Authors: David Garnett
—¿Es que en este sitio no tienen otra cosa que no sean perros mansos? —preguntó Josephine.
Caminaron juntos hacia el Pabellón de los Felinos, y Josephine tomó en el suyo el brazo de John.
—¡Bandeja de plata! No me parece que eso tenga sentido. No puedo soportar herir a la gente a la que amo, y por eso no voy a vivir contigo, o a hacer cualquier cosa que pudiera importarles si la descubrieran.
John no dijo nada, se encogió de hombros, hizo girar los ojos y se frotó la nariz. Caminaron lentamente de una jaula a otra, hasta que llegaron a un tigre que caminaba de arriba abajo, volviendo su gran cabeza pintada con intolerable familiaridad y rozando con los bigotes la pared de ladrillo.
—Pobres bestias, pagan por su belleza —dijo John, tras una pausa—. Y sabes que esto prueba lo que he estado diciendo. La humanidad desea atrapar todo lo que es bello y encerrarlo, para luego venir por millares a ver cómo muere, centímetro a centímetro. Por este motivo uno oculta Jo que es y vive en secreto, tras una máscara.
—Te odio, John, a ti y a todas tus ideas. Amo a mis semejantes —o a la mayoría de ellos— y yo no puedo evitar que seas un tigre y no un ser humano. No estoy loca; puedo confiarle a la gente cualquiera de mis sentimientos, y nunca tendré ningún sentimiento que no quisiera compartir con todo el mundo. No me importa ser cristiana… es mejor que sufrir de manía persecutoria, y amedrentarme porque siento afecto por mi padre y mi tía Eily.
Pero, mientras decía aquello, Miss Lackett no parecía muy amedrentada. Le relampagueaban los ojos, tenía subidos los colores y la mirada imperiosa, y no dejaba de dar golpecitos en el suelo de piedra con la punta de su zapato. A Mr. Cromartie le irritaban aquellos golpecitos, por lo que dijo algo en voz baja, para que Josephine no pudiera oírlo: la única palabra audible fue «amedrentar».
Josephine le preguntó brutalmente qué había dicho. John rió.
—¿De qué me sirve hablarte, si tú te pones como una fiera incluso antes de haber oído lo que tengo que decirte?
Josephine palideció, y se contuvo, pero miró a un plácido león con tal furia que el animal acabó por levantarse e irse al cubil que había al fondo de la jaula.
—Josephine, por favor, sé razonable. O estás enamorada de mí o no lo estás. Si lo estuvieras no te costaría mucho esfuerzo sacrificar a los demás por mí. Puesto que no estás dispuesta a hacerlo, es evidente que no estás enamorada y, en este caso, sólo te pegas a mí porque eso satisface tu vanidad. Desearía que, para hacer algo así, eligieras a cualquier otro. No me gusta, y cualquiera de los viejos amigos de tu padre lo haría mejor que yo.
—¿Cómo te atreves a hablarme de los viejos amigos de mi padre? —dijo Josephine.
Ambos guardaron silencio. De repente, Cromartie dijo:
—Por última vez, Josephine, ¿te casarás conmigo, exponiéndote a la maldición de tus parientes?
—¡No! ¡Estúpido salvaje! —dijo Josephine—. No, bestia salvaje. ¿No puedes entender que ése no es el modo de tratar a la gente? No hago otra cosa que desperdiciar mi aliento hablando. Te he explicado cien veces que no voy a hacer desgraciado a mi padre. No voy a quedarme sola y sin un chelín para pasar a
depender
de ti cuando no tienes dinero suficiente ni para mantenerte a ti mismo, y satisfacer así tu vanidad. Mi
vanidad,
¿crees que el que estés enamorado de mí satisface mi
vanidad
? Me daría lo mismo que lo estuviera un babuino o un oso. Tú eres Tarzán de los Monos; deberías estar enjaulado en el zoo. La colección está incompleta sin ti. Eres una supervivencia, el atavismo en su peor expresión. No me preguntes por qué me enamoré de ti; lo hice, pero no me puedo casar con Tarzán de los Monos, me falta romanticismo. También veo que tú te crees eso que has dicho. Piensas que el género humano es tu enemigo. Te puedo asegurar que, si la humanidad piensa en ti, lo hace considerándote el eslabón perdido. Tendrían que encerrarte y exhibirte aquí; te lo he dicho una y otra vez y te lo repito de nuevo, con el gorila a un lado y los chimpancés al otro. Sería un gran beneficio para la ciencia.
—Bien, así será. Estoy seguro de que tienes toda la razón. Haré las gestiones necesarias para que me exhiban —dijo Cromartie—. Te estoy agradecido por haberme dicho la verdad sobre mí.
Se quitó el sombrero, dijo «adiós» y, con una rápida y mínima sacudida de cabeza, se marchó.
—Babuino miserable —murmuró Josephine, y se apresuró a salir por la puerta giratoria.
