Authors: David Garnett
Una vez más a Mr. Cromartie «no le preocupaban los hombres ni lo que pudieran decir». Pues desde el momento en que salió a su jaula, a la vista del público, de ser una criatura miserable, con el rostro cómicamente distorsionado para contener el llanto, pasó de inmediato a una calma y una serenidad totales, sin mostrar vestigio alguno de sentimientos. ¿Pero mostraba esta fingida calma que no le importaban nada los hombres? ¿Era porque no le preocupaban nada los hombres que se esforzaba de aquella manera, tragándose el nudo que le había subido a la garganta, conteniendo la lágrima que había comenzado a caer de sus ojos, y entrando con aquella sonrisa serena, arrugando después las cejas en fingida concentración? Todo aquello, ¿se debía a que no le importaban nada los hombres?
Lo extraño es que Mr. Cromartie hubiera necesitado tres semanas para que se le ocurriese que efectivamente Josephine vendría a hacerle una visita. Durante tres semanas había estado pensando en aquella chica durante cada momento del día y, por supuesto, soñando con ella casi cada noche, pero nunca se le había pasado por la cabeza que pudiera volver a verla. Se había dicho mil veces «nos hemos separado para siempre», sin preguntarse nunca «¿por qué digo esto?». Una tarde, había reandado los pasos que siguieron cuando, el día de su ruptura final, deambularon de jaula a jaula. Pero ahora todas aquellas ideas sentimentales quedaban a mil millas de distancia de aquel ser que, aunque tumbado en la cama bostezaba y cortaba despreocupadamente las páginas de un libro de Mudie, estaba, no obstante, aterrorizado por la pregunta que no cesaba de hacerse:
—¿Cuándo vendrá? ¿Vendrá ahora, hoy, o tal vez mañana? ¿O acaso no vendrá hasta la semana que viene, o hasta dentro de un mes?
Y el corazón se le encogía cuando se daba cuenta de que no sabría nunca cuándo habría de venir, y de que no estaría nunca preparado para enfrentarse a ella.
Pero, con todo aquel alboroto, Mr. Cromartie era como un campesino que va a la ciudad con un día de retraso para asistir a la feria, pues, aquel mismo día, Josephine ya le había hecho una visita, dos horas antes de que a él le asaltara siquiera la idea de que fuera posible.
Cuando vino, Josephine ignoraba totalmente por qué se encontraba allí. Desde que oyera «la barrabasada» cometida por John, se había jurado que jamás volvería a verle ni a pensar en él. Y, sin embargo, no pasaba día sin que pensara en él, y su furor la inducía a caminar en dirección a Regent's Park. Empleaba todo su tiempo en pensar cuál sería el mejor modo de castigarlo por lo que le había hecho.
Al principio aquello le había resultado insoportable. Había oído la noticia de labios de su padre, a la hora del desayuno, mientras éste leía el
Times,
y se había ido enterando a trozos a medida que su padre se la fue leyendo, mientras ella permanecía sentada en silencio con la cafetera y la hervidora delante, pues su padre era muy puntilloso e insistía en que sus huevos hirvieran el tiempo exacto. Cuando acabó el desayuno, Josephine cogió el
Times
y leyó el relato de la «Sorprendente adquisición de las autoridades del Zoo». Se dijo a sí misma que nunca podría perdonar u olvidar el insulto al que había sido sometida, y que durante el desayuno había envejecido.
