La dama del Nilo (33 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

Tutmés hizo una señal con la mano y se inició la procesión, mientras el viento robaba el sonido de los tambores y los jaramillos y lo llevaba al otro lado del río. Hatshepsut observó delante de ella el rítmico ascenso y descenso de la cabeza de su flamante marido, que parecía un adorno esférico más del elaborado respaldo alto de ese trono que también ella había ocupado camino de su propia coronación.

Parece que hubiera transcurrido tanto tiempo, pensó.

Pero no hacía más que cinco años. ¡Cinco años! Ahora tengo veinte y, una vez más, en mi vida está a punto de operarse un cambio radical. ¿A esto se reducirá el resto de mi existencia inmortal, Amón, Padre mío? ¿No seré otra cosa para ti y para Egipto que la esposa obstinada de un faraón blando y vacilante? En lo más profundo de su ser algo le dijo que no había nacido para pasarse la vida caminando detrás de su hermano. Mientras los pétalos de plata entretejidos en su peluca le fustigaban las mejillas, simbolizando por obra del viento lo que la vida le hacía en ese momento, logró superar el resentimiento que amenazaba con inundaría. Soy paciente y sé esperar, pensó mientras se apeaba. Todavía tengo por delante los días de mi juventud.

Caminó lentamente hacia donde se encontraba Tutmés, abrumado por el peso de las reales vestiduras doradas. Le tomó el brazo como su padre había hecho con ella y avanzó hacia el primer pilón mientras el fragor de las trompetas sonaba con estridencia y las sacerdotisas comenzaban a agitar los sistros.

La ceremonia se llevó a cabo sin tropiezos, y Tutmés II era ahora también el Horus de Oro, Señor de Nekhbet y Per Uarchet, Rey con Soberanía Divina, Hijo de Amón, Emanación de Amón, El Elegido de Amón, Vengador de Ra, Belleza de los Amaneceres, Príncipe de Tebas, el Poder que da Vida a todas las cosas. Él y su Divina Consorte fueron llevados de vuelta al palacio entre un alboroto histérico que parecía a punto de devorar al séquito real.

En la gran fiesta, los señores y vasallos del reino presentaron sus homenajes según correspondía a su rango, pero los hombres jóvenes que cinco años antes fueron colocados al pie del estrado y contemplaron desde abajo a Tutmés I y su hija, en esta oportunidad rodeaban a la pareja real. Senmut se encontró sentado entre Senmen y el nuevo faraón. Tutmés no pareció interesado en conversar pero sí comió y bebió en exceso y sólo levantó la vista para recorrer con mirada experta las curvas de las bailarinas núbiles. Senmut observó sus manos regordetas que jugueteaban con la comida y su abultado vientre que se volcaba sobre el enjoyado cinto, y comenzó a deprimirse cada vez más.

Hatshepsut parecía contenta. Reía y conversaba con todos los que pasaban a su lado y presentaba un aspecto travieso y diminuto al lado de ese rey obeso y pomposo. Pero en su risa chillona Senmut creyó percibir una nota de desesperación. Intuyó que esa locuacidad incesante ocultaba su febril necesidad de detener el tiempo, de fijar ese momento.

La tarde fue languideciendo y la tímida penumbra se transformó en noche cerrada. Por último, Tutmés yació su copa y se puso de pie, seguido por su portaestandarte y el resto de los dignatarios que escoltarían a la pareja al nuevo palacio de Hatshepsut, quien interrumpió enseguida su conversación y dócilmente se situó detrás de Tutmés. Sólo Senmut advirtió el temblor espasmódico de sus dedos al soltar la copa, la súbita tensión de esos hombros cubiertos de aceite. Apartó la mirada y vio a Hapuseneb junto a él.

