La dama zorro (17 page)

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Authors: David Garnett

Así le parecía evidente que Mr. Cromartie abandonaría el zoo, y que la pérdida de un dedo no era quizás un precio muy alto por restituirlo a sus hábitos normales, o tal vez podría decir que no era un castigo excesivo por comportarse de semejante manera.

Y también le pasó por la mente que va no era necesario que se humillara ante Cromartie, pues ahora dejaría el zoo y se reconciliaría con ella como la cosa más normal. ¡Era a ella a quien correspondía perdonarle! Había escapado por poco. ¡En qué posición más precaria se hubiera encontrado de haberlo visto antes de que lo mordiera el simio! ¡Qué sólida era ahora su posición! Tenía que tomar al pie de la letra aquella lección, reflexionó, y no actuar nunca precipitadamente bajo la excitación del momento pues, de otra manera, le daría a John toda la ventaja y no habría modo de tratar con él. Acto seguido recordó la carta que le había enviado y estuvo un rato tratando de recordar los términos exactos de la misma. Cuando recordó que había dicho que se sentía avergonzada y que le pedía perdón, se mordió los labios de rabia, se paró de golpe y dijo en voz alta:

—¡Qué impropio de ti! ¡Qué despreciable! ¡Qué vulgar!

Y al instante recordó todas las cosas vulgares y horribles que había sentido cuando supo que John se había ido al zoo, y lo avergonzada que después se sintió por ello, y de qué manera odiosa se había comportado las dos veces que fue a visitarle. Se dijo que debía avergonzarse, pedir perdón y sentirse agradecida por habérselo expresado así en su carta, pero al momento siguiente se decía: «De todos modos, no pienso ponerme a su merced. Debo mantener la cabeza alta o mi vida dejará de merecer la pena». Después su mente se precipitó de nuevo hacia visiones de futuro, en las que John recibía su mano en recompensa y se compraban una mansión campestre. Su padre era una autoridad en estanques de peces y ríos trucheros. El y Cromartie, por supuesto, construirían un estanque para peces. Quizás habría un foso en torno a la mansión. Pero la figura que se inclinaba sobre el hombro de su padre a la hora del desayuno, apartando la máquina de hervir huevos, para mirar el plano de la nueva piscifactoría, aquella figura era una persona muy distinta de Mr. Cromartie, el Hombre del Zoo mutilado y mordido por un mono.

Cuando Josephine llegó a casa, encontró una nota que le habían dejado, pero que no estaba escrita con la letra de Mr. Cromartie.

Decía lo siguiente:

Enfermería, Zoo

Querida Josephine:

El mensajero me entregó tu nota. No estaré libre para verte esta tarde, lo que me libera de tomar la decisión de no hacerlo. Tú dices que la razón por la que te has comportado conmigo de un modo tan cruel es que me amas. Es precisamente porque lo sé por lo que he intentado vivir sin tu amor. Creo que tienes un carácter que te hará odiar siempre a las personas que ames. No soporto bien el dolor; esto sólo nos hace incompatibles. Ésta es la principal razón por la que no deseo volver a verte.

Te equivocas cuando dices que tienes que comunicarme algo de la mayor importancia. A no ser que se refiera a las disposiciones tomadas por las autoridades del zoo con respecto al Pabellón de Simios, no puede importarme.

Por favor, cree que no te guardo rencor por lo pasado. Lo cierto es que todavía te amo, pero hablo en serio.

Siempre tuyo

John Cromartie

Cuando Josephine hubo leído dos veces esta carta y se dio cuenta de que tenía que haberse escrito
después
de que le mordiera el mono, y justo antes de que le amputaran el dedo, renunció a sus esperanzas.

Todos sus sentimientos se revelaron como la locura más ridícula. Si John podía escribir una cosa así en el momento en que sus deseos de huir de su reclusión tendrían que haber sido mayores, no cabía duda de que sus planes para regenerarlo eran irrealizables. Subió a su habitación y se tumbó en la cama. Todo estaba perdido.

Aquella mañana, Mr. Cromartie tomó, como era habitual, su desayuno de mantequilla, bollos, mermelada de Oxford y café. Cuando se lo retiraron, comenzó a jugar a la pelota con el caracal.

A tal efecto usaba una pelota de tenis corriente, arrojándola al suelo de la jaula y haciéndola rebotar en la red metálica a su espalda. El juego se parecía al frontón, salvo que su objeto consistía en impedir que el caracal interceptara la pelota, cosa que, por otra parte, raramente lograba más de tres o cuatro veces, pues el felino era muy veloz con sus patas y tenía buena vista.

