La dama del Nilo (24 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

Una semana más tarde Senmut recibió un rollo de manos de uno de los Mensajeros Reales. Se lo llevó inmediatamente a sus propios aposentos, pues en ese momento estaba comiendo con Benya en el despacho de los ingenieros. Enseguida advirtió que no se trataba de una carta toscamente escrita procedente de la aldea de su padre, y rompió el pesado sello con dedos temblorosos. Los renegridos jeroglíficos le golpearon los ojos.

Muy pronto me embarcaré con mi padre y realizaremos un viaje que me obligará a estar ausente de aquí durante todo el mes de Mesore. Te ruego que prosigas con la tarea que te he asignado, así en cuanto regrese podremos comenzar a construir. Te ofrezco a mi esclava Ta-kha'et, para que hagas con ella lo que mejor te plazca. No la tengas ociosa.

Estaba firmado por el Gran Escriba Real Anem mismo, en nombre de Hatshepsut. Cuando apenas terminaba de leer la misiva, Senmut oyó que llamaban a la puerta.

—¡Adelante! —exclamó y vio que Ta-kha'et se deslizaba dentro de la habitación, cerraba la puerta tras de sí y se postraba ante él—. ¡Levántate! —Ella se incorporó de un salto y permaneció de pie junto a él con los ojos bajos—. ¿Y qué se supone que debo hacer contigo? —le preguntó—. ¡Mírame!

De inmediato un par de ojos verdes lo contemplaron fijamente y en sus profundidades Senmut descubrió cierto aire de regocijo. Era evidente que disfrutaba de la broma.

—El príncipe heredero me ha encomendado a vuestro servicio para que no os expongáis al sol sin la protección de kohol —explicó. Tenía una voz aguda y melodiosa, con un pronunciado acento extranjero; cuando hablaba, se alcanzaban a entrever sus dientes blancos y pequeños. Su tez era pálida, casi blanca, y Senmut tuvo la certeza de que, cualquiera que fuese su nacionalidad, provenía de un país que estaba muy lejos de Egipto—. El príncipe heredero también dijo que debía entreteneros durante su ausencia y hacer que las noches de invierno os resultaran menos tediosas.

Senmut sonrió.

—¿De dónde vienes? —preguntó, y ella lo miró con expresión confundida—. ¿Dónde naciste?

—No lo sé, mi Señor —dijo encogiéndose de hombros—. Recuerdo un frío intenso y el mar, eso es todo. He estado mucho tiempo en la casa del hijo del Visir del Norte, como criada personal.

—¿Cómo llegaste entonces al palacio?

—El príncipe Hapuseneb me dio en ofrenda a Su Alteza por mi habilidad en la aplicación de afeites.

Senmut terminó por reír a carcajadas y ella le devolvió la sonrisa, mientras la comprensión entre ambos se acrecentaba.

—Supongo que tienes, además, otras habilidades.

Ella bajó la mirada y con sus dedos cubiertos de pecas se puso a juguetear con el faldellín.

—Vos, mi Señor, sois quien debe juzgarlo.

—Ya lo veremos. No cabe duda de que eres un regalo muy preciado.

—Así lo espero. El príncipe heredero me recomendó que os diera pruebas de mis virtudes tan pronto como fuera posible.

Senmut la despidió y se sentó un momento, sonriendo, junto a su lecho. Luego prosiguió con su trabajo y por la noche cenó con Benya. Pero cuando regresó a sus aposentos, envuelto en su capa pues las noches de invierno solían ser muy frías, encontró un brasero ardiendo en un rincón del dormitorio, las lámparas encendidas e incienso consumiéndose y exhalando un aroma dulzón frente a su pequeño altar dedicado a Amón.

Ta-kha'et lo saludó con una reverencia cuando él entró. La cubría un velo sutil que parecía rodear su pequeño cuerpo como un halo, o como el humo que se elevaba del incensario, y en el cabello llevaba intercaladas flores invernales de color verde y malva.

