La dama zorro (14 page)

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Authors: David Garnett

Durante aquellos días, Mr. Cromartie no se había librado en modo alguno de sus temores de ver a Josephine. El pensamiento que le causaba mayor tormento era que se hallaba a su merced, es decir, que ella era libre de visitarlo cuando quisiera, y de estarse tanto rato como se le antojara. Las condiciones materiales de su vida no cambiaron en lo más mínimo, aunque ya no había en todo momento una gran muchedumbre ansiosa de verle; y de cuatro policías pronto se pasó a pensar que dos serían suficientes para controlar a quienes venían a visitarlo. Tras una semana, los dos fueron reducidos a uno, pero, a pesar de que cada día la muchedumbre disminuía, se dejó a aquel policía permanentemente, más para la protección de Mr. Cromartie que por otra cosa, pues determinadas personas se habían mostrado muy ofensivas hacia él. La verdad era que Mr. Cromartie hubo de quejarse en dos ocasiones, y no sólo por lenguaje abusivo. Pero durante ese tiempo poca cosa había cambiado en su entorno material; lo cual no quiere decir que no hubiese alteración en el estado de ánimo de Mr. Cromartie. A este respecto, dos fuerzas operaban en él. Una era que ahora estaba constantemente pensando en Josephine y aguardando su visita y, cuando la soledad redujo su círculo de ideas, se sintió más y más absorto en imaginar de qué modo vendría, qué diría, y cosas por el estilo. Así pues, estaba siempre ensayando escenas con Josephine, y este hábito interfirió con su lectura diaria, llegando a veces incluso a alarmarle su estado mental. En segundo lugar, quizá porque el pensar tanto en Josephine le hizo retraerse en sí mismo, se volvió tímido, se sintió molesto con los espectadores, y experimentó por los animales del zoológico algo parecido a la repulsión.

Este sentimiento se vio naturalmente intensificado con respecto a sus dos vecinos inmediatos, la hembra de orangután y el chimpancé. En el caso de éstos, lo cierto es que no hacía sino resarcirse un poco de la mala voluntad que sentían hacia él y que parecía incrementarse día a día. La verdad era que Mr. Cromartie era en buena parte culpable de que se hubiera agravado la natural, y podríamos decir razonable, aversión que los simios sentían por él. Pues no sólo atraía una multitud mayor que la que a ellos les correspondía, sino que además los ignoraba persistentemente, faltando así a elementales normas de urbanidad, cosa ésta que, de haber sido sus vecinos seres humanos como él, le hubiera hecho en extremo impopular. Esto se debía por su parte a un singular defecto de imaginación, más que a una ausencia natural de buenos modales, pues en la vida ordinaria siempre se mostraba perfectamente bien educado.

De poder hallarse una excusa para esta conducta, radicaría en su creencia de que lo más adecuado por su parte era ignorar la existencia misma de sus vecinos, y también en la circunstancia de que Collins, su cuidador, nunca lo corrigiera en este punto. El hecho es que Collins nunca se sentía del todo a gusto con Mr. Cromartie, y era del tipo de hombres que tienden a ofenderse. Efectivamente, se sentía más celoso de los sentimientos de los dos simios, sus viejos favoritos, de lo que él era consciente. Además, había perdido al gibón, al que, con la llegada de Mr. Cromartie, habían asignado a otro cuidador, y no cabe ocultar el hecho de que Collins hubiera preferido tener al gibón de vuelta en el lugar de Mr. Cromartie. Por una parte este animal le había dado menos trabajo y, por otra, en ningún momento de su vida había sido socialmente superior a él. A lo que habría que añadir, pues hay que ser justos con Collins, el gran afecto que sentía por el animal. Una tarde, después de un día consumido de la manera más vacua, Mr. Cromartie se hallaba sentado en su jaula chupando su pipa cuando, de improviso, vio que Miss Lackett entraba en el pabellón vacío.

Era aquella la tarde siguiente a la atormentada noche pasada por la joven. Por la mañana había resuelto zanjar la cuestión de si Cromartie estaba loco o no, para emitir un juicio sobre el asunto que sería imparcial y definitivo, pues se hallaba convencida de que, si no resolvía de un modo u otro la cuestión de su salud mental, no había duda de que perdería la suya.

Pero una vez en los Jardines, le resultó imposible ver a solas a Mr. Cromartie. Una multitud, aunque no tan numerosa como en días anteriores, se arracimaba todavía durante toda la mañana en torno al Pabellón de los Simios. Entre la una y las dos había siempre alguna personas frente a su jaula, cuya presencia le hacía imposible hablar con él. Vio entonces que no le quedaba otro remedio que esperar hasta que se hiciera de noche, y entrar deprisa antes de la hora de cierre. Todo este retraso alteró sus planes para aquel día. Le preocupaba tremendamente saber que había prometido pasar a recoger a Lady Rebecca Joel, una antigua compañera de escuela, para ir a tomar el té a casa del almirante Goshawk y salir luego con ambos. En el último minuto, envió mensajes pretextando dolor de cabeza e indisposición, y se encontró sin nada que hacer hasta la hora de cierre del zoológico. Permanecer por tanto tiempo en los Jardines le resultaba intolerable. A su malestar vino a sumarse que el cielo se encapotara, desencadenándose una fuerte tormenta, que muy pronto saturó el aire de aguanieve, nieve y granizo. Ella salió corriendo de los Jardines, mojándose, y pasaron unos instantes antes de que pudiera encontrar un taxi. Una vez dentro, era absolutamente necesario que le dijera al taxista dónde había de llevarla.

