La dama del Nilo (25 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

—Te esperaré aquí —le dijo Tutmés y la procesión se detuvo—. Ve tú, pues ése es el templo de Athor, a quien debes rendirle homenaje.

Obedientemente, Hatshepsut se apeó de la litera y se alejó. El suelo de arena le quemaba los pies y le dificultó la marcha. Pero un poco más adelante se volvió más firme, lo cual le indicó que se encontraba transitando por lo que en un tiempo fue una avenida y luego quedó enterrada bajo la arena. Segundos después traspuso las puertas del patio exterior y entró en el atrio. Las piedras del suelo estaban llenas de grietas, arqueadas y desperdigadas y entre ellas asomaban los arbustos espinosos del desierto; por todas partes se veían columnas rotas, cuyos colores iban de un gris sucio hasta un amarillo barroso, astilladas y carcomidas por el paso de los años. Siguió avanzando hacia el santuario y sus pilares blancos pero, a medida que se fue acercando, descubrió que no eran más que una fachada, una grotesca y dolorosa parodia de lo que alguna vez fueron, pues al otro lado no había nada, sólo el desolado desierto que vibraba con los rayos del sol.

Se volvió, casi al borde del llanto, sintiendo en sus entrañas la infinita y patética soledad de ese lugar. De pronto alguien le rozó tímidamente una mano. Bajó la vista y se encontró con cuatro criaturas que la habían seguido y en ese momento la contemplaban, inmóviles, con esa mirada franca y abierta que sólo los niños poseen. Uno tenía en las manos un tosco arco fabricado con papiro, y otro, una lanza confeccionada con la rama de un arbusto espinoso, a la que le había adosado una punta de madera. Todos estaban muy flacos y de sus cuerpecitos asomaban los huesos casi como las piedras melladas que los rodeaban; el color de su tez se asemejaba mucho a ese marrón agostado e indescriptible de las plantas muertas sobre las que se apoyaban sus pies. La pequeña que la había tocado dio un paso atrás y se metió el dedo en su boca mugrienta. Hatshepsut estuvo en un tris de romper a reír, a pesar de sí misma.

—Decidme: ¿qué hacéis aquí? —les preguntó con tono severo—. ¿Acaso no sabéis que éste es un lugar sagrado?

Los cuatro siguieron mirándola con cara de no entender, hasta que uno de los varones habló.

—Venimos aquí a jugar —le respondió con aire desafiante—. Ésta es nuestra guarnición, y la estamos defendiendo con nuestras vidas para el faraón. ¿Has visto alguna vez al faraón? —preguntó, observando la tela lujosa que la cubría.

Antes de que Hatshepsut tuviera tiempo de contestar, la niña comenzó a tironearle del faldellín.

—Yo sé por qué estás aquí —susurró—. ¿Has venido a ver a la hermosa señora?

Hatshepsut buceó dentro de esos ojos inocentes abiertos de par en par y asintió.

—Sí, a eso he venido. ¿Querrías conducirme hasta ella?

La pequeña le tendió una mano cubierta de polvo y Hatshepsut la encerró en la suya. Caminaron juntas hacia el patio exterior. La niña se abrió camino con paso seguro por entre la maraña de piedras y arbustos y se detuvo por fin en un rincón donde una parte de la pared todavía seguía en pie.

—Allí la tienes —balbuceó y echó a correr junto a sus amigos.

Hatshepsut se agachó, sorprendida. A sus pies había un cesto tosco que contenía los restos de una ofrenda de alimentos: pan duro, fruta pasada, un capullo marchito de loto. Contra la pared, oculta por un trozo de mampostería caído, estaba la imagen de la diosa, ataviada todavía de azul, rojo y amarillo, contemplando sonriente los ojos de Hatshepsut; sus cuernos de vaca se elevaban como cetros, y uno se encontraba todavía recubierto de oro. Hatshepsut se volvió con rapidez, pero ya los chicos habían huido. Entonces se arrodilló y besó los pies de Athor, con el corazón lleno de afecto hacia la mujer que todavía acudía a rendirle homenaje a esa diosa sonriente y bondadosa y depositaba ante ella sus humildes ofrendas. Se sentó en cuclillas y comenzó a recitar sus oraciones, cuyas palabras le costaba bastante recordar, pues no le rezaba a Athor desde su niñez, cuando incluso abrigaba serias dudas de llegar algún día a convertirse en una mujer alta y hermosa. Le suplicó que le concediera paciencia y que bendijera su reinado. Athor, con su suave sonrisa bovina, parecía prohibirle toda clase de intranquilidades y preocupaciones.

