—Todo depende de si Senmut regresa o no con la flota —terció Yamu-nefru—. Tal vez lo haga. O tal vez, no.
Sen-nefer estuvo en desacuerdo.
—En cualquiera de los dos casos está liquidada —dijo brutalmente.
Se quedaron contemplando el fuego con desasosiego mientas el firmamento se volvía azul oscuro y las estrellas del desierto brotaban de repente, centelleando, mirándolos desde arriba con los ojos sabios y omniscientes de Hatshepsut.
Senmut y Nehesi también estaban sentados sobre la arena, pero delante de ellos se extendía el océano; una inmensidad oscura y ondulada que se prolongaba hasta el infinito, con hileras de espuma grisácea que menguaban y volvían a formarse cuando las olas rompían. A sus espaldas se apretaba la jungla, una maraña densa y húmeda de fecundidad, horadada por los tímidos reflejos de las luces de Parihu. Las voces de sus marineros y de los súbditos de la ciudad llegaron hasta ellos propagadas por ese aire caliente y pegajoso.
Nehesi suspiró.
—Ta-Neter es sin duda una tierra maravillosa —dijo—, pero es tiempo de que regresemos a casa.
Senmut se recostó hacia atrás hasta que las copas de las palmeras le ocultaron el cielo.
—No veo la hora de hacerlo —comentó—. Este calor húmedo me agota, y te aseguro que tengo la sensación de que en cualquier momento me crecerán brotes. ¡Qué bueno será aspirar nuevamente los vientos secos del desierto!
—Nuestro faraón estará complacido —dijo Nehesi—. Sumamente complacido.
Permanecieron un rato en amigable silencio, pensando en los hermosos salones y los fragantes jardines de Tebas y en la mujer que los esperaba pacientemente, inclinada sobre el parapeto de su balcón, oteando el horizonte con ojos cansados.
Durante la primavera, la policía del desierto informó a Hatshepsut de algunos disturbios en Rethennu. Convocó un consejo de guerra, con cierta renuencia, pues en esa ocasión su corazón se encontraba muy lejos de allí. Pen-Nekheb había muerto y, de alguna manera, el antiguo espíritu de cohesión estaba ausente entre los hombres que la enfrentaban en la sala de audiencias.
Pero era Tutmés quien dominaba la mesa, de pie frente a ellos con su casco amarillo, los hombros echados hacia atrás y los ojos encendidos. Tenía un pie apoyado en una silla.
—Rethennu domina a Gaza —afirmó—, y Gaza es una ciudad poderosa y, además, un puerto marítimo. Concededme permiso, Príncipes de Egipto, para tomar Gaza y, así, no sólo darles un escarmiento a esos salvajes siempre insatisfechos sino también conquistar una salida al Gran Mar.
—¡Soy yo quien ordeno la partida de mis tropas o la desautorizo! —le advirtió Hatshepsut con furia—. Por consiguiente dirígete a mí, Tutmés, y no a mis consejeros. Rethennu es nuestra y nos ha pertenecido durante muchos hentis. ¿Por qué debemos hacer otra cosa que darles una buena lección?
Pero los ojos de Tutmés avizoraban un futuro que ella no alcanzaba a divisar.
—Porque Gaza es la puerta de acceso a otros países, a otros aliados, conquistas y riquezas. Si bien es cierto que Rethennu nos pertenece, no le hacemos sentir nuestro dominio con suficiente fuerza. Ha llegado la hora de llenar Gaza de artesanos egipcios, comerciantes egipcios y naves egipcias.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué arriesgar nuestro ejército para tomar una ciudad que puede estar fortificada y resistir nuestros embates, cuando lo único que necesitamos es recordarle a quién le debe tributo? Y para lograrlo, sólo haría falta una expedición reducida de castigo.
Tutmés bajó la vista y la miró con expresión incrédula.
Los ministros permanecieron en silencio, incluyendo a Menkh, que siempre tenía algo que decir, pues todos sabían que su opinión no pesaría en absoluto y que estaban frente a otro altercado familiar.
