fue a acostarse un rato. Pero Hatshepsut hizo que le colocaran la silla donde pudiera mirar río abajo, hacia Tebas, y se quedó meditando sobre su destino.

Permaneció allí hasta el atardecer, sin comer ni beber nada, y Tutmés no quiso molestarla y la dejó sola.

Cuando al día siguiente el sol se elevó en el horizonte, ella ya se encontraba en cubierta, sentada de nuevo en la sillita. Su esclava se le acercó y le pidió que regresara al camarote para prepararse para la ceremonia, y ella la siguió dócilmente y en silencio. Salió una hora más tarde, envuelta en un manto blanco y con la cabeza descubierta.

Tutmés enarcó las cejas y la interrogó con la mirada, mientras los sacerdotes aguardaban en la orilla, inmóviles y con aire solemne.

Ella le dedicó una tenue sonrisa.

—Estoy lista —dijo.

La condujeron al templo atravesando calles flanqueadas por gente silenciosa, pues todos sabían de qué ocasión se trataba. Al llegar, Hatshepsut ascendió los escalones y esperó a que le abrieran las puertas. Dentro del templo se había congregado toda la jerarquía de Heliópolis, ansiosa de echarle una mirada a esa figura prominente que terminó siendo sólo una muchacha pálida con labios tensos. Avanzó con lentitud por entre las hileras de hombres hasta llegar finalmente ante la Piedra Sacrosanta. Se quedó un momento mirándola, abstraída de la multitud que se encontraba a sus espaldas, perdida en una muda admiración, pues de esa piedra —ahora encastrada en un pilar de oro— había surgido el primer sol el primer día de la Creación, y tuvo plena conciencia de encontrarse en un lugar sagrado. Entonces giró, levantó la barbilla y se enfrentó con arrogancia a esos rostros desconocidos y expectantes. Con un movimiento rápido dejó caer el manto blanco de lino al suelo y un formidable suspiro estremeció el templo como la brisa sacude las palmeras, pues el vestido que llevaba debajo era de oro macizo con incrustaciones de piedras preciosas, y sólo su cabeza carecía de adornos.

Se postró delante de la imagen de Amón-Ra, que ocupaba su trono junto a la Piedra Sacrosanta y hubo una conmoción cuando los demás dioses se acercaron, entre nubes de incienso. Al volver a ponerse de pie allí estaban todos: Tot, con su cabeza de ibis; Horus, con sus ojos relampagueantes de halcón; su amada Sekhmet, con su cabeza de leona, y Seth el frío, Seth el feroz, con extremidades grisáceas y aspecto lobuno. Todavía experimentaba la extraña sensación de estar muy lejos de todo eso y su respiración era muy superficial, pero cuando Tutmés se acercó para abrazarla, ella levantó los brazos y se arrojó contra él, enterrando la cabeza en el grueso cuello de su padre. Hatshepsut sabía que, más que en todas las solemnes ceremonias que se llevarían a cabo en Tebas, era en ese lugar y en ese momento que Tutmés le ofrecía su último regalo, el de su trono, y ella lloró, sin avergonzarse por ello, mientras los presentes lanzaban exclamaciones de júbilo y su clamor reverberaba en el techo que los cubría allá en lo alto. Tutmés la sostuvo fuertemente con un brazo, mientras con el otro solicitaba silencio.

—¡Bendita Criatura! —musitó en su cabello. Y luego repitió con voz clamorosa—: Bendita Criatura, a quien tomo entre mis brazos. ¡Te nombro mi heredera, a ti y nada más que a ti!

Luego la hizo avanzar hacia adelante, y las lágrimas surcaron el rostro de Hatshepsut, pero no intentó ocultarlas ni enjugárselas y prácticamente no pudo oír el resto de las palabras que constituían el rito.

De pronto sintió que le colocaban sobre la cabeza la hermosa corona incrustada en piedras preciosas que había pertenecido a su madre y, antes todavía, a todas las demás reinas: la Cobra, la Señora de la Vida. El Sumo Sacerdote comenzó a recitar los títulos que habían pertenecido a Ahmose, pero su monótona letanía se perdió cuando Hatshepsut levantó los brazos en actitud triunfal y todos los presentes estallaron en una cacofonía de aplausos y alabanzas.

Tutmés volvió a abrazarla y entonces se dirigió a los asistentes, y su poderosa voz se elevó como un trueno sobre el alboroto reinante.

—Ésta es mi hija, Hatshepsut, mi Bienamada: la pongo en mi lugar. Que de ahora en adelante sea ella quien os guíe. ¡El que la obedezca vivirá, pero el que alce su voz contra ella, morirá!

Iniciaron la marcha hacia la salida del templo, pero sólo pudieron hacerlo con gran lentitud, pues a su paso todos caían de rodillas e intentaban tocarle los pies. Cuando por fin lograron llegar al exterior y avanzar hacia las calles, ya era plena mañana y, a pesar de la solemnidad del momento, Hatshepsut sentía hambre.

En la orilla del río se habían levantado enormes tiendas y se había preparado un festín. Hatshepsut y Tutmés se agasajaron mutuamente mientras los nobles de Heliópolis comían y bebían a la salud de su nuevo soberano. No todos estaban contentos: algunos abrigaban ciertas dudas con respecto a la salud mental del faraón, otros miraban el rostro pequeño y sonriente del Regente y sus dedos delicados, y temían por la seguridad de Egipto y rogaban a los dioses que Tutmés pudiera seguir reinando algunos años más.

A Tutmés no se le pasaban por alto esas dudas: las leyó en sus rostros, pero no dijo nada y paseó sus ojos negros e impávidos por todos ellos, embargado de pronto por unos celos incontrolables y protectores con respecto a Hatshepsut, su bienamada. Ella estaba embarcada en una conversación con Kenamun y asentía de vez en cuando con la cabeza mientras comía; mientras él gesticulaba por encima de los platos y las copas. Hatshepsut lo observaba con gran atención, como si sus palabras le interesaran sobremanera, y cuando Tutmés alcanzó a oír un trozo de su conversación, se dio media vuelta con una enorme sonrisa y pidió a gritos que le sirvieran vino.

—Yo soy partidaria de tenerlos a rienda corta y con freno duro —decía ella—, pues de lo contrario, ¿cómo es posible dominar después a un caballo en el fragor de la batalla, si no se lo acostumbra desde el principio a obedecer de esa manera?

Tutmés yació su copa y se lamió los labios con fruición.

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