—Hazme hermosa como tú, y te prometo que volveré a erigir tu templo. Y te devolveré tus sacerdotes y el incienso volverá a consumirse en tu honor —le aseguró Hatshepsut.

Luego se inclinó, le volvió a besar los pies, se incorporó y abandonó el patio, caminando deprisa.

Al otro lado de la puerta exterior la aguardaban los chicos, amontonados, y movida por un impulso Hatshepsut se detuvo.

—¿Os gustaría conocer al faraón? —les preguntó.

La miraron, anonadados, sin poder articular palabra. Hasta que uno de los varones habló.

—¡Te burlas de nosotros! —protestó—. ¿Qué podría estar haciendo el faraón por estos lugares, lejos de su trono y de su corona?

—Sin embargo, está aquí —le replicó ella, aferrándolo de un brazo—. Acompáñame.

Después de una serie de miradas recelosas y de corrillos, la siguieron. Pocos minutos más tarde Tutmés vio a su hija caminar hacia él, seguida de un grupo de chiquillos campesinos. Bajó de la litera con un gruñido.

—Padre —le gritó Hatshepsut—, ¡aquí están los chicos de Cusae que quieren conocer al faraón!

Se acercó sonriendo y jadeando, con el cabello revuelto y el faldellín manchado. Detrás de ella, los pequeños espiaban con curiosidad a ese hombre bajo y fuerte con ojos negros y refulgentes y la cabeza hacia atrás, hasta que de pronto vieron que, en efecto, sobre el casco llevaba el flameante Uraeus de la realeza.

—¡Abajo! ¡De rodillas! —les susurró a los demás con tono imperativo el varoncito que llevaba la voz cantante—. ¡Es él!

Se pusieron de rodillas como solían hacerlo en sus juegos, vacilantes, sin saber bien qué hacer.

Hatshepsut se inclinó y les palmeó las cabecitas.

—Bueno, ya está bien. Levantaos. Éste es el faraón. ¡Hoy si que tendréis algo que contar a vuestras familias!

Hatshepsut se sentía excitada y arrebatada.

Tutmés no pudo menos que soltar la carcajada.

—¡Te mando a buscar a la Diosa y apareces con una bandada de gansos del Nilo! —farfulló—. Y bien, chiquillos, ¿qué decís ahora? Vamos a ver, muchacho; muéstrame tu arco. —Con una sola zancada se acercó al niño y le quitó el arma de las manos—. ¿Lo hiciste tú mismo?

El varón tragó fuerte.

—Sí, Poderoso Señor.

—Ajá. ¿Y sabes usarlo?

—Bueno, tengo algunos problemas con él. No consigo la madera apropiada, y la flecha no vuela muy lejos.

Tutmés arrojó el arma al suelo.

—¡Kenamun! —ladró. Su capitán se apartó del grupo de soldados sonrientes y se aproximó con una reverencia—. Dale a este muchachito tu arco y tus flechas.

Así lo hizo, y los ojos del pequeño parecieron saltársele de las órbitas al tomar esos preciados objetos con manos temblorosas. El arco tenía su misma altura, pero tensó la cuerda y lo probó, y el arma dejó escapar un zumbido armonioso.

—Oh, gracias, Poderoso Horus, Majestad! —tartamudeó.

Tutmés sonrió.

—No olvides nunca este día —le dijo—; y cuando seas mayor, espero que lo uses en mi servicio. Ahora quiero almorzar —afirmó, y los portadores de literas se incorporaron de un salto—. Ven, Hatshepsut, antes de que la población entera se presente y despoje a mis hombres de todas sus pertenencias.

