La dama del Nilo (26 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

Cuando su esclava le colocó las sandalias, Hatshepsut fue en busca de su padre y encontró a Tutmés aguardándola, mientras el barco se acercaba al desembarcadero. También el faraón estaba ataviado con la pompa que la ceremonia requería, y la saludó con aire ausente, la mirada fija en la solemne asamblea de dignatarios que rodeaban las gradas que surgían del agua. Detrás de ellos, una amplia avenida conducía al blanco y resplandeciente muro que rodeaba la ciudad y a los portones de bronce, en ese momento abiertos de par en par. Tras ellos Hatshepsut pudo distinguir algunas casas y obeliscos y los jardines de un templo.

—Lo que ves es el famoso Muro Blanco de Menes —le dijo Tutmés— y, allá al fondo, los pilones de la morada de la esposa del dios Ptah. Esta mañana desayunaremos con el Sumo Sacerdote de Menfis, pero antes debemos ir al templo y rendir nuestro homenaje.

Llegaron, finalmente. Los marineros bajaron la plancha y desde el otro lado del muro resonaron las trompetas. Ella y el faraón descendieron lentamente en dirección a los sacerdotes congregados allá, quienes se encontraban con los rostros contra el suelo. Esperaron a que el Jefe de Heraldos de Tutmés anunciara los títulos del faraón, y luego el Sumo Sacerdote se arrastró hasta ellos y les besó los pies.

—Levántate, hombre afortunado —dijo Tutmés.

Así lo hizo el Sumo Sacerdote y, luego de dedicarles otra reverencia, les dio la bienvenida con expresión solemne.

Hatshepsut notó que era un hombre bastante joven, algo rechoncho, con nariz torcida y ojos vivarachos. Era obvio que se sentía muy nervioso, y el sudor se le agolpaba en la frente, bajo el tocado propio de su cargo.

—¡El de hoy es un día venturoso! —le respondió Tutmés—. Todo Egipto se regocija ante el paso de la Flor de Egipto, quien recorre su tierra para apreciar sus delicias. ¡Bienaventurada es la ciudad de Menfis, tan cara a Ptah!

Concluidas estas breves palabras, siguieron al Sumo Sacerdote y traspusieron con él las puertas de la ciudad, donde fueron objeto de un recibimiento alborozado de gritos, brazos en alto y gente de rodillas. Toda la ciudad parecía estar de fiesta. Su paso era precedido por un conjunto de niños que corrían y cubrían el camino con capullos de loto; y cuando Hatshepsut se agachó, tomó uno, aspiró su fragancia y lo conservó en la mano, la multitud lanzó un rugido ensordecedor. Para los habitantes de la ciudad era un evento absolutamente memorable. El Dios y su Hija pasarían dos días con ellos, y durante ese lapso los comercios y las escuelas permanecerían cerrados y todos se volcarían a las calles con la esperanza de poder contemplar, aunque fuera de lejos, a ese alto y flexible príncipe cuya belleza y arrogancia comentaba todo Egipto, y al hombre que se había convertido ya en una figura legendaria y amada para sus súbditos.

Los aposentos reales ubicados dentro del conjunto de edificios pertenecientes al templo se encontraban ya abiertos y listos, y en el salón de banquetes el sol se derramaba sobre las mesas, las flores, las alfombras, los almohadones y los cálices de vino. Los esclavos aguardaban con impaciencia el momento de servir la comida y el vapor se elevaba de los cuencos con agua caliente para enjuagarse los dedos. Se había encendido un brasero para contrarrestar el fresco de la noche previa y Hatshepsut, agradecida, se instaló con su almohadón justo al lado y extendió las manos sobre las llamas. No había querido cubrirse con un manto para que la gente la viera mejor, y sentía frío. Después de otra serie de discursos y reverencias, sonó una campanilla y se inició el desayuno. Hatshepsut quedó encantada al ver que le servían sus platos favoritos: pepinos rellenos con pescado, ganso asado con salsa y ensaladas varias. Felicitó al Sumo Sacerdote por su eficiencia.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Ptahmes, Alteza. Mi padre es Virrey del faraón y, en su honor, fue llamado también Tutmés.