Cuando llevaban jugando cerca de diez minutos, al coger una pelota que había rebotado alto, Mr. Cromartie resbaló hacia atrás, y cayó pesadamente contra la red metálica de la jaula. Antes de que pudiera recuperar el equilibrio, notó que le cogían del cabello y comprendió de inmediato que era su vecino, el orangután, quien le tenía entre sus garras. La bestia sacó entonces un dedo hasta alcanzar la oreja de Mr. Cromartie, arañándola con él, aunque sin alcanzar el tímpano. Mr. Cromartie logró volver la cabeza para ver a su atacante, pero encontró que así dejaba expuesta su cara, y le arañaron la frente. Para protegerse se cubrió la cara con una mano y, se estaba separando de la red, cuando el orangután hizo presa con sus dientes en dos de sus dedos. El dolor que esto le provocó le hizo tirar bruscamente de su cabeza, liberándola, y el mechón de cabello que quedó en las zarpas del orangután fue arrancado de raíz de su cuero cabelludo.

El simio todavía se aferraba a sus dedos como un bulldog. Justo entonces el caracal, que había estado escurriéndose por entre sus piernas, pasó una zarpa por la red y desgarró los muslos del orangután con las garras, pero ni siquiera entonces soltó el simio su presa. Mr. Cromartie, que, para una persona en su situación, mantenía una gran sangre fría, sacó dos cerillas de cera de su bolsillo, las prendió con la suela del zapato y las arrojó a través de la red al hocico del simio, logrando así que lo soltara de inmediato.

El detalle de buscar las cerillas en su bolsillo mientras el simio reducía lentamente sus dedos a papilla impresionó enormemente a los espectadores, quienes, aparte de gritar pidiendo auxilio, estaban impotentes. No menos notable fue el modo en que, nada más liberarse, alejó al caracal de la cerca, antes de que el simio pudiera apresarlo, y ello a pesar de que el felino estaba fuera de sí por el furor del combate. Pero, por extraño que fuera, al hacerlo no recibió ningún arañazo, sea porque lo cogió por el cogote con su mano sana o porque, incluso en aquel instante, el caracal le reconoció.

Collins llegó precisamente en el instante en que sucedía esto, y la impresión fue casi excesiva para él. Se comentó que estaba lívido y apenas podía hablar. Mr. Cromartie estaba cubierto de sangre, sangre que manaba de su oreja y sus dedos, y todo su cabello estaba empapado en sangre, pero, tras encerrar a su caracal, regresó al instante para mostrar a los espectadores que no estaba malherido. Éstos, por su parte, aplaudían de alegría, bien porque se alegraban de que hubiera escapado, bien porque se sentían agradecidos por haber sido obsequiados gratuitamente con tan inusual espectáculo.

Cromartie volvió entonces a la habitación interior, y Collins lo condujo a la enfermería, donde le administraron los primeros auxilios. Fue un poco después de esto cuando recibió la carta de Josephine y dictó una respuesta para que se la llevara el mensajero. Hubo una cierta demora, hasta que el mensajero pudo llegar ante él.

Apenas despachada la carta, se le aplicó la anestesia y le fue amputado el tercer dedo de la mano derecha.

Tras la operación y antes de que recobrara la conciencia, se le trasladó a la casa del conservador, quien decidió que estaría más cómodo allí que en cualquier otro sitio. Aunque hasta el momento Mr. Cromartie se había comportado con perfecta compostura y había sobrellevado las heridas sin parpadear, no sólo en el momento de la agresión, sino durante las casi tres horas siguientes, y había podido redactar una carta durante aquel tiempo, como si nada hubiera ocurrido, lo cierto es que había sufrido una fuerte conmoción nerviosa, cuyos efectos sólo se manifestaron al día siguiente. Pasó una noche muy intranquila, pero por la mañana estaba mucho mejor. Tomó el desayuno habitual, mas no quiso levantarse, y Sir Walter Tintzel, que lo visitó sobre las once en punto, se mostró optimista y predijo una rápida recuperación. Por la tarde, se sintió intranquilo y experimentó un gran malestar, y, al anochecer, le subió rápidamente la temperatura. Por la noche estaba en un estado de delirio intermitente: caía dormido ocasionalmente, para despertarse presa de pesadillas que persistían incluso cuando parecía que estaba totalmente despierto.

En el segundo día, la fiebre subió, y se le diagnosticó una forma aguda de envenenamiento sanguíneo, pero el paciente mantenía íntegras sus facultades mentales. Al tercer día, se agravaron los síntomas de envenenamiento sanguíneo. El paciente se sumió en un delirio que duró, sin interrupción, los tres días siguientes. La mayor parte de las alucinaciones febriles que llenaron su mente se desvanecieron al recobrar la conciencia. Pero Mr. Cromartie guardaba vivo recuerdo de una de ellas. Sabía que no se trataba más que de un sueño, pero parecía como si acabara de ocurrirle. Aquel sueño o visión es lo suficientemente singular como para transcribirlo aquí.