—Baker Street —dijo.

Baker Street es el punto céntrico desde el cual podía fácilmente desplazarse a donde quisiera. Recuérdese que éste es el motivo por el que el gran detective Sherlock Holmes decidió instalarse en Baker Street, que actualmente es todavía más céntrica. Todas las líneas de metro están a un paso.

Pero poca es la distancia que separa el zoológico de la estación de metro de Baker Street, y una vez allí, Miss Lackett no tenía una idea más clara de qué hacer o a dónde ir que cuando salió de los Jardines. El caso es que, para entonces, la lluvia había cesado, por lo que caminó a paso ligero por Marylebone Road, pues pertenecía a esa categoría social para la que no es posible rondar por las calles. Caminaba sin propósito alguno, pensando qué podría hacer cuando, con un súbito raudal de lluvia, retornó la tormenta. Josephine miró en torno suyo y encontró el refugio que ofrecían las puertas de un gran edificio de ladrillo rojo, en el que entró. Se trataba del Museo de Madame Tussaud.

De niña, Josephine no había visitado nunca la famosa colección de efigies de cera, y no tardó en interesarse por lo que allí veía. Una voz interior le encarecía a que aprovechara al máximo aquella oportunidad fortuita, a que se despojara temporalmente de su desdicha y disfrutara.

Se sumió en un estado de paz mental, y, durante varias horas, se entregó al placer de mirar con curiosidad las figuras de las personas más famosas de ésta y otras épocas. En su mayoría pertenecían a los grandes Victorianos y databan del siglo pasado. No había más que unos pocos visitantes, pero las grandes salas estaban siempre repletas, y dondequiera que mirara, encontraba rostros familiares.

Josephine había sido presentada en la Corte, pero la experiencia no la había impresionado. El Museo de Madame Tussaud le parecía una presentación más augusta en una Eterna Recepción Real.

En un extremo de la habitación estaban, en efecto, las familias reales de Europa con sus trajes de coronación. Había en todos los presentes un aire de formalidad, una rigidez y un constreñimiento que le parecía propio de unos invitados que aguardaran la llegada del huésped. Y quizás en un instante se descorrería una cortina, y el Huésped de Huéspedes haría su aparición.

Josephine no pudo esperar más, y corrió escaleras abajo hacia la Cámara de los Horrores.

Antes de lo que parecía posible era ya hora de volver a los Jardines, si quería ver a Cromartie antes de que cerraran. Entró aprisa en el pabellón, y encontró a Cromartie sentado cerca de la parte frontal de su jaula, como si la estuviera esperando. Mientras ella iba hacia la jaula, Cromartie se sacó la pipa que llevaba en la boca y se puso en pie, pareciendo entonces que la dominaba, pues el suelo de su jaula se elevaba por encima del corredor.

—Por favor, siéntate —dijo ella, guardando luego silencio, pues no halló preparada ninguna de las cosas que había venido a decirle.

El obedeció.

Durante unos instantes, se miraron el uno al otro en silencio. Al fin, Josephine hizo acopio de su determinación y le dijo en voz baja:

—Creo que estás loco.

Cromartie meneó la cabeza. Se había agazapado en su silla y aparentemente era incapaz de hablar.

Josephine aguardó y dijo:

—Estaba muy preocupada por ti, porque al principio pensé que la causa de que te comportaras de esta manera idiota estaba en algo que yo te había dicho, pero ahora veo con toda claridad que, aunque algo de lo que yo dijera hubiera tenido alguna influencia, tú estás loco de remate, y ya no tengo por qué pensar más en ti.

Cromartie meneó de nuevo la cabeza. Ella se percató con cierta sorpresa de que él lloraba, y de que su rostro estaba bañado en lágrimas que caían al suelo de la jaula. La vista de estas lágrimas y su resuelto silencio endurecieron su corazón. Se sintió repentinamente enfadada.

El timbre que anunciaba la hora de cierre comenzó a sonar. Josephine oyó cómo alguien, quizás el policía, apoyada la mano en la puerta, hablaba con otro hombre que estaba fuera. Josephine se volvió, pero un momento después regresó a la jaula. Mientras, Cromartie se alejaba de ella sonándose la nariz.

—Debes de estar loco —le gritó.

Luego se abrió la puerta y entró el policía.

—Dese prisa, señorita, o tendrá que pasar aquí toda la noche, y ya sabe usted que eso no es posible —oyó que le decía, mientras se apresuraba a salir.