La furia de Josephine no amainó con el correr del tiempo. No, se hizo aún mayor, y pasaba cada día por una docena o más de fases. Así, en un momento dado se reía compadeciendo a semejante necio; al siguiente se maravillaba de que tal criatura tuviera conciencia del lugar al que pertenecía, para pasar a verter toda su rabia en la Sociedad Zoológica por permitir que semejante atentado contra la decencia tuviera lugar en sus instalaciones. Luego reflexionaba con amargura sobre la necedad del género humano, dispuesto a divertirse ante el deplorable espectáculo del degradado John, rebajándose de este modo a su nivel. De nuevo, clamaba ante la vanidad que le conducía a seguir semejante camino; cualquier cosa servía mientras se hablara de él. Sin duda, él se encargaría de que también se hablara de ella, Josephine. Lo cierto, afirmaba, era que John había hecho aquello con el solo propósito de ofenderla. Pero se había equivocado de táctica si creía que aquello la impresionaría. Sin duda que iría a verlo, para mostrarle lo poco que él le importaba. No, mejor aun, iría a visitar al simio de la jaula de al lado. Aquel sería el mejor modo de mostrarle cuán indiferente le resultaba y también de mostrar su superioridad a la turba de mirones. Nada podría inducirla a mirar a un ser de tan baja estofa como John. Ante semejante acción no podía cruzarse de brazos. Era un insulto calculado, pero, por fortuna, sólo él habría de sufrir las consecuencias, pues, por lo que a ella se refería, jamás se había interesado por él ni lo más mínimo, y no era probable que su total indiferencia pudiera verse alterada ante su última trastada. La verdad es que aquello no significaba para ella más que la exhibición de cualquier otra de las criaturas.
Después, Miss Lackett comenzó a dar vueltas y más vueltas, trazando círculos y haciendo votos de venganza en un instante para en el siguiente jurar que le tenía sin cuidado lo que él hiciera, que nunca se había interesado por él y jamás lo haría. Pero no le era posible pensar en otra cosa. Por la noche yacía despierta, diciéndose a sí misma primero una cosa, después otra, cambiando de opinión diez veces por cada una que cambiaba la posición de su cabeza sobre la almohada, y así pasó los tres primeros tres o cuatro días de su desgracia.
Pero había en todo aquello algo que hería a Miss Lackett aún más que el hecho en sí, y era la conciencia de su propia inutilidad y vulgaridad. Todo lo que sentía, todo lo que decía, era vulgar. Su preocupación por Mr. Cromartie era vulgar, y cualquier emoción a él vinculada que ella pudiera sentir resultaba ahora degradante. El caso es que, pasados los primeros días, esto le pesó de tal manera que casi se sintió dispuesta a perdonarle, pero no podría nunca perdonarse a sí misma. Había perdido para siempre toda su dignidad, se dijo; en adelante supo que nunca sería desinteresada. Se había ofendido a sí misma más de lo que cualquier cantidad de Cromarties pudiera hacerlo nunca. Se sentía, dijo, profundamente decepcionada en su interior, y se preguntaba, asombrada, cómo esta faceta de su naturaleza podía haber estado tanto tiempo ahí sin que ella lo sospechara.
Fue este volver contra sí misma su furor e indignación lo que finalmente le permitió ir a verle, o más bien ir a ver al chimpancé que tenía al lado, pues se repitió que no le miraría, que no podría soportar verle, y otras cosas por el estilo, aunque a ratos esta determinación se viera modificada por la reflexión de que tan sólo esperaba que él se sintiera debidamente castigado cuando la viera dirigirle una fría mirada de desprecio.
Sin embargo, Miss Lackett comprobó que la cosa sucedía de un modo distinto a como ella había esperado. Una gran multitud se había congregado frente al Pabellón de los Simios, y apenas se había unido a ella cuando se vio atrapada en una cola de gente que aguardaba para ver «El Hombre». Por todos lados oyó chistes sobre él, y los de las mujeres (que eran la mayoría) la sorprendieron por su carácter apenas decente. El avance era extremadamente lento y agotador.
Al fin, cuando se vio dentro del edificio mismo, le resultó imposible llevar a cabo su propósito de no mirar más que a los simios, pues, de repente, la idea de verlos fue demasiado para ella, y cerró los ojos, no fuera que viera a uno y le entraran náuseas. En pocos minutos se encontró frente a la jaula de Cromartie, y lo contempló impotente. En aquel momento, éste se dedicaba a caminar de arriba abajo (ocupación en la que, por cierto, consumía más tiempo del que nunca sospechó). Pero no pudo hablarle, y lo cierto es que temía que él la viera.
Cromartie caminaba junto a la separación de red metálica, con las manos a la espalda y la cabeza ligeramente inclinada, hasta que llegó al rincón, momento en que alzó la cabeza y dio media vuelta. Su rostro no delató expresión alguna.