—¿Os gustaría beber un poco de vino caliente con especies para reconfortar vuestro cuerpo en esta noche fría? —le preguntó, pero sus ojos le hablaron de una droga más poderosa que el vino caliente, más sabrosa y aromática que tortas de miel recién horneadas.

Le resultó imposible hablar. Se acercó a ella, y Ta-kha'et tomó la capa que se deslizaba de los hombros de Senmut y la colgó en una banqueta ubicada a sus espaldas; luego se volvió hacia él y sus manos comenzaron a explorar esos hombros tensos. Él la rodeó con un brazo y la apretó contra su cuerpo, sintiendo la turgente redondez de sus pechos mientras sus labios encontraban la tibieza de su cuello. Ella rió muy bajito y lo condujo hacia el lecho. Las lámparas ya ardían con una llama diminuta que amenazaba con apagarse cuando él volvió a estar en condiciones de hablar.

Y así fue cómo Senmut, campesino, sacerdote y arquitecto, perdió finalmente su virginidad. Le cobró verdadero afecto a Ta-kha'et, aprendió a disfrutar de la parquedad de su ingenio, de sus cómodos silencios, de sus pasiones no expresadas con palabras. Descubrió que el hecho de saber que ella lo aguardaba en la intimidad de su pequeño dormitorio le permitía entregarse a sus tareas con la mente más despejada. Era evidente que el príncipe había tenido eso muy en cuenta, y comprendió entonces que la dedicación que Hatshepsut le exigía en su calidad de arquitecto no debía verse obstaculizada por las tensiones y luchas interiores que suelen acosar a un varón insatisfecho. ¡Qué sabia y astuta era! Y, al mismo tiempo, qué implacable en sus propósitos y en dar por sentado que con su mera voluntad lograría hacer que sus deseos se cumplieran. Senmut regresó a los planos con renovado vigor, y a su lecho con insaciable apetito.

11

El primer día de Mesore, Hatshepsut y su padre iniciaron su travesía. Era un glorioso día de invierno, cálido pero con una leve brisa; el cielo había perdido ese aspecto implacable y ardiente del verano y parecía saludarlos, diáfano, luminoso y azul. Los gallardetes azules y blancos flameaban alegremente en ambos mástiles y la proa dorada se apartó del muelle y hendió el agua.

Hatshepsut y el faraón permanecieron de pie, muy juntos, viendo alejarse la ciudad. A sus espaldas, el desayuno los aguardaba en la cabina cubierta, cuyos laterales de tela habían sido recogidos para que la pareja real pudiera disfrutar del panorama mientras comía; pero ninguno de los dos tenía todavía suficiente apetito como para abandonar la proa.

Hatshepsut lanzó un suspiro, un suspiro de puro gozo. Era la primera vez que salía de la ciudad, así que todo lo que veía era nuevo para ella. Se sentía excitada como una criatura frente a la perspectiva de lo que le depararían los días venideros: celebraciones y deleites informales, interminables horas junto a su padre contemplando ese Egipto que se deslizaba junto a ellos, observando las estrellas mientras la barca la mecía hasta adormecería.

Tutmés se sintió satisfecho al ver los labios entreabiertos de su hija, el brillo de sus ojos, sus manos bronceadas aferradas a la barandilla del barco. Él, por su parte, se encontraría libre por un tiempo de informes, abogados y disputas mezquinas en las Cortes de Justicia; Ineni y sus Visires serían quienes deberían sudar bajo el peso del gobierno. Afirmó bien los pies sobre cubierta y echó la cabeza hacia atrás, olisqueando el aroma de la brisa. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que abandonara Tebas para hacer la guerra o visitar sus monumentos. Estaba tan excitado como su hija, impaciente por mostrarle las incomparables delicias de esa tierra que era un verdadero regalo de los dioses. Cuando finalmente se dirigieron a la cabina para desayunar, ya la ciudad había quedado bien atrás y el río serpenteaba plácidamente por entre campos anegados y grandes extensiones de palmeras empapadas que se recortaban contra el cielo. Comieron con ganas, riendo alegremente por cosas sin importancia y reclinándose en sus almohadones para saborear el vino. Cuando volvieron a salir a cubierta para instalarse en las sillas ubicadas bajo el toldo, el río describía una gran curva hacia el este y los acantilados habían comenzado a alejarse de ellos y a perderse nuevamente en el desierto.