—Sin duda debes de servir a la esposa de Ptah con diligencia, pues de lo contrario no habrías llegado a ser el Sumo Sacerdote.

La cara redondeada se tiñó de rubor y Ptahmes se inclinó.

—He hecho lo que es bueno a los ojos del Dios, y él me ha recompensado —fue su respuesta.

Estudiaba con franca curiosidad ese rostro que le habían descrito en forma tan detallada algunos amigos que tuvieron ocasión de viajar a Tebas. Al ver que esa boca generosa y roja le sonreía sin disimulo y esos ojos, más negros y exóticos que una noche de verano, se encontraban con los suyos, descubrió que ninguna de aquellas descripciones le había hecho justicia. Pues gran parte de su atractivo sólo podía apreciarse en sus movimientos: en la delicadeza con que levantaba una mano o inclinaba su majestuoso cuello. Además, el tono grave y armonioso de su voz hacía que uno tendiera a escuchar más la música que las palabras.

—Hace mucho que siento veneración por Sekhmet —le dijo Hatshepsut—, y fue para mí un verdadero placer presentarme esta mañana ante ella por primera vez en mi vida. No cabe duda de que Amón es poderoso, pero Sekhmet conoce el corazón de las mujeres, lo mismo que Athor.

Le hablaba inclinada hacia él, con el aire de quien hace una confidencia, y Ptahmes quedó conquistado por ella. Pues, en honor a la verdad, también le habían llegado de Tebas noticias sobre su obstinación, su vanidad, sus repentinos estallidos de cólera, y él había pasado la noche previa torturado por temor a acarrear la deshonra sobre sí y sobre su padre ante el príncipe y el faraón.

El resto del día estuvo dedicado a actos oficiales. Hatshepsut y Tutmés fueron al palacio del Virrey a visitar al padre de Ptahmes y almorzaron en los jardines con él, su tímida esposa y la hermana del Sumo Sacerdote. Luego regresaron a la embarcación para descansar un rato. Más tarde, cuando el sol avanzaba rumbo al oeste y se levantó fresco, Tutmés se dirigió al Tribunal de Justicia, con los atributos de la realeza en la mano, y escuchó los casos que debían resolverse, mientras Hatshepsut, sentada en un banquito a sus pies, no perdía palabra. Cuando volvieron a salir al exterior ya había caído la noche y fueron a comer a la barca, cuyas luces iluminaban la costa y se reflejaban hasta muy lejos, titilantes, sobre la superficie del agua. Ptahmes asistió a la cena, ya más tranquilo, y también estuvieron presentes su padre y el resto de la familia.

Cuando los invitados por fin regresaron a tierra, Hatshepsut bostezó.

—Ven. Acompáñame a beber un poco de vino antes de irte a la cama —le dijo Tutmés alcanzándole su copa, y ella se instaló a su lado mientas la servidumbre sigilosamente se encargaba de retirar y limpiar los restos del festín.

—¡Qué tranquilo está todo! —exclamó ella—. Esta paz me fascina.

—No falta mucho para el amanecer, momento en que debemos ir a visitar al Toro Sagrado —dijo el faraón—, así que descansa mientras puedas hacerlo. Por la tarde zarparemos nuevamente.

Antes de la salida del sol se encontraban ya caminando por la avenida rumbo al corral del Toro Sagrado de Menfis. Apis era venerado en todo Egipto como un símbolo de la fertilidad del hombre y de ese suelo tan vital para la vida del país, y Tutmés visitaba regularmente su santuario, pues también él mismo era un símbolo de la tierra, era Egipto honrando la Fertilidad. Esa mañana iban vestidos con la misma simplicidad de los criados: faldellines, sandalias y cascos, y estaban envueltos en capas, pues a esa hora la ciudad todavía dormía y nadie los vería.