Antes de salir de allí, Miss Lackett hubo de sufrir otra conmoción, pues, al apartarse de la jaula de Mr. Cromartie, dejó vagar la mirada y, de improviso, se vio mirando directamente a la cara del orangután. Esta criatura estaba sentada en el suelo, desconsolada, con su largo pelo rojo cubierto y enredado de paja. Sus ojos marrones, muy juntos, miraban al frente y todo en ella estaba inmóvil, salvo los negros orificios del hocico, que tenía la forma de un corazón invertido y recordaba una negra y polvorienta máscara de goma. ¡Así que ésta era la criatura a la que su amante se asemejaba! ¡Era a este melancólico Calibán con quien todo el mundo lo comparaba! ¡Se consideraba a un monstruo repugnante como aquel simio el compañero adecuado para el hombre del que se había creído enamorada! ¡Para el hombre con el que había pensado casarse!
Miss Lackett abandonó silenciosamente el pabellón, asqueada y sobrecogida por la vergüenza. Se avergonzaba de todo, de sus propios sentimientos, de su debilidad por preocuparse por lo que le ocurriera a John. Se avergonzaba de los espectadores, de sí misma y del sucio mundo en el que existían semejantes hombres, y bestias que se les parecían. Mezclado con su vergüenza había miedo, miedo que aumentaba a cada paso que daba. La inquietó el que pudieran reconocerla, y miraba a cuantos pasaban con nerviosa aprensión. Ni siquiera cuando hubo salido de los Jardines se sintió verdaderamente segura, por lo que paró un taxi y se subió a él casi sin aliento, e incluso entonces miró tras ella, por el parabrisas trasero. Nadie la seguía.
«Gracias a Dios, no pasa nada. No hay peligro», se dijo, aunque no hubiera podido decir cuál era el peligro al que se refería. Quizá temiera que a ella misma pudieran encerrarla en una jaula.
Al día siguiente, Miss Lackett había logrado librarse hasta cierto punto de las penosas impresiones que su visita le causara, y la emoción que en ella predominaba era de manifiesto alivio porque la cosa no hubiera resultado peor.
«Nunca más», se dijo, «volveré a incurrir en semejante insensatez. Nunca más me veré en la necesidad de arriesgarme de un modo tan espantoso. Nunca más volveré a pensar en ese pobre tipo, pues nunca más me veré en la necesidad de hacerlo. Por justicia tenía que verlo, aunque fuera a distancia, y sin que él me viera. No haber ido hubiera sido una cobardía, no hubiese estado en consonancia con mi carácter. Pero volver de nuevo sería una cobardía por mi parte. Sería débil. Después de todo, tenía que ceder a mi curiosidad, hubiera sido fatal haberla reprimido. Ahora ya sé lo peor y el asunto ha quedado cerrado para siempre. Ir otra vez sería doloroso para mí e injusto para él, pues podrían reconocerme. Si llegara a sus oídos que había estado dos veces, se llenaría de falsas esperanzas. Podría llegar a la conclusión de que deseaba hablar con él. Y nada, nada estaría más lejos de la verdad. Creo que está loco. Estoy segura de que está loco. Hablar con él sería como esas penosas entrevistas que la gente debe sostener una vez al año con sus parientes locos. Pero, por suerte para mí, mi deber coincide con mis inclinaciones, no debo volver a verle y la sola idea de hacerlo me resulta aborrecible. No hay nada más que decir».
No sucedía a menudo que Miss Lackett fuera tan consistente en sus pensamientos, ni tampoco, podríamos añadir, era frecuente en ella aquella escrupulosidad. Logró repetirse semejantes frases una y otra vez, a lo largo de la semana, pero, de algún modo, no consiguió olvidar todo lo referente a Mr. Cromartie, ni siquiera apartarlo de sus pensamientos durante más de una o dos horas seguidas.
El cuarto día después de su visita, sucedió que el general Lackett dio una cena en la cual su hija hizo de anfitriona. Varios de los huéspedes eran gente joven, y uno o dos no eran lo que se dice gente acomodada. Era, pues, lo más natural que, dadas las circunstancias, y puesto que el general, bastante precipitadamente, le había dado al chófer la noche libre, su hija se ofreciera a llevar a casa a sus jóvenes amigos. Uno de ellos vivía en Frognal, otros dos en Circus Road, en St. John's Wood. En el viaje a las afueras, Miss Lackett tomó la ruta habitual desde Eaton Square, esto es, pasando por Park Lane, Baker Street, Lord's y por Finchley Road hasta Frognal, y llevó luego a sus otros dos compañeros de vuelta a Circus Road.