En el Strand la gente caminaba con prisa en pequeños tropeles, como bocanadas de humo sucio expulsado a intervalos a lo largo de la calle. Todos iban hacia él, mientras bajaba de Somerset House hacia Trafalgar Square. Nadie caminaba en su misma dirección y ninguna de las personas con las que se cruzó lo rozó o lo miró siquiera, sino que se disgregaban a izquierda y derecha para dejarlo pasar. A veces, cuando un grupo de ellos lo adelantaba, le llegaba una vaharada de su aroma, y el olor le mareaba.

Estaban asustados, caminaban con prisa, pero él iba pensando en aquel gran hombre, Sir Christopher Wren, que había diseñado la calle por la que entonces caminaba. Mas a nadie le importaba, nadie la había construido, aunque los planos estaban todos enrollados y listos, tan buenos hoy como en el reinado de Carlos II.

Al instante levantó la cabeza, y arriba en el cielo vio una estela blanca que estaba siendo trazada a propósito. Era un aeroplano que escribía anuncios. Permaneció, pues, inmóvil, en el centro de la apresurada multitud, para contemplarlo; apenas podía ver el diminuto aeroplano, igual a un insecto marrón. Lentamente, una línea recta, larga, quedó trazada en el cielo y luego una curva. Sin duda se trataba de la cifra 6. Luego el aeroplano dejó de arrojar humo y se hizo casi invisible, mientras desaparecía en el cielo con un ruidito.

El número se infló y expandió y ya comenzaba a ser lentamente barrido por el viento cuando, de pronto, apareció otra estela blanca: el aeroplano trazaba alguna otra cosa. Pero mientras lo miraba se dio cuenta de que, después de todo, era otra vez lo mismo, otro 6, y, cuando lo hubo hecho, el aeroplano surcó de nuevo el cielo y dibujó otro 6, pero ya el viento había deshecho los primeros y en poco tiempo no se veía en el cielo más que unos cuantos jirones de humo.

Cromartie tuvo durante unos segundos la sensación de estar meciéndose en el aeroplano, que se marchó con un zumbido a través del cielo antes de caer de nuevo de costado como una agachadiza que gime. Aquello duró sólo un instante, como cuando cierras los ojos y te imaginas que notas cómo gira la tierra en el espacio. Acto seguido Mr. Cromartie salía del Stand en dirección a Trafalgar Square. La plaza estaba vacía. Contempló el monumento con asombro. ¿De qué se trataba?, se preguntó. ¿Leones, leopardos, o quizás osos? No lo sabía. De pronto vio que le sangraba la mano derecha, y que no tenía dedos. Una gran multitud había entrado en la plaza. Las fuentes manaban, el sol brillaba y él se montó en un tranvía color escarlata. Pero muy pronto se percató de que los pasajeros del tranvía murmuraban entre ellos y que todos le miraban, y él sabía que esto se debía a que habían visto su mano herida. Se llevó la mano a la frente y vio que también allí sangraba. Entonces tuvo miedo de la gente del autobús y se apeó. Pero donde quiera que le llevaran sus pasos, la gente se paraba, le miraba fijamente y murmuraba, y, cuando caminaba entre ella, se apartaba y formaba pequeños grupos, que le seguían con la mirada cuando él pasaba. Y esto era porque lo reconocían por las heridas en la cabeza y en la mano.

Todos cuchicheaban y le miraban con odio, pero algo los contenía, y, aunque sus ojos eran como cuchillos afilados, todos ellos tenían miedo de señalarle con el dedo.

Iba a votar. Emitiría su voto. Nada lo detendría. Al fin vio las dos entradas al colegio electoral subterráneo, con la palabra Damas escrita sobre una y la palabra Caballeros sobre la otra, y bajó las escaleras. Pero, cuando le pidió al empleado su carnet de voto, el hombre consultó un gran libro encuadernado en piel de oveja a la que no se había quitado la lana. Pasó varias páginas y las recorrió con la mirada. Al fin, dijo: «Pero Mr. Cromartie, su nombre no figura en el Libro de la Vida. Ya sabe, si quiere registrarse, debe usted renunciar a su secreto». Cuando oyó esto, Mr. Cromartie sintió náuseas, y notó el olor que despedían los otros votantes en sus cabinas de voto. Vaciló y dijo:

—¿No puedo votar si no renuncio a mi secreto?

—No, Mr. Cromartie. Nadie que no haya renunciado a su secreto puede votar, a esto se le llama el secreto del voto. Pero, de todos modos, queda descartado que usted pueda votar… Lleva usted la Marca de la Bestia.

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