Apis residía en un pequeño templo cerca del Muro Blanco, en el otro extremo de la ciudad. Cuando Hatshepsut y Tutmés pasaron bajo el pequeño pilón y llegaron al patio exterior, su olor los alcanzó; un olor punzante a ganado que ponía una nota áspera en el aire límpido de la mañana. Su sacerdote los aguardaba y les entregó guirnaldas para que con ellas adornaran al Dios. Lo oyeron bufar, moverse y resoplar en el santuario; pero cuando los vio acercarse se quedó muy quieto y lanzó un bramido que retumbo con violencia en los oídos de Hatshepsut. El sacerdote abrió de par en par la puerta del santuario, ambos entraron y estuvieron a punto de desmayarse por el fuerte olor animal que reinaba en el recinto. Pero cuando comenzaron a habituarse a la penumbra y a ese hedor particular, de pronto Hatshepsut sintió un estremecimiento en la nariz y su mente retrocedió vertiginosamente en el tiempo para evocar a Nebanum y a su adorado cervatillo. El cervatillo había crecido hacía ya mucho, y cierto día ella y Nebanum lo habían llevado al desierto para dejarlo en libertad. Esos recuerdos la embargaron cuando se arrodilló sobre el suelo cubierto de paja y comenzó a arrastrarse hacia adelante. Tutmés colocó incienso en el turíbulo y juntos comenzaron a entonar el monótono himno mientras la bestia los escuchaba inmóvil y la saliva le goteaba de la trompa grisácea y humedecía sus pezuñas recubiertas de oro. Cuando el rito concluyó, Hatshepsut dio un paso adelante para deslizarle las guirnaldas de flores por encima de los cuernos. En el momento en que ella se apoyaba sobre la barandilla de oro, el toro levantó la cabeza y le lamió un brazo. Encantada, ella se estiró más y lo rascó detrás de las orejas, y el animal cerró los ojos y dejó escapar un sonido grave, como de aprobación. El sacerdote comenzó a murmurar en voz baja, atónito, pues ese Apis tenía fama de realizar embestidas repentinas y más de un joven sacerdote, al intentar lavarlo, había terminado huyendo aterrado y lleno de moretones. Por último Hatshepsut le palmeó el lomo y se hizo a un lado para que Tutmés pudiera ofrecerle sus flores.

Una vez fuera del santuario, el sacerdote le hizo una reverencia a Hatshepsut.

—Mientras vos gobernéis, el país disfrutará de una gran prosperidad —le dijo—. Habéis recibido la señal. ¡Qué a Vuestra Majestad os sea concedida una vida larga y saludable!

Era la primera vez que le decían Majestad y ella, sorprendida, miró inmediatamente a su padre. También Tutmés había quedado impresionado por la forma en que había dominado al animal, y le dedicó una leve inclinación de cabeza. La tomó del brazo y la condujo hacia fuera. El sol apenas asomaba por el horizonte y toda la ciudad aparecía bañada por un resplandor rosado.

—Ahora rendiremos homenaje a Ptah, el Creador del Mundo —le dijo—, y luego a nuestros estómagos. ¿No te cansa todo esto, Hatshepsut?

—No. ¡Soy tan fuerte como tú, padre mío, y lo sabes mejor que yo! Pero, en cambio, sí me cansan los discursos.

—¡Pero si todavía no has pronunciado ninguno! —bromeó Tutmés y echaron a andar hacia el templo de Ptah.

Mientras Tutmés dialogaba con el Virrey, su hijo ofreció una litera a Hatshepsut y la acompañó a recorrer la ciudad. Le mostró el antiguo palacio real, sede del poder de Egipto durante varios siglos, y la hizo subir hasta lo más alto del Muro Blanco, desde donde la vista podía abarcar kilómetros y kilómetros sobre el mar de palmeras datileras, hasta los acantilados rojizos que en ese momento se encontraban a gran distancia, hacia el oeste. Visitaron los mercados, los edificios donde se recaudaban los tributos y el lugar donde se construían los barcos. Acerca de todo encontraba ella algo que decir, así que el Sumo Sacerdote, aliviado, no tuvo que esforzarse por superar incómodos silencios. A Hatshepsut le gustó la ciudad: parecía subsistir merced a sueños de glorias pasadas, pero no con amargura ni rencor sino con orgullosa satisfacción. Sus habitantes eran personas agradables y tranquilas. Si bien no lamentaba tener que despedirse de Menfis, por nada del mundo habría querido perderse esa visita y le prometió a Ptahmes que algún día regresaría.