—Tranquilo, amigo mío —dijo Hapuseneb con su voz grave y serena—. Recuerda que sería una blasfemia verla como algo más que una reina poderosa, noble y divina. De nada le sirven tus miradas de desaprobación y desagrado. Por otra parte, Tutmés es un hombre versado en las artes de alcoba: no olvides que ha dedicado buena parte de su vida a hacer ostentación de su virilidad. Las pequeñas esclavas y todas sus concubinas sienten verdadera adoración por él.

Senmut no pudo sonreír como habría deseado.

Ven a casa esta noche —le propuso Hapuseneb—, y trae a tu hermano contigo. Nos sentaremos en el jardín y, para variar, charlaremos sobre cosas sin importancia como la pesca, por ejemplo. Mañana no habrá audiencias, y puedes quedarte a dormir en mi habitación de huéspedes.

Senmut aceptó la invitación de buena gana, llamó a su hermano y ambos abandonaron el salón por la entrada que daba al jardín.

Hatshepsut despidió a la última de sus esclavas, cerró con desgana las puertas y se volvió para enfrentarse con su flamante marido en esa habitación apenas iluminada por la lámpara que ardía en la mesita junto a su lecho, cubierto de fragantes capullos de loto y hojas de mirra. Tutmés se había quitado la doble corona y se servía vino. Ella se le acercó lentamente, frotándose la piel irritada de las muñecas por el roce de las pulseras de plata. Se las quitó y las arrojó sobre una mesa, mientras Tutmés le ofrecía una copa que ella rehusó con irritación, cansada por el trajín de ese día.

—No deseo seguir bebiendo —dijo—. Y supuse que también tú habías bebido más que suficiente.

—En invierno me gusta tomar un poco de vino tibio antes de acostarme —replicó. Echó la cabeza hacia atrás y bebió hasta la última gota. Se pasó la lengua por los labios y volvió a colocar la copa en su lugar mientras ella aguardaba y lo contemplaba. Tutmés se quitó las sandalias, se aflojó el cinturón y lanzó un suspiro—. No creo que en el futuro tenga ocasión de volver a vestirme yo mismo.

Ella sacudió la cabeza y, girando sobre sus talones, echó a andar hacia su mesa de cosméticos. Cuando se quitó la pequeña corona y la peluca, su cabellera negra le cayó sobre los hombros en una cascada perfumada. Hatshepsut se pasó la mano por la cabeza con gesto de impaciencia y Tutmés de pronto quedó inmóvil, hipnotizado por el brillo de su pelo.

—Pues cuando vengas a mí tendrás que hacerlo —dijo con irritación—. Mis esclavas no están habituadas a ungir el cuerpo de un hombre. —Al no recibir respuesta giró la cabeza, pero cuando vio la expresión de sus ojos, volvió a concentrarse en el espejo—. ¡No me mires con esa cara de embobado, como si nunca hubieses visto a una mujer! —exclamó Hatshepsut—. ¡Conozco muy bien la reputación que tienes en las alcobas del harén!

—Eres hermosa —dijo él lentamente, melosamente—. Con las vestiduras reales pareces un ser intocable, pero así, con el cabello suelto y los brazos desnudos, tu belleza supera a la de todas las mujeres de Egipto.

En tres zancadas estuvo a su lado y, antes de que ella tuviera tiempo de decir nada, ya le había cubierto la boca con la suya, hundido las manos en el pelo y apretado su cuerpo contra el de ella. De pronto Hatshepsut descubrió que su cuerpo respondía, y que la boca de su marido era más firme de lo que había supuesto.

—¿Por qué no demostrarnos un poco de afecto? —preguntó él en voz baja mientras le acariciaba los pechos—. Somos hermano y hermana. ¿Es preciso que resulte tan gravoso darle un heredero a Egipto?

Ella sacudió la cabeza y con tenues gemidos lo instó a seguir adelante. Antes de terminar desplomándose juntos sobre el lecho, dos pensamientos fugaces la asaltaron. Uno se refería a Senmut: con un estremecimiento de pasión recordó sus hombros musculosos, su cuerpo joven y firme. El otro pensamiento tenía que ver con Tutmés mismo, sus indecisiones, y cómo se las había ingeniado para malgastar las pocas habilidades de mando que había heredado. Reparó en el trágico contrasentido que se daba en él: la reciedumbre y las aptitudes que exhibía en ese momento, que debería haber reservado para aplicarlas al ejercicio del poder.

