La Danza Del Cementerio (37 page)

Read La Danza Del Cementerio Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

—Que no soy la primera persona que sigue este camino. Pendergast dejó la taza. —¿De veras?

—Siempre que alguien consulta documentos valiosos o históricos, la biblioteca le asigna un número de identificación. Pues bien, empecé a observar que en la base de datos aparecía el mismo número de identificación para los documentos que sacaba yo en consulta. Al principio lo atribuí a una simple coincidencia, pero al cabo de unas cuantas veces acudí a la base de datos y consulté la identificación. En efecto: toda la documentación sobre la Ville (con especial énfasis en sus fundadores, por lo que se ve) también había sido examinada por el otro investigador, cuya diligencia llegó al extremo de consultar unos cuantos documentos que a mí se me habían pasado por alto.

Wren sacudió la cabeza, con una risa avergonzada. —¿Y quién es el misterioso investigador?

—Ahí está lo raro, que su ficha ha desaparecido del registro de la biblioteca. Es como si no quisiera que se conociese su presencia. Lo único que queda, por decirlo de algún modo, son las huellas de su paso. Sé que era un investigador profesional; lo indica el prefijo de su número de identificación. Y tengo la seguridad de que lo hizo por encargo, no porque el tema fuera de su especial interés. Fue una labor demasiado rápida, ordenada y realizada en demasiado poco tiempo para tener su origen en alguna afición o estudio personal.

—Comprendo. —Pendergast bebió un poco de té—. ¿Y cuándo sucedió?

—Empezó a examinar material de la biblioteca hace unos ocho meses. Las consultas prosiguieron con una frecuencia aproximadamente semanal, y el rastro se para bastante bruscamente hace unos dos meses.

Pendergast miró a Wren.

—¿Terminó su investigación?

—Sí. —Wren vaciló—. Naturalmente, existe otra posibilidad.

—Aja. ¿De cuál se trata?

—Que buscase algo, algo muy concreto; y que el final repentino de su labor deba entenderse como que lo encontró.

Después de que se fuera su invitado, Pendergast se levantó del sillón, abandonó la sala de estar y recorrió el pasillo central del piso hasta llegar a un laboratorio pequeño, bastante anticuado. Se quitó la americana negra y la colgó en un gancho, detrás de la puerta. La sala estaba presidida por una mesa de laboratorio de esteatita, con varios aparatos químicos y un mechero Bunsen. En las paredes había armarios de roble, cuyo interior se disputaban botellas de cristal, revistas viejas y manuales gastados.

Se sacó una llave del bolsillo y abrió uno de los armarios, del que extrajo diversos artículos: guantes de látex, un estuche de instrumentos de nogal pulido, un soporte para pipetas con etiquetas y tapones, y una lupa de bronce. Lo distribuyó todo por la mesa de esteatita. Después cruzó la habitación con un par de zancadas y abrió otro armario. Poco después apareció en sus dos manos una calavera: la que habían sacado él y D'Agosta de la tumba a orillas del río. Quedaban restos de tierra en las mandíbulas y las órbitas. La depositó con cuidado en la mesa, y al abrir el estuche reveló un juego de instrumentos dentales del siglo XIX, con mangos de marfil. Limpió con gran esmero la calavera, metiendo algunos trozos de tierra en tubos de ensayo, a los que puso etiquetas numeradas. También acabaron en probetas algunas muestras del polvo blanco que había dentro de las mandíbulas y los dientes, así como fragmentos de piel, pelo y adipocira.

Al terminar dejó la calavera sobre la mesa, y se la quedó mirando. Pasaron segundos, que sumaron minutos. El silencio de la habitación era absoluto. Pendergast se levantó despacio.

Sus ojos plateados brillaron de entusiasmo. Cogió la lupa y examinó la calavera de muy cerca, hasta centrarse en la cavidad ocular derecha. Después dejó la lupa y, con la calavera entre las manos, examinó la órbita desde todos los puntos de vista. Por dentro había varias muescas, finas y curvadas, y otras parecidas en la pared posterior interna de la bóveda craneana.

Tras volver a dejar la calavera encima de la mesa, se acercó a otro armario y lo abrió para sacar el extraño artilugio hurtado del altar de la Ville: un trozo retorcido de metal que, con su mango de madera, parecía un extraño sacacorchos alargado. Se lo llevó a la mesa del laboratorio, y lo dejó al lado de la calavera. Después se apoyó con las dos manos y contempló un buen rato ambos objetos, moviendo sin descanso la mirada del uno al otro.

Finalmente se sentó junto a la mesa, con la calavera en la mano derecha y el utensilio en la izquierda. Siguió pasando el tiempo, mientras distribuía sus miradas entre ambos. Después, con exquisita lentitud, los unió, introduciendo el extremo curvado del gancho en la órbita ocular. Con lentitud y precaución, deslizó el gancho por las marcas, y lo manipuló hasta insertarlo en la fisura orbital superior (el hueco del fondo de la órbita). La punta se ajustaba perfectamente al agujero. Manipuló el gancho por la cavidad cerebral, como si hiciera un puzzle. Siguiendo las incisiones del hueso, lo introdujo cada vez más hasta que una muesca de la herramienta de metal se trabó en la fisura orbital, dejando alojado el gancho de la punta en las profundidades de la cavidad cerebral.