Volvieron a subirse a las literas y partieron. Cuando Hatshepsut miró hacia atrás algunos minutos después, los chicos seguían clavados en el mismo lugar en que los había dejado; cuatro puntos diminutos contra el vasto horizonte, a cuyas espaldas refulgían los blancos pilares de Athor.

—Hoy llegaremos a las grandes planicies de las pirámides —le informó Tutmés mientras permanecían de pie en la proa.

Atrás quedaban dos semanas de navegación casi constante. Para Hatshepsut, el viaje había comenzado a adquirir las características de un sueño placentero: un día tras otro dedicados a tomar el sol, comer y esporádicamente conversar, mientras el país se deslizaba frente a sus ojos; noches de profundo sopor, mecida por las suaves olas, en alguna bahía oculta y desierta. Si, su Egipto era, evidentemente, una tierra hermosa, una flor verde y fragante, una gema, mucho más hermosa de lo que ella había imaginado jamás. Si en ese momento hubiesen decidido regresar, se habría sentido satisfecha.

—Es precisamente esta planicie, más que cualquiera de las otras maravillas —siguió diciendo Tutmés—, lo que quiero que contemples, pues sólo entonces podrás tener una idea cabal de tu destino, Hatshepsut. Quedarás maravillada. Fueron tus antepasados los que construyeron en ella; pero no te diré más. Observa con atención la orilla izquierda del río, y verás cómo las colinas retroceden hasta hacerse invisibles.

La mañana fue transcurriendo y Hatshepsut estaba deseando ir a sentarse a la sombra, pero su padre permaneció inmóvil, con el rostro curiosamente impasible, mirando vigilante hacia adelante y hacia el oeste.

Hasta que ella se cansó de esperar y se volvió hacia él, solicitando que le alcanzaran una silla, pero en ese momento uno de los marineros lanzó un grito.

Tutmés hizo una inspiración profunda.

—¡Mira, allá lejos, hacia el oeste, casi sobre el horizonte! ¡Es la primera!

Ella miró. A lo lejos se vislumbraba una forma pequeña y remota de punta roma, a pesar de lo cual se erguía asombrosamente de la planicie que había comenzado a desplegarse frente a ellos. No había allí ningún cultivo, ningún poblado; sólo una lonja de verdes cañaverales separaba el río de la arena. La pirámide parecía una enorme piedra caída del cielo.

Los criados les acercaron sillas y parasoles, y ellos se sentaron pero permanecieron en silencio, lo mismo que los marineros y la servidumbre. La forma se fue acercando, fue haciéndose más precisa, hasta que ninguna otra cosa pareció tener importancia. Hatshepsut alcanzó a divisar que detrás de esa pirámide y más allá de ella se alzaban otras, borrosas, a muchos kilómetros de distancia, y su excitación se acrecentó. Ahora ya casi se encontraban al par de esa maravilla, y vio que estaba rodeada de caminos empedrados y secos y de piedras rotas; sin embargo, su cima chata y su base rechoncha eran como un desafío a los estragos que el tiempo y el hombre le habían infligido.

—No siempre tuvo ese aspecto —afirmó Tutmés mientras pasaban lentamente a su lado—. Hubo una época en que estaba recubierta de piedra caliza de un blanco purísimo, como el Sol en todo su esplendor. Nadie sabe a ciencia cierta qué dios se encuentra sepultado allí, pero se dice que Senefru descansa debajo de la piedra.

Otra pirámide se aproximaba a ellos, su cumbre aguzada elevándose hacia el cielo como una lanza. Hatshepsut contuvo el aliento. Le pareció imposible que hubiese sido construida por hombres, y el hecho de saber que quienes habían obrado semejante prodigio eran sus antepasados la conmovió profundamente. Recordó la pequeña pirámide de Mentuhotep-Ra, al lado de la cual las que ahora contemplaba eran moles gigantescas, de una fuerza infinita.

—Todavía faltan muchas —dijo Tutmés—. Lo que acabas de ver es sólo el comienzo. De aquí a Menfis, de la que nos separa una jornada de navegación sin prisa, el desierto está repleto de pirámides de distintos tamaños. Son todo un espectáculo, ¿no es verdad?

