La dama del Nilo (31 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

—No puedo salir allá —afirmó.

—Debéis hacerlo —replicó él—. Son muchas las tareas que os esperan, y a una reina sólo le está permitido llorar en la intimidad de su alcoba.

—¡No! —exclamó ella—. ¡Era mi padre; mi padre! Oh, Señor Poderoso, ¿dónde está ahora? ¡La Luz de Egipto se ha apagado!

—Vos sois la Luz de Egipto —dijo Senmut con firmeza, casi con severidad—. Vos sois la reina. Sobreponeos a vuestro dolor y demostradles a vuestros súbditos en qué noble metal habéis sido forjada.

Ella sacudió la cabeza y rompió a llorar de nuevo.

—No puedo —repitió. Era un lamento que le brotaba del alma, el lamento de una mujer acongojada que acaba de perder a alguien que le es muy querido. Buscó a tientas entre las cosas que cubrían la mesa—. Aquí están. Éstos son mis sellos y mis cartuchos. Tómalos, Senmut. Yo no abandonaré esta habitación hasta el día en que deba acompañar a mi padre al valle, a su tumba. Ocúpate tú de todos los asuntos que surjan en la sala de audiencias.

Él la escuchó con creciente inquietud, alarmado por ese derrumbe tan insólito en ella. Pensó en el joven Tutmés, que en ese momento se encontraba al otro lado de la puerta. La apartó con rudeza y se puso de pie, obligándola a levantar la cabeza y mirarlo.

—Escuchadme —le dijo, casi a gritos—; y os ruego que lo hagáis con mucha atención. No sois una campesina ignorante y necia que huye a esconderse en la oscuridad de su choza. ¿Acaso vuestro padre os educó tan mal para que en un momento de debilidad destruyáis lo que a él le costó tanto edificar? ¿Deseáis que vuestros enemigos exclamen: «¡Mirad todos! ¡La reina de Egipto se ha quebrado como la caña frágil que siempre sostuvimos que era!»? —Le aferró las manos y la impulsó hacia arriba—. ¡De pie! ¡Poneos de pie en señal de gratitud hacia vuestro padre, quien os entregó el mundo como dádiva! No os dobleguéis ante el peso que ello implica. Allá fuera os aguardan el Sumo Sacerdote y vuestros gobernadores. Y también Tutmés, vuestro hermano. ¿Les mostraréis la imagen de una mujer amedrentada?

Hatshepsut liberó sus manos y se puso de pie de un salto.

—¿Cómo te atreves a hablarme de ese modo? ¡Te haré encadenar y arrojar a un calabozo! ¡Te azotaré con mis propias manos!

Senmut recibió sin amilanarse el antiguo y heraldo fuego de sus ojos llenos de cólera.

Entonces Hatshepsut bajó la vista y cruzó a toda prisa la habitación para sentarse frente al espejo.

—Tienes razón —dijo—. Te perdono tus palabras. ¿Cuántas veces más necesitaré apoyarme en tu pecho, Senmut? Abre las puertas y envíame a mi esclava. Cuando esté lista, hablaré con los que aguardan fuera.

—Fue un gran dios, un gran faraón —dijo Senmut—. Su recuerdo permanecerá sobre Egipto para siempre, mientras Ra, allá en lo alto, lo lleva a su lado en la barca sagrada.

—Sí —respondió ella, con una sonrisa lánguida—. No traicionaré el amor que nos hemos profesado. Fue mi padre, mi protector, mi amigo, y cumpliré su voluntad. Egipto me pertenece.

Senmut se acercó a la puerta y llamó a Nofret. Cuando la muchacha llegó al cuarto, los funcionarios que aguardaban fuera se agolparon tras ella, con intención de seguirla pero Senmut les cerró la puerta en la cara. Se sentó sobre el lecho de Hatshepsut hasta asegurarse de que se encontraba repuesta y, cuando vio que se colocaba la corona en la cabeza con su típico cimbreo, abandonó los aposentos de la reina.