Un gesto rápido y habilidoso (un leve giro del mango) imprimió un movimiento circular de corte al gancho del final del instrumento. Pendergast lo giró en ambos sentidos. También giraba en ambos sentidos el pequeño y afilado gancho, dentro de la cavidad cerebral, dibujando un arco pequeño y preciso.

Una lúgubre sonrisa iluminó el rostro del agente especial Pendergast, que murmuró una sola palabra: —Broca.

58

N
ora Kelly escuchó atentamente en la oscuridad. El silencio era sepulcral. Por mucho que se esforzase, no conseguía detectar los ruidos de fondo normales, y reconfortantes, del mundo exterior: coches, voces, pasos, viento en los árboles… Ni siquiera se oían ratones o ratas en aquel húmedo sótano.

Una vez recuperada la conciencia, y controlado el miedo, había explorado minuciosamente su cárcel, no una, sino dos veces. Había tardado horas. Tenía que proceder a tientas, puesto que la única vez que había podido vislumbrar algo de la celda era al ser grabada en vídeo, momento en que la angustia y la desorientación le habían impedido aprovechar la oportunidad para memorizar su entorno.

Aun así, sus exploraciones táctiles le habían dado una impresión muy clara (casi demasiado) de la celda. El suelo era de hormigón, muy fresco y húmedo, con fuerte olor a cemento. Estaba cubierto de paja. Las dimensiones de la celda (medidas paso a paso, meticulosamente, varias veces) eran de unos tres por cinco metros. Las paredes eran de piedra tosca y mortero, probablemente de granito, completamente sólidas, sin ningún tipo de abertura salvo la puerta. Esta última era de madera maciza, con muchas bandas y remaches de hierro (dato confirmado por el sabor). Nora tenía la impresión de que era una puerta nueva, hecha a medida para aquel sótano, ya que el marco era más bajo y estrecho de lo habitual. El techo era una bóveda baja de ladrillos y mortero, más alta por el centro, de la que solo se podían tocar los lados. De la pared y el techo colgaban algunos ganchos oxidados, señal de que la sala podía haberse usado para curar carne.

Dentro de la celda había dos cosas: un cubo en un rincón, como letrina, y una jarra de plástico de cuatro litros llena de agua. A Nora no le habían dado nada de comer desde el principio de su cautiverio. La oscuridad total impedía llevar la cuenta del tiempo que pasaba.

Aun así, estaba segura de que no podían ser menos de veinticuatro horas. Curiosamente, no le molestaba el hambre; tema el efecto de despejarla.

«No vivirás bastante para que tenga alguna importancia mi nombre.» Habían sido las únicas palabras de su celador, y Nora estaba segura de que las decía en serio. No estaban haciendo ningún esfuerzo para mantenerla con vida, proporcionándole aire fresco y asegurándose de que volviese al mundo de los vivos en un estado físico aceptable; no solo eso, sino que el tono había sido tan natural, a la vez que tan lleno de calma y de seguridad, que a Nora el corazón le decía que era cierto.

Parecía difícil que la rescatasen. Tampoco entraba en lo posible cooperar, puesto que sería hacerlo con su propia muerte. Tenía que escaparse.

Metódicamente, como si clasificase fragmentos de cerámica, analizó todos los medios de huida que se le ocurrían. ¿Hacer un agujero en el suelo de cemento, que no estaba del todo endurecido? Con el cubo de plástico y la jarra, no tenía ni para empezar. Tampoco tenía zapatos, ni cinturón. Seguía llevando su fina bata de hospital. En cuanto a los ganchos, estaban demasiado clavados en el techo. Lo único que le quedaba para cavar eran las uñas y los dientes, y eso era imposible.

Lo siguiente en que pensó fueron las paredes de piedra y mortero. Las palpó con cuidado, verificando la solidez de cada piedra y cada resquicio en la argamasa, pero sin suerte. Eran piedras sólidas. Ninguna parecía floja. Las piedras y ladrillos del techo parecían ajustados hacía poco tiempo. Ni siquiera había una rendija por donde meter una uña.

Tampoco la puerta daba opción a nada: inmóvil, y de una resistencia enorme. Por dentro carecía de cerradura u ojo. Probablemente se ajustase por fuera con cerrojo y candado. Tenía una ventanilla, con barrotes por la parte interior, y una tapa metálica que nunca se abría.

Estaba todo tan silencioso, que solo podía ser un sótano insonorizado.

Por lo tanto, solo existía una posibilidad: cuando volviera el carcelero, reducirle; y para eso hacía falta un plan. También un arma.