Aunque la visita de Josephine había sido dolorosa, no logró afligir a Cromartie por mucho tiempo. Lo cierto es que no tardó en recuperarse completamente y, al discurrir sobre lo que ella había dicho, y sobre las razones mismas de su visita, halló mucho con lo que consolarse. En primer lugar, se disiparon todas las dudas secretas sobre su cordura que había concebido durante la última semana. No iba a creer que estaba loco, se dijo, sólo porque Josephine Lackett se lo hubiera dicho. Además, estaba seguro de que si ella había afirmado que estaba loco, era porque así le convenía creerlo. Si de veras fuera un demente, aquello la liberaría de toda necesidad de pensar en él, y el que ella sintiera tal necesidad era de por sí gratificante. Más aun, estaba seguro de que, si Josephine hubiera estado verdaderamente convencida de su locura, no hubiera venido para decírselo. Ni siquiera Josephine podía hallar satisfacción en semejante acto de inútil crueldad. De haberse sentido impelida a dar cualquier paso en el asunto, se hubiera dirigido a los funcionarios de la Sociedad, insistiendo en que lo examinara un psiquiatra y en que, de ser necesario, se certificara su condición de lunático. Y con estos argumentos satisfactorios Mr. Cromartie se convenció a sí mismo de que no estaba verdaderamente loco, y ni siquiera corría peligro alguno de enloquecer, aunque no dudaba que Josephine se persuadiría a sí misma sin demora de lo contrario.

La felicidad y la desdicha son puramente relativas, y Mr. Cromartie se vio ahora elevado a un estado de la más alta euforia, por consideraciones que normalmente no producirían tal resultado. Pero es que, tras el estado de total desesperación en el que se había visto sumido durante varias semanas, apenas podía imaginar dicha mayor que la de saber que Josephine se vería obligada a persuadirse de que él estaba loco, para poder expulsarlo así de sus pensamientos.

Mas no debe inferirse de esto que Mr. Cromartie se permitiera abrigar esperanza alguna. Ni tan siquiera consideraba la posibilidad de escapar del zoo y conquistar el amor de Josephine, pues no había ambicionado nunca ninguna de las dos cosas. Tales pensamientos no sólo le hubieran parecido ridículos, sino también deshonrosos. Había seguido aquel camino con los ojos abiertos, y la cuestión de si debía o no seguir en él no estaba ni tan siquiera abierta a consideración. A este respecto la Sociedad Zoológica había estado en verdad afortunada en su selección de un hombre. Pues, aunque poca duda cabe de que a Mr. Cromartie se le hubiese devuelto su libertad en el momento en que la hubiera solicitado, sin tener que recurrir a medidas extremas como negarse a comer o implorar a los visitantes que lo ayudaran a escapar, dejarlo marchar hubiera sido motivo de enojo para la Sociedad. No ha de suponerse que hubieran existido dificultades de ningún tipo para reemplazarlo por otro individuo de su especie.

No, la razón por la que hubieran sentido su pérdida como un severo revés radicaba en el hecho de que el público no tardaba en sentir apego hacia los animales concretos del zoo, y no había modo de consolarles cuando uno de sus favoritos moría o desaparecía, incluso si al momento se lo reemplazaba por un ejemplar aún más hermoso de la misma especie. Muchas personas frecuentaban el zoo con asiduidad para visitar a sus amigos especiales, Sam, Sadie y Rollo, y no tan sólo para mirar a cualquier oso polar, orangután o pingüino real. Y esto es válido tanto para los miembros de la Sociedad como para el público de fuera. Era, por tanto, natural que abrigaran esperanzas de que su nueva adquisición para los Jardines permaneciera en éstos durante el resto de su vida natural, y, aunque no pudiera competir con las demás criaturas en lo que a popularidad general se refiere, era, sin embargo, de esperar que con el tiempo, una vez se disipara la curiosidad vulgar en torno a él, desarrollase la misma personalidad que un oso o un simio.

Estaba el conservador de los Jardines mostrándole el pabellón a Sir James Agate-Agar, cuando éste se refirió a Cromartie como a «su Diógenes local». El nombre estuvo pronto en los labios de cuantos se movían en los círculos zoológicos. Aquella hubiera sido una oportunidad para Mr. Cromartie, de haber estado dispuesto a aprovecharla. Una vez pasada la publicidad que había rodeado su instalación, hubo muchas personas de los más elevados ambientes de la sociedad londinense que se mostraron deseosas de conocer a Mr. Cromartie, quien, de haber sabido lo suficiente como para desempañar el papel que le correspondía no cabe duda de que hubiera podido disfrutar de tanta sociedad como hubiese gustado, incluyendo el trato con personas del más alto rango, todas las cuales se sentían animadas por el más genuino interés y cordialidad hacía él, aunque, naturalmente, no sin esperar que, a cambio, gozarían de sus comentarios, pues un hombre como el Diógenes del Zoo tenía sin duda que ser toda una rareza.

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