Recorrió vacilante y cansado esos corredores, ahora atestados de gente asustada y silenciosa, rumbo al refugio de su propia cama. Ta-kha'et estaba dormida sobre la estera, junto a la puerta, con el gato acurrucado a su lado, y Senmut no los despertó. Se quitó la ropa y se lavó rápidamente, pero antes de sucumbir al cansancio que amenazaba con hacerlo dormir varios días seguidos, envió un mensaje lacrado a Hapuseneb, que se encontraba asistiendo a las ceremonias que se llevaban a cabo en Buto. «Regresa —rezaba la concisa misiva—. Tu presencia es necesaria en Tebas».

En los setenta días de duelo, Hatshepsut no volvió a derrumbarse. Se ocupó de todos los asuntos relativos al gobierno con frialdad, sin una sonrisa, pero ocultando la intensa congoja que la consumía. Sólo con Senmut se permitía hablar de su dolor, que volcaba inacabablemente en sus oídos, pero sin fomentar un contacto más estrecho entre ambos. Hatshepsut se refugió tras su naturaleza divina y aunque Senmut deseaba más que nada en el mundo poder estrecharla nuevamente entre sus brazos, ella parecía más una distante y fría estrella iluminando la noche que una mujer de carne y hueso.

El día del funeral, ella y Tutmés atravesaron juntos la Necrópolis y se dirigieron a las colinas del desierto. Una vez en la tumba, Hatshepsut se dejó caer sobre el ataúd, desparramando las flores con que ella misma lo había cubierto, en un último gesto desesperado frente a su pérdida. El funeral de su madre había sido sereno y consolador: había emprendido el camino de regreso al palacio prendida de la mano de su padre. Pero en ese momento, en la penumbra de la tumba, rodeada de las cosas que ambos habían compartido, cada una de las cuales llevaba impreso el sello de épocas más felices, le resultó imposible controlarse. Hasta su hermano Tutmés se mostró conmovido, a pesar de sí mismo. Se inclinó torpemente para ayudarla a incorporarse y ella no lo apartó sino que se apoyó en su muelle brazo. Cuando estuvieron nuevamente a la luz del sol, Hatshepsut lo soltó y, sin decirle una palabra, se alejó sola descendiendo deprisa el serpenteante sendero que la conducía junto al resto de la comitiva fúnebre, obligándolo así a seguirla como una sombra.

No encontró ningún consuelo en el palacio, ninguna comida tranquila compartida con un padre que comprendía la necesidad que tiene una jovencita de una palabra, un juego, una broma que borre en ella la congoja y la formalidad de la muerte. Se dirigió a su habitación silenciosa y cerró la puerta con firmeza.

Más tarde elevaré mis súplicas a ti, oh, padre mío, pensó, de pie, en una zona del cuarto bañada por los rayos del sol, mientras se dejaba envolver por ellos y procuraba recuperar la paz. En este momento sólo deseo que todo vuelva a ser como antes.

Se quitó la túnica azul de la mañana y la pequeña corona y se recostó en la cama. Aunque no lo deseaba, se quedó dormida.

En mitad de la noche Senmut fue despertado por un mensajero que venía del norte. El hombre estaba agotado, la ropa ajada y el rostro desencajado. Mientras Senmut levantaba la mecha de la lámpara y se colocaba un faldellín, vio que no le llevaba un rollo ni una misiva.

—Sobre la mesa encontrarás vino y pan —le dijo—. Siéntate y come antes de darme el mensaje.

Pero el hombre declinó el ofrecimiento.

—Soy el primero en llegar del delta —dijo, con la voz ronca por el cansancio—. El mensaje que debo transmitiros es muy breve. Hace tres semanas, Menena abandonó sus tierras y en este preciso instante se encuentra en los aposentos de Tutmés el Joven. Eso es todo.

Senmut dejó escapar un silbido.

—Es suficiente. ¿Estás seguro de que Menena ya ha desembarcado y está en el palacio?

El hombre asintió enfáticamente.

