La Danza Del Cementerio (40 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

Justo entonces D'Agosta oyó una especie de llanto, y al girarse divisó en la penumbra un potrillo alazán (como máximo de una semana) al que llevaban hacia el poste de madera con una brida, mientras sus endebles patas se clavaban en el suelo entre patéticos relinchos, y sus grandes ojos marrones se abrían muy redondos de miedo. El congregante lo ató al poste y se apartó.

El sacerdote se puso de pie, y con una especie de inseguro baile, levantó un reluciente cuchillo, parecido a los que habían requisado en el registro sorpresa.

«¡Dios mío! No, por favor…», pensó D'Agosta. Todos se levantaron para girarse hacia el sacerdote. Era evidente que faltaba poco para el clímax de la ceremonia. Charriére entró en un verdadero frenesí. Ahora bailaba hacia el potro, mientras los fieles se balanceaban rítmicamente, y el cuchillo brillaba cada vez más arriba. El potrillo piafaba y relinchaba, cada vez más asustado, sacudiendo la cabeza para soltarse.

El sacerdote se acercó.

D'Agosta apartó la vista. Oyó un relincho estridente, muchas respiraciones relajándose a la vez… y un chillido de agonía equina.

La multitud estalló en un cántico veloz. D'Agosta se giró otra vez hacia delante. El sacerdote tenía en sus brazos al potro moribundo, cuyas patas aún sufrían sacudidas. Dio unos pasos por la nave hacia el horrendo hombre cosa, haciendo que la gente se apartara, y gritó al dejar el cadáver del potro en el suelo de piedra, mientras la congregación se arrodillaba de golpe, todos a una, y D'Agosta y Pendergast se sumaban al gesto sin tardanza.

El zombi se abalanzó sobre el potro muerto con un ruido espantoso y empezó a desgarrarlo con los dientes, sacándole las tripas con un ruido bestial de gratificación, para metérselas en la boca.

El susurró aumentó de volumen:

—¡Alimentad al protector!
Envoie! Envoie!

Al contemplar espeluznado a la figura encorvada, D'Agosta sintió en lo más hondo de sus entrañas una punzada de miedo atávico. Miró de reojo a Pendergast. Un destello de ojos plateados bajo la capucha llamó su atención hacia una puerta lateral de la iglesia, parcialmente abierta, que daba a un pasillo oscuro y vacío. Una vía de escape.


Envoie! Envoie!

La figura comía a una velocidad de vértigo. Finalmente se sació y se levantó inexpresivamente, como si esperase órdenes. Toda la congregación se levantó a la vez.

Un gesto del sacerdote hizo que los fieles formasen un pasillo humano. Se oyó un chirrido metálico en la otra punta de la iglesia. Un congregante abrió la puerta al exterior. Entró un poco de aire fresco del atardecer. Por encima del muro de la Ville, en medio de la oscuridad, brillaba débilmente una estrella solitaria. Charriére le puso al zombi una mano en el hombro, levantó la otra y señaló la puerta abierta con un dedo largo y huesudo.


Envoie!
—susurró con voz ronca, mientras su dedo temblaba—.
Envoie!

La figura empezó a arrastrar los pies despacio hacia la puerta, y no tardó en perderse de vista al otro lado. La puerta se cerró con un impacto sordo.

Fue como si la multitud espirase toda ella al mismo tiempo, relajándose. La gente salió de su inmovilidad. El sacerdote empezó a guardar los restos del potro en una caja que parecía un ataúd. Faltaba poco para el final del horrendo «oficio».

Inmediatamente, Pendergast se aproximó con disimulo al pasadizo, seguido por D'Agosta, que se esforzaba al máximo por aparentar calma y determinación. Un minuto después, Pendergast estaba delante de la puerta abierta, con la mano en el pomo.

—¡Un momento! —Uno de los congregantes más próximos reparó en su presencia al apartar la vista de la horrible escena—. No se puede ir nadie hasta el final de la ceremonia. ¡Ya lo sabéis!

Pendergast señaló a D'Agosta con un gesto, sin enseñar la cara.

—Mi amigo se encuentra mal.

—No se admiten excusas. —El hombre se acercó y se agachó para ver la cara de Pendergast debajo de la capucha—. ¿Quién eres, amigo?

Pendergast inclinó la cabeza, pero el hombre ya había entrevisto su cara.

—¡Extraños! —exclamó, bajándole la capucha.

De golpe todo fue silencio.

—¡Extraños!

Charriére abrió rápidamente la puerta que daba al exterior.

—¡Extraños! —gritó a la oscuridad—.
Baka! Baka!

—¡Id a buscarle! ¡Rápido!

De repente D'Agosta vio al hombre cosa en la puerta de la iglesia. Se quedó un minuto allí, meciéndose un poco. Luego empezó a moverse con extraña determinación. Hacia ellos dos.


Envoie!
—dijo estridentemente el sacerdote, señalándoles.

El primero en actuar fue D'Agosta, que tumbó al delator en el suelo. Pendergast saltó por encima de su cuerpo y abrió la puerta lateral. D'Agosta la cruzó corriendo, seguido por Pendergast, que dio un portazo y la atrancó.