Cuando todo terminó le habría gustado conversar con él para llegar a conocerlo mejor, pero Tutmés se quedó dormido casi enseguida y comenzó a roncar muy bajito, sus piernas laxas y fofas abiertas, ocupando casi todo el lecho. Esa visión le provocó un profundo rechazo; se levantó, se cubrió con una bata y se sentó en su silla. Contempló con gratitud cómo la noche cedía frente al alba y permaneció allí, con la mente y el cuerpo vacíos, hasta que pudo ver con claridad las pinturas de las paredes. Entonces se acercó al lecho, se inclinó sobre Tutmés y comenzó a llamarlo y a sacudirle suavemente el brazo.

—¡Despierta! ¡El Sumo Sacerdote estará aquí de un momento a otro! —le susurro.

Él farfulló un rezongo y giró hacia el otro lado, acurrucando la cabeza sobre su mano todavía cubierta de alheña. Sólo abrió los ojos cuando dio comienzo el Himno de Alabanzas. Ambos permanecieron sentados en la cama, escuchando los cánticos entonados por los sacerdotes, mientras con una luz perlada que se derramaba sobre el suelo, Ra les hacía llegar sus primeras salutaciones.

Hatshepsut advirtió que los ojos de Tutmés se iluminaban al oír las alabanzas. No son para ti, pensó ella. Serán siempre, eternamente, sólo para mí.

Cuando el himno concluyó, Tutmés la besó y se levantó.

—Hoy pienso salir de caza —dijo—. ¿No quieres acompañarme?

—No, hoy no. Tengo otras obligaciones.

Él se encogió de hombros.

—Desde luego —dijo sonriendo y luego, vacilante—: ¿Me recibirás esta noche?

Ella miró esos cachetes mofletudos, esos ojos grandes, esos mechones de pelo castaño a los costados de la cabeza rapada, y le tuvo lástima. No era tan mal parecido a pesar de su cuerpo fofo y amorío, y el hecho de verlo como un niño grande la conmovió.

—Ven esta noche si lo deseas, pero no mañana. Para entonces habré dedicado el día completo a mis tareas y estaré muy cansada.

—De acuerdo —dijo y, con un gran bostezo, echó a andar pesadamente hacia la puerta—. Supongo que los nobles ya estarán reunidos para presenciar mi baño. Disfruta de tu desayuno, Hatshepsut, como yo he disfrutado de la noche.

Ella se paró y se inclinó hacia él, el faraón de Todo Egipto. Después que Tutmés hubo partido, ordenó que sus criadas cambiaran las sábanas, se metió en el baño y descansó, flotando en el agua, con los ojos cerrados. Se quedó dormida mientras le masajeaban el cuerpo, y ese breve descanso la refrescó.

A media mañana comió fruta y bebió un poco de agua, sin hacer caso de las miradas intencionadas y las sonrisas bobas de su peluquera. Luego salió a caminar un rato por su jardín con Nofret y, al percibir ese césped limpio y fresco, el murmullo seco de los árboles y el silencio abierto e inundado de luz, su corazón se llenó de gozo. No intentó siquiera analizar la respuesta de su cuerpo ante Tutmés. Aunque ya era toda una mujer, nunca había tenido un amante. Pero su corazón clamaba por Senmut, anhelaba el afecto y el apoyo que siempre había encontrado en sus ojos oscuros, y esa leve sonrisa algo cínica con que le advertía de su perspicacia; pero no lo mandó llamar. Permaneció casi toda la tarde al aire libre, caminando sin rumbo fijo.