Fue entonces cuando, tras decir adiós, y volver otra vez a decir adiós mientras se alejaba en el coche, una sensación de desasosiego la invadió. Condujo con lentitud hasta la estación de Baker Street, pero ya para entonces estaba pensando en Mr. Cromartie. Esto hizo que, de un modo casi mecánico, girara a la derecha, para poco después tomar el Outer Circle. Mientras conducía, su mente estaba casi en blanco, conducía en aquella dirección sólo para disipar aquel estado de ánimo. De lo único que era consciente era de que Cromartie estaba allí en el zoo. Estaba cansada, y conducir la ayudaba a relajarse. A los pocos momentos, pasaba por delante de los Jardines. Frenó justo bajo el túnel, antes de llegar a la entrada principal. En este punto se hallaba todo lo cerca posible del nuevo Pabellón de Simios, que se encontraba, como ella bien sabía, a la sombra de las Mappin Terraces. Se apeó del coche y se aproximó a la empalizada. Era demasiado alta para que pudiera mirar por encima, y, cuando se encaramó a ella con las manos, descubrió que no había nada que ver, salvo las sombras negras de los árboles y, por una brecha entre ellas, las Mappin Terraces, una silueta negra que se recortaba contra la luz de la luna. Mientras miraba la escena, se le ocurrió que era como si aquello le fuera familiar. Le dolían las muñecas y saltó a tierra.
—John, John, ¿por qué estás ahí dentro? —dijo en voz alta.
No tardó en ver a un policía que se acercaba a ella, por lo que se subió al coche y condujo lentamente. Al pasar delante de la entrada principal giró de nuevo, y de nuevo vio las Mappin Terraces.
—La Torre de Babel, por supuesto —dijo en voz alta—, en la Enciclopedia Chambers. Es también como el Arca de Noé, supongo, puesto que es una colección de animales, y… ¡Oh, maldición! ¡Oh, maldita sea!
Había lágrimas en sus ojos, y las farolas de la calle se habían transformado en pequeños arcoiris redondos. Pero lo que se dijo fue que era una manera torpe de conducir.
Aquella noche no pudo dormir, y no le fue posible hallar ninguno de los remedios habituales contra la desdicha. Es decir, era incapaz de aparentar ningún tipo de superioridad sobre sus problemas, que ella veía exactamente tal cual eran, en todo su horror, resultándole imposible disponerlos en categorías convencionales. Pues, de haber podido decirse: «He estado enamorada de John, ahora descubro que está loco. Es una tragedia terrible, resulta muy doloroso pensar que la gente se vuelve loca, para mí es un desengaño amoroso. Tales desengaños son la cosa más dolorosa a la que puede verse expuesta una joven de mi posición», etc… De haber podido decirse esto, Miss Lackett hubiera hallado una forma segura de reducir al mínimo sus sufrimientos. Pues el haber sacado a relucir ideas generales como la locura y el desengaño amoroso podría haberla llevado muy pronto a sentir sólo la emoción global que corresponde a estas ideas. Pero, tal como estaba, no podía dejar de pensar en John Cromartie, en su rostro, su voz, sus maneras, su modo de andar; en la jaula concreta donde lo había visto por última vez, en el olor de los simios, el enjambre de gente mirándolo y riéndose, y en la desgracia y soledad que él deliberadamente le había causado. Es decir, pensaba tan sólo en su dolor, sin tratar de buscarle un nombre. Y darle nombre a una pena es el primer paso hacia su olvido. Alrededor de las tres de la mañana, se levantó de la cama y bajó al comedor, donde halló una botella de oporto, otra de whisky y un poco de Bath Olivers. Se sirvió una copa de oporto y lo probó, pero su sabor dulzón le repugnó, por lo que lo dejó y se sirvió whisky. Después de beberse media copita de este licor, tomándolo tal cual salía de la botella, se sintió mucho más tranquila. Se bebió otra copa, y luego volvió a su habitación, se dejó caer en la cama y se sumió de inmediato en un sueño profundo y ebrio.