64

A
l pararse, vieron que estaban en un pasillo poco iluminado, con otra puerta al fondo. De repente empezaron a sonar golpes en la puerta que acababan de atrancar, sacándoles de su inacción. Corrieron por el pasillo, pero la puerta del fondo estaba cerrada con llave. D'Agosta retrocedió para darle una patada.

—Espere.

La cerradura sucumbió a unos toques de la ganzúa de Pendergast. Cruzaron la puerta. El agente la dejó bien cerrada, como la anterior.

Era el final de una escalera de madera, que descendía por una oscuridad apestosa.

Pendergast encendió una linterna de bolsillo y la enfocó en la oscuridad.

—El… el hombre ese… —dijo D'Agosta, jadeando—. ¿Se puede saber qué hacían? ¿Adorarle?

—Tal vez no sea el mejor momento para conjeturas —contestó Pendergast.

—Pues le digo una cosa: es lo que me atacó en los alrededores de la Ville.

D'Agosta oyó golpes en la puerta del fondo del pasillo, y un ruido de madera rota.

—Usted primero —dijo Pendergast, señalando la escalera.

D'Agosta arrugó la nariz.

—¿Qué alternativas hay?

—Ninguna, por desgracia.

Empezaron a bajar por los vetustos escalones, haciéndolos crujir con su peso. Al final había un rellano que llevaba a otra escalera, esta vez de piedra, una escalera de caracol que se hundía en la oscuridad. Cuando llegaron al final, D'Agosta vio un pasillo de ladrillo húmedo, lleno de telarañas y sales. Olía a tierra y moho. Tanto arriba como por detrás se oían gritos en sordina, y puñetazos sobre madera.

D'Agosta sacó su linterna.

—Tenemos que encontrar una sillería como la del vídeo —dijo Pendergast, pasando la luz por las paredes húmedas.

Caminaba despacio por la oscuridad, con el faldón del hábito flotando.

—Dentro de nada se nos echarán encima los desgraciados de arriba.

—A mí no me preocupan ellos —murmuró Pendergast—. Me preocupa él.

Cruzaron varios arcos, y una escalera de piedra que subía. Algo después, el túnel se bifurcaba, iras pensárselo un poco, Pendergast optó por el ramal de la izquierda. Poco después salieron a una gran sala circular, con nichos equidistantes en las paredes. En cada nicho había huesos humanos amontonados como leña, con los cráneos colgando. Muchos conservaban mechones de pelo, pegados al hueso con carne reseca.

—Encantador —murmuró D'Agosta.

Pendergast paró en seco.

D'Agosta oyó la razón: un ruido inconexo, como de arrastrar los pies, tras ellos, en la oscuridad. De donde no llegaba su linterna brotó un fuerte ruido, como de alguien olfateando el aire con la nariz llena de mocos. Pasos irregulares, cada vez más veloces, por un pasadizo invisible que parecía discurrir en paralelo a la sala donde estaban ellos. Captó un intenso tufo a carne de caballo estropeada flotando en el aire húmedo.

—¿Lo huele?

—Demasiado bien.

Pendergast enfocó la linterna en un arco que tenía cerca, y del que parecía provenir el tufo, llevado por una corriente de aire fresco.

D'Agosta sacó la Glock, sin poder evitar una fuerte punzada de miedo.

—Por ahí anda la cosa. Usted por la izquierda y yo por la derecha.

Pendergast sacó su Cok 45 de debajo del hábito. Se acercaron sigilosamente al arco, cada uno por su lado.

—¡Ahora! —exclamó D'Agosta.

Giraron para cruzarlo. La linterna que D'Agosta llevaba junto a la pistola solo iluminó paredes de ladrillos húmedos. Pendergast señaló el suelo, donde había huellas de sangre que se perdían en la oscuridad. D'Agosta se puso de rodillas y tocó una de las huellas; la sangre estaba tan fresca, que ni siquiera se había coagulado.

Se levantó.

—Esto es raro de la hostia —murmuró.

—Sí, y una pérdida de tiempo del que no disponemos. Sigamos. Deprisa.

Salieron de la sala por donde habían entrado, y tras cruzar corriendo la necrópolis abierta, se metieron por el pasillo del fondo. No tardaron en salir a otra especie de cueva, más tosca, cortada en roca viva. Entraron y movieron las linternas.

—Las piedras siguen sin parecerse a las del vídeo —dijo Pendergast
sotto voce
—. Es esquisto, no granito,…y no está cortado de la misma manera.

—Esto de aquí abajo parece un laberinto.

Pendergast señaló con la cabeza un arco bajo.

—Vamos a ver qué hay en aquel pasadizo.

Entraron en el túnel, bajando la cabeza.

—¡Qué peste, Dios mío! —dijo D'Agosta.

Era un hedor repulsivo a sangre de caballo, denso, con regusto a hierro, y aún más horrible por su evidente frescura. Iba acompañado de ráfagas ocasionales de aire fresco, salidas de alguna comunicación invisible con el exterior. Oyó resonar por los túneles los gritos lejanos de los congregantes que les perseguían. Al parecer ya estaban en el sótano, y se distribuían en su búsqueda.