—¿Por qué? Porque Gaza constituye un excelente campo de prueba.
—¿Para qué?
—Para mí. Para el ejército, que ya se cansa de simulacros de batalla y de prolongadas marchas que no conducen a ninguna parte. Para Egipto, que así tendrá oportunidad de dar un salto desde Gaza y expandir sus fronteras.
—¡Bah! Nuestras fronteras son ya tan amplias como el trayecto del sol. —Hatshepsut revisó con irritación los despachos que tenía en la mano, pensando no en la altanera y poderosa ciudad de Gaza sino en el altanero y poderoso Tutmés, que deambulaba coléricamente del palacio a los cuarteles y de un extremo a otro del país al mando de sus hombres. Por último se frotó el cuello debajo del tocado, sintiendo que un dolor de cabeza le acechaba detrás de los ojos—. De acuerdo. Toma tres o cuatro divisiones y apodérate de Gaza.
Tutmés la contempló atónito.
—¿Así como así?
—Así como así. Hace tiempo que Gaza es una espina que se nos clava en el costado pero, como sabes, hasta ahora me las he ingeniado para que la herida no sea demasiado profunda. Si crees que Rethennu perderá sus ínfulas una vez que Gaza haya caído, entonces decididamente tómala. Pero una sola cosa te pido, Tutmés: hagas lo que hagas, ¡por favor no te mueras!
Se sonrieron mutuamente, todavía capaces de tomar distancia y contemplar sus encontronazos como si se tratara de esporádicas riñas familiares.
Tutmés le dedicó una profunda reverencia.
—Gracias, poderoso faraón. Gaza caerá bajo nuestro asedio y ciertamente regresare a casa.
—Ciertamente —repitió ella con una tenue sonrisa—. Pero recuerda que el botín será mío.
Tutmés rió.
—Lo depositaré a vuestros pies.
Hatshepsut lo despidió, se volvió hacia esos hombres cansados que con tanta incomodidad se habían visto obligados a presenciar la escena y les sonrió burlonamente. Ellos se agitaron en sus asientos y le devolvieron una sonrisa comprensiva mientras oían que, en el exterior, Tutmés ordenaba a gritos a los heraldos que convocaran a los generales.
Todos abandonaron Tebas rumbo al norte: Tutmés con su casco dorado y sus bandas plateadas de comandante en el brazo, Minmose, Nakht, Menkheperrasonb, Yamu-nedjeh, May, Yamu-nefru, Djehuty, Sen-nefer y quince mil hombres: las Divisiones de Horus, Seth y Anubis. Hatshepsut se quedó toda la mañana contemplando ese relumbrante desfile que colmaba el camino al río. Cuando el último carro de pertrechos se perdió de vista, abandonó el balcón y entró a un palacio ahora vacío y silencioso. Sintió con intensidad ese contraste, recordando la época en que fue ella la que partió alegremente, dejando a su marido deambulando por los departamentos reales en Asuán. Ahora el que hacía de punta de lanza de las fuerzas de Egipto en el campo de batalla era Tutmés, y ella había sido dejada atrás pastando tranquilamente al sol como un viejo jamelgo. Pero era un verdadero alivio despertarse y oír a Hapuseneb entonando el Himno de Alabanzas junto a su puerta, vestirse sin prisa y acudir al templo en paz, sin tener que preocuparse por las demoledoras peleas y las sutiles pullas que tendría que soportar por parte de Tutmés a lo largo de la jornada. No bajó la guardia por completo, pues supuso que él habría dejado muchos espías en el espacio. Siguió haciendo patrullar sus salones día y noche, pero no creía que Tutmés diera un golpe contra ella sin estar en la ciudad para arrebatarle el cayado y el desgranador, y esa certeza le brindó cierta dosis de tranquilidad.