—Dentro de un día regresarán —le comentó Tutmés—. Nunca se apartan demasiado de nosotros y es bueno que así sea, pues esos riscos hacen las veces de muchas divisiones de soldados y nos protegen con gran eficacia de las tribus nómadas del desierto. En tres o cuatro días más llegaremos a Abydos, el más sacrosanto de los lugares, pero no deseo desembarcar allí. Echaremos anclas y tal vez pasaremos la noche, pero luego proseguiremos viaje.

Ella no respondió, concentrada como estaba en la contemplación del panorama de su reino que se desplegaba ante sus ojos como un colosal rollo de papiro.

Al atardecer del cuarto día llegaron a Abydos. El sol comenzaba a hundirse detrás de la pequeña aldea y Hatshepsut no alcanzó a distinguir gran cosa. Pero cuando Ra desapareció por completo y el firmamento se volvió azul oscuro, ataviado ahora con una luna alta y nacarada y algunas estrellas tempranas, pudo divisar los techos blanquecinos de los edificios ocultos tras las palmeras y, más allá, los pilones y columnas de un templo. Las construcciones pálidas y fantasmales y los brazos oscuros de los árboles que se interponían en el camino la hicieron sentir un poco sola.

—Ésta es la sacrosanta ciudad de Abydos, donde se encuentra la cabeza de Osiris —le dijo Tutmés—. Así como tu madre me amó, así amó Isis al Dios y se ocupo de reunir las distintas partes de su pobre cuerpo despedazado que habían sido diseminadas por los confines de la tierra. Yo he construido aquí pero no nos demoraremos en este sitio: Abydos no queda muy lejos de Tebas, así que ya tendrás oportunidad de conocerla mejor. Ahora me iré a la cama. Por la mañana llevaremos a cabo las ceremonias en honor a Osiris y luego zarparemos nuevamente.

Le besó la frente fresca y se alejó a grandes trancos, pero Hatshepsut todavía no había satisfecho su sed de embriagarse con la visión de la noche. Permaneció donde estaba, reclinada sobre la borda, contemplando los reflejos de las luces de popa que centelleaban sobre la superficie calma y aceitosa del agua. Se puso a reflexionar acerca del asesinato del Hijo del Dios Sol y la devoción de su amante esposa Isis, y luego hizo un recorrido circular por toda la cubierta, en cuyo transcurso oyó los ronquidos de su padre y el rumor apagado de conversación y de risas que flotaba sobre el río desde los esquifes de la servidumbre. Sólo cuando el silencio se hizo total, partió rumbo a su lecho.

En la mañana fresca del nuevo día, todos se congregaron en la orilla y ofrendaron un solemne sacrificio a Osiris. Pero el estado de ánimo reinante era alegre y cuando la ceremonia concluyó todos se apresuraron a embarcarse y reiniciar la travesía, felices de encontrarse nuevamente en camino. Hatshepsut había dormido profundamente, sin sueños, despertando con el canto de los pájaros y el aire fresco que fluía como vino por su camarote. Ella y Tutmés se sentaron frente a frente a la mesa y comenzaron a desayunar mientras los marineros empujaban con sus pértigas la embarcación hacia el medio del río y volvían a desplegar las velas. El viento era favorable y los paños lo engulleron como si se tratara de un pez. Desde popa se oyó una orden perentoria del capitán, y el golpeteo de pies descalzos que corrían por cubierta se fusionó armónicamente con el aroma a pescado fresco y a huevos de ganso calientes. Hatshepsut había notado la existencia de ruinas unos tres kilómetros al norte de la ciudad y se lo comentó a Tutmés, quien frunció el ceño.