Ambos estaban encolerizados, pero John Cromartie lo estaba de un modo tan desesperado que no se daba cuenta de que lo estuviera, sólo pensaba que era muy desgraciado e infeliz. Josephine, por otra parte, se sentía exultante. Hubiera disfrutado golpeando a Cromartie con un látigo.
Aquella tarde Cromartie no pudo estarse quieto. Cuando las sillas osaban ponerse en su camino, las apartaba de un golpe, pero no tardó en darse cuenta de que maltratar los muebles no le bastaba para recuperar su sosiego mental. Fue entonces cuando Cromartie tomó una singular resolución, una a la que, podríais jurarlo, ningún otro hombre en circunstancias parecidas hubiera llegado jamás.
Se trataba de hacer que, de un modo u otro, le exhibieran en el zoo, como si formara parte de la colección de animales.
Esa rara inclinación suya a mantener su palabra podría bastar para explicar aquella actitud. Pero, además, muchos impulsos son totalmente caprichosos y no se sustentan en motivación alguna. Y ese hombre era a la vez orgulloso y obstinado, por lo que, cuando decidía una cosa en un momento de arrebato, la afrontaba hasta el punto de no poder echarse atrás.
En aquel momento se dijo que lo haría para humillar a Josephine. Si le amaba, aquello la haría sufrir, y, si no le amaba, no le importaría donde se encontrara.
—Y quizás ella tenga razón —se dijo con una sonrisa—. Tal vez soy el eslabón y el zoológico es el lugar que mejor me corresponde.
Tomó su pluma y una hoja de papel, y se sentó a escribir una carta, aunque sabía que, de lograr su objetivo, estaba emplazado a sufrir. Durante un rato pensó en todos los sufrimientos que comportaba estar enjaulado y expuesto a las burlas del boquiabierto populacho.
Reflexionó entonces que para algunos de los animales era aún más duro de lo que sería para él. Los tigres tenían más orgullo, amaban su libertad más de lo que él amaba la suya, no disponían de recursos ni de entretenimientos, y el clima no era el idóneo para ellos.
En su caso no existían tales dificultades adicionales. Se dijo a sí mismo que era humilde de corazón y que renunciaba a su libertad por voluntad propia. Incluso si no se le permitía tener libros, podía en cualquier caso contemplar a los espectadores con el mismo interés con que ellos le contemplarían a él.
Así se aleccionaba a sí mismo, y el pensamiento de lo terrible que era aquello para los tigres le llegaba al alma de tal modo que le resultaba más llevadero considerar su propio destino.
Después de todo, reflexionó, era en aquel momento tan infeliz que, hiciera lo que hiciese, nada podía ser peor. Había perdido a Josephine, y le resultaría más fácil sobrellevar esta pérdida en la disciplina de una prisión. Fortalecido por estas consideraciones, agitó su pluma y escribió lo siguiente:
Estimado señor:
Le escribo para presentar a su Sociedad una propuesta que, espero, usted recomendará a los demás miembros para su detenida consideración. ¿Se me permitiría primero decir que conozco bien los Jardines de la Sociedad y los admiro grandemente? Sus terrenos son espaciosos, y la disposición de los recintos es a la vez práctica y conveniente. En ellos encontramos especímenes de la práctica totalidad de la fauna terrestre del globo, no quedando sin representar más que un mamífero de verdadera importancia. Cuanto más he pensado en esta omisión, más extraordinaria me ha parecido. Prescindir del hombre en una colección de la fauna terrestre es como representar
Hamlet
sin el príncipe de Dinamarca. Puede que esto parezca poco importante a primera vista, puesto que la colección ha sido formada por el hombre para su contemplación y estudio. Admito que los seres humanos son vistos con harta frecuencia caminando por los Jardines, pero creo que existen razones convincentes por las que la Sociedad debería tener en exhibición un espécimen de la raza humana.En primer lugar, esto completaría la colección y, en segundo lugar, inculcaría en la mente del visitante una comparación que éste no siempre está dispuesto a hacer por sí mismo. Si se sitúa a un miembro corriente de la raza humana entre el orangután y el chimpancé, atraería la atención de cuantos entraran en el Gran Pabellón de los Simios. En tal emplazamiento llevaría a los visitantes, a cuya educación están principalmente dedicados los Jardines, a establecer mil comparaciones interesantes. Todos los niños crecerían impregnados de la perspectiva de un Darwin, y se darían cuenta, no sólo de su propio lugar en el reino animal, sino también en qué se parecen y en qué difieren de los simios. Yo sugeriría que a este espécimen se lo exhibiera, en la medida de lo posible, en su entorno natural, tal como se da en la época actual, es decir vestido de diario y empleado en alguna ocupación cotidiana. Así, la jaula debería estar provista de sillas y una mesa, y también de estanterías con libros. Un pequeño dormitorio y un cuarto de baño en la parte trasera, le permitirían sustraerse a la mirada del público cuando fuera necesario. El desembolso que haga la Sociedad no tiene por qué ser elevado.
Para mostrarle mi buena fe, me ofrezco yo mismo para ser exhibido, sujeto a ciertas reservas que no creo se consideren desmesuradas.