La suerte corrida por la expedición comenzó a inquietarla y la llevó a apostar mensajeros en todas las ciudades a orillas del Nilo para que la avisaran en cuanto avistaran las naves. Pero los días se fueron sucediendo y no llegó ninguna noticia. Dedicó más tiempo a estar con Meryet, tratando de interesarse por los chismorreos constantes, tontos y rencorosos de la niña, pero ese rasgo ordinario y malévolo de su hija le provocaba un profundo rechazo. Hatshepsut sabía que Tutmés y Meryet estaban cada vez más cerca el uno del otro; también sabía que, cuando llegara el momento, Meryet lo acompañaría gozosamente al templo, encantada de contribuir así al derrocamiento definitivo de su madre. Hatshepsut se lamentó por la pérdida de la pensativa y silenciosa Neferura, quien al menos habría intentando darle todo el apoyo posible, por frágil que fuera.
Meryet consideraba a Hatshepsut un ser frío y superior, lo cual la hacía preferir a todas luces la compañía de la madre de Tutmés. Hatshepsut las veía con frecuencia caminando del brazo por el jardín, cubiertas de joyas, las dos delgadas y hermosas pero con cierto inquietante aire de aves de rapiña, meneándose lentamente entre los árboles mientras conversaban y reían. Hatshepsut las observaba impasible, culpándose sólo a si misma por la deserción de Meryet: la vida no había sido nada fácil para esa niña que tuvo que crecer bajo la sombra de una madre que era, al mismo tiempo, faraón de un imperio.
La primavera se hizo más calurosa y se transformó en verano, y el segundo aniversario de la partida de Senmut llegó y pasó sin que hubiera ninguna noticia del paradero de la flota. Hatshepsut recibía regularmente despachos de su ejército, acampado en ese momento en la planicie frente a Gaza, preparándose para la batalla. En algunas oportunidades, Tutmés le enviaba también sus saludos, junto con cartas para Aset y Meryet. Sin el menor asomo de remordimiento, Hatshepsut abría y leía esas otras misivas de orden personal; pero no contenían ninguna información acerca de sus planes con respecto a ella. No supuso que la hubiera, pero tenía plena conciencia de que el momento de su derrocamiento se aproximaba cada vez más y estaba decidida a no correr riesgos innecesarios y a no pasar nada por alto. Las cartas de Tutmés a Meryet estaban llenas de afecto pero también de cautela. Al leerlas, Hatshepsut sonrió sombríamente, sabiendo que Tutmés no sería tan tonto ni imprudente como para poner a Meryet en peligro con alguna palabra comprometedora que pudiera tomarse, incluso a estas altura de las cosas, como traición. Mientras Anen se ocupaba de volver a colocarles el sello a los rollos que ella acababa de leer, Hatshepsut reflexionó que, a pesar de sus modales violentos, Tutmés tenía una inteligencia profunda, y artera. Tenía buen cuidado de que en ningún papiro quedara estampado nada que, en el poco probable caso de un cambio desfavorable en sus planes, pudiera ser usado en su contra. Eso lo complacía. Egipto tenía un faraón sabio y previsor.
Egipto se agitaba en el periodo previo a la inundación y por fin Hatshepsut oyó las anheladas palabras que ya comenzaba a dudar escucharía alguna vez. Duwa-eneneh corrió hacia ella por el césped cuando Hatshepsut se dirigía a su lago para tomar un baño. Tenía el rostro encendido, y ella se detuvo y lo esperó, ansiosamente, con las manos apoyadas en la cintura. El heraldo se frenó de golpe y le hizo una reverencia. Hatshepsut tuvo que contenerse para no tomarlo de los hombros y comenzar a zamarrearlo.
—¡Han sido avistados! —gritó él—. ¡Entrando en el río por el canal! ¡El mensajero se encuentra en el interior del palacio!
Ella giró sobre sus talones y desandó camino, con su séquito de mujeres detrás. En la sala de audiencias, el medjay se postró.
—¡De pie! ¡Cuéntamelo todo! ¿Son todavía cinco las naves? ¿Qué aspecto tienen?