—Eso fue antiguamente el Templo de Khentiamentiu, el Dios-Chacal de Abydos —gruñó—. Ahora yace abandonado, sin que haya quedado piedra sobre piedra, y los animales salvajes lo han convertido en su morada. ¡Asquerosos y deleznables hicsos! Han transcurrido muchos hentis desde que abandonaron Egipto, empujados hacia el norte por la santa ira de nuestros ilustres antepasados. Pero los estragos y los destrozos que causaron les sobreviven.

—Khentiamentiu —repitió Hatshepsut—. Sin duda fue un dios poderoso para la gente de Abydos. Reconstruiré el templo para ellos, creo, y también para él.

Tutmés la miró sorprendido.

—¿De veras? ¡Me alegro! Yo he hecho todo cuanto me ha sido posible, pero los santuarios vacíos pueblan Egipto por doquier como cáscaras huecas y la gente sigue lamentando su pérdida. Dentro de cinco días te mostraré otras ruinas, Hatshepsut. Pero allí será preciso que te aproximes a ellas para oír lo que esa diosa tiene que decirte. Se trata de Athor, y de su templo de Cusae no queda más que una maraña de yerbajos y arbustos secos.

Siguieron navegando, y el paisaje no cambió: una extensión de arena amarilla y enceguecedora entre las orillas y los acantilados y, de vez en cuando, algún camino solitario que corría hacia las colinas y se perdía en el ardiente desierto.

Al cabo de cinco días llegaron a un camino que parecía descender en línea recta hasta el río. El faraón ordenó echar anclas y bajar las literas. Mientras aguardaban, señaló hacia tierra adentro.

—Cusae está justo detrás de los acantilados —dijo—, y este camino solía ser utilizado por los lugareños para llegar al río. En la actualidad no es muy transitado, pero he estado pensando en apostar un destacamento de tropas allá arriba en las colinas, pues algunos bandoleros y hombres del desierto han comenzado a introducirse subrepticiamente hasta aquí, y la vida ya no es segura para los que siguen aquí.

El faraón y Hatshepsut se instalaron en sus respectivas literas y así se inició una marcha de más de seis kilómetros. Iban precedidos y seguidos por cuatro integrantes del Ejército de Su Majestad, cuya mirada escrutaba sin cesar las crestas de los acantilados para tratar de descubrir cualquier vestigio de movimiento; pero en el horizonte todo permaneció en calma, salvo por algunas aves que volaban en círculos a gran altura, demasiado lejos como para ser identificadas.

Durante el verano ese trayecto habría sido una verdadera tortura, pero en esa época del año constituía una excursión placentera. Muy pronto se encontraron avanzando sobre la roca, bajo una sombra profunda, y poco después pudieron contemplar la aldea de Cusae. No había mucho para ver: unas pocas chozas de barro de cuyos techos se elevaban perezosas espirales de humo; campos indómitos poblados por tortuosos arbustos espinosos, acacias atrofiadas y palmeras; ruinas de casas de piedra antiguamente habitadas por familias adineradas que habían abandonado el pueblo en las difíciles épocas de la ocupación. A una orden de Tutmés siguieron avanzando, pues al borde del poblado había un pequeño templo cuyos seis pilares arañaban el cielo azul con sus dedos delicados que la luz matinal teñía de un blanco resplandeciente. Las paredes del atrio exterior yacían en ruinas, y entre el pastizal mecido por el viento asomaban algunas piedras como los huesos rotos y desnudos de la tierra misma. Dentro de la línea de las paredes, Hatshepsut divisó lo que en algún momento había sido un jardín y estaba convertido en una colección de varas secas y una alfombra rojiza de césped seco.

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