—Lo vi con mis propios ojos.

—Entonces ve enseguida a ver a Hapuseneb, el visir, cuya casa se encuentra a un kilómetro y medio, río abajo. Haz que mis guardias te acompañen y llévale esto. —Buscó con impaciencia en su caja de marfil hasta encontrar el sello de Hapuseneb—. Dile que comparezca sin tardanza ante la reina; yo lo estaré aguardando en el jardín, frente a la puerta de sus aposentos.

El mensajero lo saludó con una reverencia y partió llevándose el sello. Los pensamientos se agolpaban en la mente de Senmut. Era demasiado tarde y, al mismo tiempo, demasiado pronto. Demasiado tarde para que su rema hiciera mucho más que inclinarse ante lo inevitable y, por cierto, demasiado pronto para que ella reuniera y fortaleciera un gobierno que pudiera nombrarla faraón. Sus planes habían sufrido un serio revés.

Parado a la sombra del muro y luego paseándose como un león enjaulado, Senmut aguardaba a Hapuseneb. En cualquier momento esperaba la aparición del antiguo Sumo Sacerdote y sus esbirros, y esa mera posibilidad le revolvió el estómago. Finalmente una sombra más oscura se movió entre los troncos de los árboles. Hapuseneb se le acercó sigilosamente, los ojos más grises que nunca por el reflejo plateado de la luna, y Senmut se apresuró a darle el mensaje.

Hapuseneb lo escuchó sin demasiada sorpresa y no dijo nada. Por último se encogió de hombros.

—No hay nada que podamos hacer —afirmó—. Las cosas no han madurado todavía lo suficiente para ella. No creo que Tutmés abrigue una ambición desmedida. En mi opinión, sólo desea vengarse por todos los años sembrados de fracasos bajo la mirada censora de su padre, y pienso que quedará satisfecho si se asegura el titulo de faraón, con tal de que eso no represente un trabajo excesivo para él. Egipto no sufrirá. Al fin y al cabo, es un jovencito bastante simpático.

—La reina no opina lo mismo.

Hapuseneb rió en voz baja y sus dientes blancos resplandecieron. Luego pasó un brazo alrededor de los hombros de Senmut.

—La reina posee, en ese cuerpo suyo joven y hermoso, la mentalidad de un hombre, y eso le impide tolerar la debilidad en los demás. Pero Tutmés es su hermano y creo que siente algún afecto por él, por leve que sea. Sin embargo, su inagotable sed de placeres le resultará irritante.

Abandonaron el jardín y esperaron frente a su puerta mientras el guardia obtenía el permiso de la reina para dejarlos pasar. Cuando ello sucedió, entraron y se inclinaron ante ella.

Hatshepsut estaba sentada en su silla baja junto al lecho, flanqueada por Nofret y envuelta en un sutil velo de gasa fina. Estaba descalza y su cabello despeinado le caía sobre los hombros.

—Debe de tratarse de algo grave —fueron las palabras con que los recibió—, pues es la primera vez que mis dos amigos no han vacilado en turbar el descanso de su reina. Hablad. Os escucho —dijo, cruzando las manos.

—Tutmés ha mandado llamar a Menena —dijo Senmut—. En este momento se encuentran conversando en los aposentos del príncipe.

Ella asintió.

—¿Y qué más?

Senmut la miró con incredulidad.

—Majestad, ¿entonces lo sabíais?

—Tenía una vaga idea al respecto. Mis espías son tan buenos como los vuestros. ¿Qué es exactamente lo que os preocupa?

Senmut y Hapuseneb se miraron, y fue Senmut quien habló.

—Creo que Tutmés desea ser faraón y que ha hecho regresar a Menena del exilio para que lo apoye en su intento por hacer valer sus derechos al trono. Opino que el clero lo respaldará. Vuestra Majestad no ha reinado suficiente tiempo como para demostrarle a la gente que tiene todas las condiciones necesarias para realizar un gobierno excelente.