—Cuando vengas a Tebas, yo te mostraré mi ciudad —le anunció, dejándolo exaltado por el triunfo y convertido en un ferviente admirador de sus encantos.

—Antes de partir, quiero hacer un pequeño viaje hacia el oeste de la ciudad —dijo Tutmés—. No se lo mencioné a la buena gente de Menfis, pues esta Necrópolis es algo que quiero que veas libre de la presencia de idiotas bienintencionados.

Y zarparon, dejando en la costa a sus anfitriones convertidos en lejanas figuras de blanco postradas para rendirles su homenaje de despedida. Pero después de girar en un recodo del río y quedar ocultos, volvieron a atracar en la margen occidental. Tutmés se apresuró a ordenar que bajaran las literas y una Hatshepsut cansada y gruñona emprendió viaje nuevamente, con un terrible dolor de cabeza y los ojos irritados por la falta de sueño. A esta hora del día, toda la gente sensata se mete en la cama para descansar, pensó, fastidiada. Mi padre bien podría tener en cuenta que ya he hecho demasiado por hoy. Lanzó una mirada fulminante a la cabeza absorta del faraón y reprendió con irritación a uno de los portadores de su litera cuando tropezó con una roca y la sacudió.

Al cabo de una hora de marcha, durante la cual la furia de Hatshepsut siguió creciendo y la llevó a viajar sentada bien erguida en la litera como un gato agraviado, Tutmés ordenó finalmente que hicieran un alto. Se apeó y le ofreció la mano su hija, pero ésta la apartó con un gesto de fastidio y se puso de pie sin su ayuda, alisándose luego el faldellín con una serie de palmadas rápidas y bruscas.

El faraón, a pesar de notar su expresión enfurruñada y sus ojos hinchados, no dijo nada; se limitó a tomarla del brazo y la condujo hacia adelante.

—Contempla las ruinas de la Ciudad de los Muertos, la Necrópolis de la Antigua Menfis —le dijo—. Tienes delante de tus ojos nada menos que las obras del Gran Dios Imhotep mismo.

Hatshepsut se protegió los ojos con una mano y su furia se desvaneció. La planicie parecía prolongarse hasta el infinito. Estaba veteada por algunas palmeras aísla das, pero sobre la arena se erguía Saqqara, la ciudad del polvo: una profusión de torres y caminos empedrados secos como huesos viejos, pirámides, muros y pasadizo que no conducían a ninguna parte. Era un paraje inquietante y a Hatshepsut, a pesar de encontrarse rodeada de la resplandeciente luz del día, le pareció oír el lamento de huesos resecos, el sollozo de muertos profanados. El lugar conservaba su magnificencia entre esas ruinas caóticas y, mientras lo recorría con la mirada, su mano buscó a tientas la de su padre.

—Todo esto que ves fue obra de Imhotep, Dios y genio —dijo Tutmés en yo baja. Luego levantó un brazo y Hatshepsut vio un muro lóbrego, cuadrado y grueso con un hueco que se asemejaba a un portal. Al otro lado había una pirámide de paredes escalonadas, como una imponente escalinata que conducía a un techo hace mucho inexistente—. Ésta es la tumba de Zoser, Rey y guerrero poderoso, construida por las manos del mismo Imhotep. Sobre su efigie el Rey hizo tallar la siguiente inscripción: «Canciller del Rey del Bajo Egipto, el Primero después del Rey del Alto Egipto, Administrador del Gran Palacio, Príncipe Hereditario, Sumo Sacerdote de Heliópolis, Imhotep, constructor, escultor». ¿Qué ha sido de su palacio, de sus jardines impregnados de fragancias? Observa y aprende, Hatshepsut.

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