Los siguientes datos personales puede que sean de alguna ayuda:
Raza: escocesa.
Altura: 1 metro 80 centímetros.
Peso: 70 kilos.
Pelo: oscuro.
Ojos: azules.
Nariz: aquilina.
Edad: 27 años.
Me sentiré muy complacido en proporcionar a la Sociedad cualquier otra información que crea conveniente solicitar.
Su humilde servidor,
JOHN CROMARTIE
Una vez hubo salido y echado al correo esta carta, Mr. Cromartie se sintió en paz, y se preparó para la respuesta con una ansiedad mucho menor que la que hubieran sentido muchos jóvenes en la misma situación.
Resultaría tedioso extenderse en narrar cómo esta carta fue recibida por un delegado en ausencia del secretario, y cómo éste la trasmitió el miércoles siguiente al comité de trabajo. Sin embargo, sería quizá de algún interés señalar que la oferta de Mr. Cromartie hubiera sido rechazada con toda probabilidad de no haber sido por Mr. Wollop. Era éste un caballero de avanzada edad, no muy popular entre los demás miembros de la Sociedad. Por algún motivo, la carta de Mr. Cromartie lo puso hecho una furia.
Aquello era un insulto deliberado, declaró. No era cosa de risa. Era un asunto que, sin discusión, podría y debería resolverse ante los tribunales. Si lo dejaban pasar, expondrían a la Sociedad al ridículo. Estas y otras muchas cosas del mismo jaez dieron tiempo al resto del comité para darle vueltas al asunto.
Uno o dos le llevaron primero la contraria a Mr. Wollop por mera costumbre; el presidente observó que la presencia de un corresponsal tan interesante como Mr. Cromartie no dejaría de ser una gran atracción y que incrementaría los ingresos de taquilla. No fue, sin embargo, hasta que Mr. Wollop amenazó con dimitir que se decidió el asunto.
Mr. Wollop se retiró, y se redactó el borrador de una carta en que se informaba a Cromartie de que el comité se inclinaba a aceptar su propuesta, solicitándole una entrevista personal.
La entrevista tuvo lugar el sábado siguiente. Para entonces el comité estaba convencido de que un espécimen de
Homo sapiens
debía ciertamente adquirirse, aunque no estaba convencido de que Mr. Cromartie fuera el hombre idóneo, y Mr. Wollop se había retirado a Wollop Bottom, su residencia campestre.
La entrevista fue enteramente satisfactoria para ambas partes, y las reservas de Mr. Cromartie fueron aceptadas sin vacilación. Éstas se referían al alimento y la bebida, vestuario y atención médica, y a uno o dos lujos que debían proporcionarle. Así, se le permitió pedir sus propias comidas, ver a su propio sastre, y ser atendido por su propio médico y dentista y por sus consejeros legales. Se le permitió administrar su propia renta, que ascendía a unas trescientas libras al año y tampoco se puso objeción alguna a que tuviera en la jaula una biblioteca y recado de escribir.
Por su parte, la Sociedad Zoológica estipuló que no podría contribuir a la prensa diaria o semanal, que no podía recibir visitas mientras los Jardines estuvieran abiertos al público, y que, como cualquier otro de los animales, se sometería a la disciplina habitual.
Se necesitaron unos cuantos días para preparar la jaula que había de acogerlo. Estaba en el Pabellón de los Simios. Al fondo se amuebló una habitación más grande a modo de dormitorio, con un baño y un aseo instalados detrás de una separación de madera. Ingresó al domingo siguiente, por la tarde, siéndole presentado Collins, su cuidador, quien también velaba por el orangután, el gibón y el chimpancé.
Collins le dio la mano y dijo que haría lo posible para que se sintiera cómodo, aunque resultaba evidente que se sentía turbado, y, por extraño que parezca, aquella turbación no disminuyó con el paso del tiempo. Sus relaciones con Cromartie fueron siempre formales, y se caracterizaron por la más absoluta cortesía a la que, no hay que decirlo, Cromartie correspondió escrupulosamente.
La jaula había sido limpiada y desinfectada a conciencia, se extendió en el suelo una alfombra sencilla y se la dotó de una mesa, en la que Cromartie tomaba sus comidas, una silla, un sillón y, en la parte trasera de la jaula, de una librería. Tan sólo la reja de red metálica del frontal y de los laterales, que lo separaban del chimpancé por un lado y del orangután por el otro, diferenciaba la jaula del estudio de un caballero. Una mayor magnificencia caracterizaba el mobiliario de su dormitorio, dónde vio que se le había provisto de todas las comodidades posibles. Una cama francesa, un guardarropa, un espejo móvil y un tocador con espejos en dorado y caoba se combinaban para hacerle sentirse en casa.
John Cromartie empleó la tarde del domingo en desempaquetar sus cosas, incluidos los libros, pues deseaba aparecer como una institución establecida para cuando, el lunes, llegaran los visitantes. A tal fin se le proporcionó una lámpara de petróleo, pues la instalación eléctrica de la jaula aún no había sido completada.