—¿Y tú, Hapuseneb? ¿Qué me dices del ejército?

—Majestad, si os decidís por la lucha, provocaréis un gran derramamiento de sangre. Los generales se inclinan por Tutmés porque es varón. El ejército necesita tener a un hombre como comandante en jefe, pero los soldados rasos os profesan verdadera adoración por la habilidad con que manejáis el arco y los carros de combate. También la gente del pueblo apoyará a Tutmés: si bien os venera como la Hija del Dios y su reina poderosa, quiere que un hombre ocupe el Trono de Horus.

—Os estoy agradecida, porque veo que no habéis dudado en enfrentarme con la verdad.

Entonces permaneció sentada e inmóvil durante un rato tan prolongado que los dos hombres se preguntaron si no se habría olvidado de ellos. Pero por último se puso de pie y golpeó las manos.

—¡Nofret! Tráeme las vestiduras reales, las que usé el día de mi coronación. Busca mi peluca, la de las cien trenzas de oro. Consígueme el alhajero y rompe el sello del frasco de kohol de alabastro que me regaló Ineni. —En sus labios se dibujó una mueca de desprecio—. ¡Malditos sean Tutmés y su plañidero descaro! De acuerdo, debo ceder, pero ¡él jamás reinará! El suyo será uno de los títulos más huecos de Egipto. Hasta el mayordomo de Amón y el visir del Norte detentarán más poder que él. ¡Maldito sea! Ya me lo advirtió mi padre; y yo no quise escucharlo. Y mi madre no hizo más que rogar por mi e implorar a Isis que me brindara su protección. ¡Pero yo no necesito nada! ¡Yo soy el Dios! Ya verá Tutmés quién representa realmente a Egipto. ¡Le daré un reino de papel, y eso lo hará sentirse satisfecho!

Senmut y Hapuseneb se inclinaron para saludarla y partir, pero ella les ordenó quedarse.

—¿Por qué os vais? —les preguntó—. ¿Acaso no sois hombres privilegiados, nada menos que los consejeros de la reina? ¡Quedaos y sed testigos de las palabras del traidor Menena!

Con un floreo dejó caer el velo que la cubría y se dirigió al cuarto de baño.

Oyeron que ordenaba que le llevaran inmediatamente a sus aposentos veinte lámparas, comida caliente, flores y el mejor vino que hubiera en el palacio. Antes de que Hatshepsut hubiera emergido del agua, ya las lámparas se encontraban en la habitación y estaban siendo encendidas. El cuarto se transformó en un refulgente e inmenso cáliz: las paredes de plata, el suelo de oro y los biombos pintados con colores vivos quedaron inundados con una luz cálida.

Media hora después ya estaba lista, sentada en su silla dorada frente a una mesa cubierta de alimentos y flores.

Colocó a los dos hombres junto a ella, uno a cada lado.

—No abráis la boca —les advirtió—, y no os pongáis de pie ni os inclinéis para saludar cuando entre mi hermano. Todavía sigue siendo sólo un príncipe y, por consiguiente, súbdito mío. Sirve el vino, Hapuseneb, pero todavía no lo beberemos. Permaneceremos inmóviles y esperaremos. Nofret, llama a mi jefe de heraldos y a mis mayordomos. Haz que vengan también el portador del abanico real y el portador del sello, y que dos miembros del Ejército de Su Majestad monten guardia aquí dentro, uno a cada lado de las puertas. ¡Les enseñaré lo que es enfrentarse a una reina!

No tuvieron que esperar mucho. Minutos más tarde retumbaron pisadas en los corredores y luego se oyó un murmullo de sorpresa al no encontrar ningún soldado custodiando la entrada. Cuando llamaron a la puerta, Hatshepsut hizo un gesto de asentimiento y los dos guardias abrieron las puertas de par en par pero les cerraron el paso con las lanzas. El azorado Sumo Sacerdote y el príncipe vieron surgir ante sus ojos la visión de una habitación tan iluminada que parecía en llamas, repleta de gente que guardaba silencio.

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