En pleno mes de Phamenoth, sesenta días después de la coronación de Tutmés, llegaron noticias a Tebas de ciertos disturbios en Nubia. Hatshepsut recibió el informe de manos de un soldado exhausto y hambriento que logró escapar al desierto y fue recogido luego por una caravana de nómadas. Incluso antes de concluir su lectura, convocó enseguida una reunión de gabinete en la sala de audiencias. Mandó buscar a Aahmes pen-Nekheb, a Ineni y también a Tutmés, esperando que su marido no hubiese partido todavía de caza. Envió al soldado a los cuarteles para que comiera y descansara y, mientras aguardaba la llegada de todos, se puso a caminar por el recinto con gran desasosiego, aferrando el rollo de papiro con las dos manos.

Mientras iba y venía por el salón, no cesaba de dispararle órdenes a su escriba:

—Saca todos los mapas que encuentres del Sur y de la Primera Catarata y el emplazamiento de nuestras guarniciones en la frontera con Nubia y tráemelos. Reúne a los generales. Busca las listas de reclutamiento: quiero saber dónde se encuentran todas mis tropas. Consígueme un plano del fuerte mencionado aquí —dijo, golpeando el rollo— y el nombre de su comandante. ¡Apresúrate!

Uno por uno entraron los hombres, la saludaron y ocuparon sus respectivos lugares alrededor de la enorme mesa vacía sobre cuya superficie la reina tenía por costumbre desplegar su correspondencia todas las mañanas. El último en llegar fue pen-Nekheb, que avanzó renqueando lentamente hasta su lugar. Era la primera vez que Hatshepsut lo mandaba llamar y estaba alarmado, pues intuyó la proximidad de una guerra.

Hatshepsut ordenó que las puertas fueran cerradas y se sentó a la cabecera de la mesa. Mientras Anen instalaba su banquito a los pies de la reina y se aprestaba a tomar nota, los labios de la soberana estaban tersos y las arrugas surcaban su frente.

—Acabo de estar con un miembro de la Medjay, nuestra policía del desierto —informó—: parece que una de nuestras guarniciones ha sido destruida y que una turba de nubios está realizando saqueos dentro de nuestro territorio.

Se hizo un pesado silencio.

—Era de esperar, Majestad —acotó Yamu-nefrú—. Cada vez que un faraón va a reunirse con el Dios y otro se eleva, triunfante, esos asquerosos y execrables habitantes de Kush fomentan una sublevación.

—¿Qué se sabe del comandante del fortín? —preguntó User-amun, con expresión grave.

—Ignoramos si ha muerto o está con vida —respondió ella sacudiendo la cabeza—. En realidad, ni siquiera sé quién estaba al mando de esa guarnición. He mandado llamar al escriba de enlace. Él nos lo dirá. Anen, dame los mapas.

Senmut tomó los rollos que el escriba tenía en la mano y los desplegó sobre la mesa. Todos se pusieron de pie y observaron el dedo moreno de Hatshepsut que recorría los trazos.

—Aquí está Asuán, y aquí la Primera Catarata. El camino del desierto se aleja del río en este punto y se desvía hacia el oeste. Nuestras guarniciones son dos: una, de este lado de la frontera y la otra aquí, ochenta kilómetros más lejos, internándose en la tierra de Kush. El informe afirma que se han apoderado de la que se encuentra en nuestro territorio y han masacrado a los hombres. Y que en este momento los kushitas avanzan hacia la otra. —Dejó que el mapa volviera a enrollarse por sí solo con un chasquido, se sentó y observó a todos con una interrogación en la mirada—. Hapuseneb —dijo al fin—. Como visir del Norte, a partir de este momento te nombro Ministro de Guerra. Dime lo que piensas al respecto.

—Mis pensamientos, Majestad —dijo, inclinándose hacia adelante—, son sin duda compartidos por todos los aquí presentes. Es preciso reunir una fuerza militar sin pérdida de tiempo y marchar hacia el sur. No me cabe ninguna duda de que en poco tiempo podemos derrotar a esos perros desagradecidos, pero es menester que lo hagamos antes de que lleguen a la segunda guarnición.

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