Siguieron por el túnel. Pendergast iba tan deprisa, que D'Agosta tenía que correr para no quedarse rezagado, pisando charcos de agua y barro. Las paredes húmedas estaban recubiertas de nitro y telarañas. Al pasar, D'Agosta vio arañas blancas que correteaban para esconderse entre los ladrillos. Al borde de la oscuridad había ojos rojos de rata, que brillaban a su paso.

Se acercaron a un cruce de tres pasillos, que formaban un espacio hexagonal. Pendergast caminó más despacio y se puso un dedo en los labios, haciéndole señas a D'Agosta de que se pegase a una pared, mientras él se arrimaba a la otra.

Al llegar al cruce, D'Agosta sintió (más que verlo) un movimiento rápido encima de él. Se tiró al suelo y rodó, justo cuando algo (el zombi, o lo que fuera) se abatía sobre él, con los jirones de sus antiguas galas chasqueando y susurrando sobre sus extremidades nudosas, como velas rotas en un vendaval. D'Agosta intentó pegarle un tiro, pero el hombre cosa estaba preparado, e hizo un movimiento tan inesperado que el disparo no dio en el blanco. Después cruzó su campo de visión, un simple parpadeo en la luz de la linterna, y al arrojarse al suelo para esquivar la embestida, D'Agosta vio grabarse en sus retinas una impresión fugaz y aterradora: un solo ojo extraviado, los arabescos de
vévé
pintados o pegados en la piel, los labios húmedos, temblando en una mueca de hilaridad desesperada… Pero no había vaguedad ni hilaridad en sus movimientos. Les perseguía con una determinación inquebrantable y espantosa.

65

D'
Agosta volvió a disparar, pero fue un disparo gratuito; la cosa había desaparecido otra vez entre las sombras. Se quedó en el suelo, enfocando la linterna en varios sitios con la pistola preparada.

—¿Pendergast?

El agente especial salió de un arco oscuro, agachado, con el Cok en las dos manos.

Solo unas gotas de agua rompían el silencio.

—Aún está aquí —murmuró D'Agosta, levantándose un poco para hacer un giro de trescientos sesenta grados con la pistola.

Intentó ver algo en la oscuridad.

—En efecto. Dudo que se vaya hasta que estemos muertos, nosotros… o él.

Se alargaban los segundos, que ya eran minutos.

Al final D'Agosta se levantó del todo, bajando la Glock.

—No tenemos tiempo de jugar a quién espera más, Pendergast. Hay que…

El zombi atacó desde un lado, como un borroso fogonazo; se lanzó directamente a la linterna, haciéndola caer al suelo con un golpe de sus largos dedos. D'Agosta disparó, pero la cosa se había refugiado una vez más en la oscuridad protectora. Oyó dispararse casi simultáneamente el Cok 45 de Pendergast: una doble detonación ensordecedora… y otra vez la oscuridad, junto al ruido de otra linterna (esta vez la de Pendergast) chocando con una pared.

El pasillo quedó sumido en la más profunda oscuridad. D'Agosta oyó casi inmediatamente una pelea encarnizada.

Corrió hacia el ruido, enfundando la Glock y sacando el cuchillo, que para distancias cortas era preferible, ya que disminuía el riesgo de herir a Pendergast (el cual, al parecer, se había enzarzado en una lucha a vida o muerte con el ser). Nada más chocar con el cuerpo nervudo del zombi, D'Agosta le asestó una cuchillada, pero a pesar de la torpeza de sus movimientos, la cosa tenía una fuerza y una rapidez tremendas, y se giró hacia D'Agosta como una pantera, bañándole en su asfixiante hedor. D'Agosta perdió el cuchillo. Empezó a dar puñetazos al hombre cosa, buscando la barriga o la cabeza, sin dejar de esquivar las manos huesudas que se clavaban en él y le arañaban. La oscuridad y el hábito le ponían en desventaja, mientras que la andrajosa criatura parecía en su elemento: por mucho que se retorciera su contrincante, por mucho empeño que pusiera en zafarse, el zombi siempre tenía las de ganar, gracias, entre otras cosas, a lo resbaladizo de su cuerpo, impregnado de sudor, sangre y aceite.

¿Qué demonios había sido de Pendergast? De repente le pusieron un brazo en el cuello, y lo tensaron como un cable de acero. Se echó a un lado sin poder respirar, intentando quitarse de encima a su atacante, a la vez que buscaba la pistola a tientas, pero el viscoso hombre cosa tenía unos músculos duros como la teca, y a pesar de todos sus esfuerzos D'Agosta no pudo impedir que siguiera apretándole la tráquea, mientras le sujetaba la mano de la pistola con el otro brazo. El ser profirió un grito de victoria, una especie de gemido de alma en pena: —

¡Oaauuuooooooooo!

La vista de D'Agosta se llenó de puntos blancos. Sabía que le quedaba poco tiempo. Con un último y explosivo esfuerzo, soltó el brazo derecho, sacó la pistola y disparó, iluminando el túnel sepulcral con el chispazo, que en tan exiguo espacio resultó ensordecedor.

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