—El de cinco cisnes destartalados, Majestad —dijo el hombre y luego sonrió—. Pero avanzan velozmente por tratarse de embarcaciones que deben oponerse a los comienzos de la inundación.
—¿Cuánto tardarán en llegar aquí?
—Diría que unas cinco o seis semanas más. Parecen estar muy cargados y pronto se verán obligados a bajar la marcha a medida que el caudal de agua vaya creciendo.
Hatshepsut se volvió al altar emplazado en un rincón, sintiendo que una nueva vida comenzaba a inundaría, pero no pudo expresar su gratitud. A pesar de que Amón le sonreía complacido, el nombre que sus labios pronunciaron en voz baja fue el de Senmut, pues estaba como aturdida y obnubilada por la felicidad que la embargaba. Despidió al mensajero y mandó llamar a Hapuseneb.
Acudió de inmediato, aliviado al ver su expresión radiante. Cuando Hatshepsut le contó que los barcos habían sido avistados, Hapuseneb sintió que le quitaban un enorme peso de los hombros.
—¡Loado sea Amón! ¿Habéis recibido cartas, Majestad?
—No, solamente el mensaje. Muy pronto llegarán sin duda noticias del mismo Senmut, pero mientras tanto quiero que comiences los preparativos de un día de festejos solemnes, Hapuseneb. ¡Le daremos la bienvenida como la que ningún faraón ha recibido jamás de su pueblo!
—No comprendo.
Hapuseneb quedó atónito. Sus ojos buscaron los de Hatshepsut.
—Tampoco yo lo comprendo bien, pero es posible que, en fin de cuentas, Tutmés acabe perdiendo el trono a pesar de su poderío.
De pronto Hapuseneb supo lo que ella se proponía.
—Majestad —le dijo, acercándosele—. ¡Os suplico, os imploro como mi Soberana Divina y mi Dios, que no lo hagáis!
—¿Por qué no? ¿Por qué no habría de casarme con él? Sería un faraón poderoso.
—Sí, pero demasiado poderoso. ¿Creéis que se resignaría a recibir los títulos y que Vos retuvierais el poder, como ocurrió con el Dios Tutmés? Como vuestro brazo derecho su fuerza es muy grande, pero como vuestra cabeza, terminaría por quitaros el trono. ¿Y cuánto tiempo creéis que transcurriría antes de que Tutmés formara un ejército y arremetiera contra Senmut para reclamarle lo que considera suyo? Entonces no se habría ganado otra cosa más que tiempo.
—Tiempo —murmuró ella recorriendo con la mirada esa habitación enorme en la que reverberaron sus palabras—. Tiempo. Lo lamento, Hapuseneb. En un momento de debilidad, sólo trataba de eludir lo que vendrá.
—Es imposible eludirlo, Majestad. Sólo es posible postergarlo. Perdonadme, pero no es propio de la divina perfección que sustentáis el intentar prolongar vuestra agonía con un recurso tan barato.
—Me ofendes —dijo Hatshepsut con serenidad, cerrando los ojos un momento y luego volviéndolos a abrir—, pero tienes razón. Siempre tienes razón, viejo amigo. Entonces habrá sufrimientos, ¿no es verdad? ¿Estaré algún día preparada para enfrentarlos? Pero, dejémonos de hablar de futuro y vivamos el presente cuanto nos sea posible. Dispón todo para que Amón sea traído a la ciudad en su barca sagrada antes de la llegada de la flota. Juntos les daremos la bienvenida a las naves. No creo que falte mucho.
Hapuseneb se preguntó si el proyecto de casarse con Senmut habría ido tomando forma durante mucho tiempo en su mente, o si se trataba de un súbito estallido de emoción. No deseaba pasar los últimos años de su vida ensuciándose las manos con sangre, y estaba convencido de que si ella llevaba adelante sus planes no tendría otra alternativa que hacerlo. Ella se alejó pensativamente y Hapuseneb no se atrevió a hablar más del asunto.