El faraón volvió su rostro complacido hacia Hatshepsut, pero ella ni siquiera había oído su comentario. Tenía los ojos fijos en el lento y majestuoso desfile de tumbas y su rostro permanecía inmóvil.

Llegaron a Menfis al atardecer pero anclaron un poco más allá, río arriba, para pasar la noche. Para ese entonces había oscurecido y las sombras ocultaban las pirámides, pero Hatshepsut, recostada en el camarote, podía oír los rumores de la ciudad: el golpeteo de las embarcaciones contra los muelles, el murmullo incomprensible y apagado de voces humanas, la cacofonía de los sonidos de la noche; ruidos con los que no estaba familiarizada y que le impedían dormir. Su padre le había hablado poco de la ciudad, pero sabía que era muy hermosa y que en una época, cuando
Buto
, la más antigua y misteriosa de las ciudades, cayó en desgracia, Menfis se convirtió en capital de Egipto. Ese suave ronroneo desconocido la hizo extrañar un poco Tebas, sus frescos aposentos y los rostros que le eran tan familiares, y se agitó con desasosiego bajo la calidez de sus sábanas. De repente se preguntó cómo estarían Senmut y su esclava Ta-kha'et. Ese pensamiento le levantó el ánimo y la hizo sonreír en la oscuridad. De Senmut, sus pensamientos cruzaron el río y se instalaron en su querido valle, que sin duda yacía en silencio, iluminado por la luna. Todo lo visto durante el día parecía haberla agotado y despojado de ideas; lo que deseaba era dormir, pues al día siguiente debería volver a usar vestiduras reales y recibir el homenaje del Virrey. Pero no pudo conciliar el sueño.

Cuando despuntó el día, se envolvió en un manto, salió a cubierta y descubrió que estaba rodeada por una verdadera selva verde grisácea de palmeras datileras. Parpadeó, sorprendida, y caminó hasta la borda con los pies descalzos, pero no se trataba de un sueño: arrebujados en la niebla de las primeras horas de la mañana, no vio más que un árbol, y otro, y otro más, y así hasta el infinito. Mientras aspiraba a fondo ese olor vegetal húmedo y lleno de vida, el sol se sacudió sus velos de bruma y se elevó libremente en el cielo, reflejándose en algo blanco que Hatshepsut apenas alcanzó a adivinar en forma vaga por entre los árboles. Regresó temblando al camarote, cerró el faldón de tela detrás de ella, se introdujo de buena gana en la tina de agua caliente que su esclava le había preparado y dejó que ésta la bañara. Ese día había consentido en usar una túnica larga y estrecha, así que después del baño permaneció de pie, inmóvil, mientras la muchacha se la deslizaba sobre la cabeza y luego se la alisaba a lo largo de los muslos. Era de lino blanco, toda bordada con hojas doradas, y su ruedo ancho de oro laminado le rozaba los tobillos. Levantó los brazos y la criada le ciñó el cinturón, un cordel de oro con incrustaciones de grandes trozos de lapislázuli, terminado en borlas de hilo de oro. Luego se sentó para que la maquillaran: pintura dorada para los párpados, kohol alrededor de los ojos, alheña para los labios y las palmas de sus delicadas manos. Su esclava le cepilló el pelo y le colocó la pesada peluca ceremonial: un centenar de trenzas negras y largas que le llegaban a los hombros y le acariciaban la nuca. Movió la cabeza con incomodidad mientras le alcanzaban el alhajero. Lo abrió y se puso a reflexionar qué elegiría. Habría preferido usar algo bonito y no muy recargado como las cadenas de plata y las flores azules de loza de Faenza, pero se decidió en cambio por un pesado pectoral de oro, con dos halcones reales enfrentados que representaban a Horus y cuyas cabezas ostentaban la doble corona, unidos por serpientes enroscadas en un par de cruces egipcias idénticas, todo trabajado en feldespato y cornalina y que, al ponérselo, se apoyó pesadamente sobre sus pechos. En los brazos se colocó pulseras de oro argentífero y, en la cabeza, un pequeño casquete de tela de oro, bordado con turquesas formando un dibujo de plumas.

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