La primera que se le pasó por la cabeza fueron los ganchos oxidados de las paredes y el techo, pero eran de hierro macizo, demasiado resistentes para desprenderlos o partirlos. Ni siquiera había un asa en el cubo. Lo único que podía usar como arma eran sus manos, sus pies, sus uñas y sus dientes. Tendrían que servir.

Su carcelero la necesitaba viva, al menos de momento. ¿Por qué? Para demostrarle a alguien que estaba viva. ¿Con vistas a algún rescate? Posiblemente. ¿O para usarla de rehén?

Imposible saberlo. De lo único que estaba segura era de que su carcelero, una vez logrado su objetivo, la mataría. Así de sencillo.

Le extrañó estar tan tranquila. ¿Por qué no tenía más miedo? Igual de sencillo: porque desde la muerte de Bill ya no había nada que temer. Ya había ocurrido lo peor.

Se incorporó e hizo treinta flexiones para activar la circulación. El ejercicio brusco, sumado a la falta de comida y a la conmoción, le produjo un breve mareo, que al pasar, sin embargo, la dejó más despierta que nunca.

Un plan. ¿Y si se hacía la enferma, como señuelo para hacerle entrar, se fingía inconsciente… y le atacaba? No, no funcionaría; era un truco muy malo, por el que su carcelero no se dejaría engañar.

Quizá su próxima visita fuera para matarla. Había que asegurarse de que no la pudiera ejecutar mediante un simple disparo por la ventanilla de la puerta. Nora tendría que situarse de tal modo que, si él quería matarla, no tuviese más remedio que abrir la puerta y entrar. Solo podía ser detrás de la puerta. La oscuridad jugaría a su favor. Cuando él entrase… sería su única oportunidad. Debería estar lista para una acción relámpago. Iría directamente a por los ojos. Era el hombre que había matado a su marido. Estaba convencida. Dejó que el odio la llenase de energía.

Revisó mentalmente los pasos, previsualizando la apertura de la puerta, el salto, la caída hacia atrás del carcelero y los pulgares clavados en los ojos. Después le cogería la pistola y le mataría de un disparo.

La interrumpió un sonido, algo muy tenue, imposible de identificar. Saltó como un gato al otro lado de la puerta y se agazapó en la oscuridad, con un pie delante, en equilibrio, como un velocista a punto de empezar una carrera. Oyó el ruido de un candado, y el de un grueso pestillo. La puerta se abrió un poco, proyectando algo de luz en el suelo. Se paró al chocar con el pie de Nora.

—¡Cámaras… acción! —dijo la voz—. Voy a entrar.

La luz de la cámara iluminó la celda con un intenso resplandor que deslumbró un momento a Nora. En tensión, esperó a que se le acostumbrara la vista.

La luz blanca salió del otro lado de la puerta, posándose en su cara. Se arrojó hacia ella con los dos pulgares rígidos, directos hacia la cabeza de su carcelero; pero el foco era demasiado fuerte, y la cegó. El hombre lo soltó para cogerle gruñendo las muñecas. Primero Nora se sintió arrojada al suelo con gran fuerza. Después recibió una patada en la barriga. La luz se había caído al suelo, pero el secuestrador la recogió enseguida y retrocedió unos pasos.

Nora, que casi no podía respirar, intentó verle desde el suelo. La luz volvió a enfocarse en ella, sobre un objetivo que brillaba. El hombre de detrás estaba envuelto en una impenetrable oscuridad. Otra vez la misma idea insoportable: «Este hombre es el que mató a mi marido».

Se levantó, llenando sus pulmones, y se lanzó otra vez con las manos crispadas hacia el otro lado de la luz, pero esta vez el hombre estaba preparado. Nora recibió un golpe en un lado de la cabeza, y justo después se encontró tendida en el suelo, con las orejas zumbando y la vista llena de puntitos de luz.

La luz del vídeo se apagó. La figura se estaba retirando. Empezó a cerrarse la puerta. Nora se apoyó en las rodillas con dificultad, víctima de una flojera repentina y un intenso dolor de cabeza, pero al ponerse de pie ya estaba echado el cerrojo. Se aferró a la puerta y se levantó, aunque le doliese.

—Eres hombre muerto —jadeó, dando puñetazos en la puerta—. Te juro que te mataré.

—Será al revés, zorrilla —dijo la voz—. Volveré… muy pronto.

59

A
l fondo de la sala de reuniones, con los brazos cruzados y la vista al frente (donde se sucedían las filas de policías sentados), D'Agosta atendía a las magistrales instrucciones de Harry Chislett sobre el «desfile cívico» (vaya manera más estúpida y ampulosa de llamarlo) que estaba a punto de empezar en las inmediaciones de la Ville. «¿Desfile? Y una mierda», pensó impacientemente. Que a Esteban y Plock se les hubiera dado autorización para un desfile no significaba que sus planes fueran pasearse por delante de la Ville cantando
Give
Peace a Chance.
D'Agosta ya había visto lo deprisa que se habían puesto feas las cosas la primera vez. Chislett no; él se había ido prácticamente antes de que empezase la puñetera manifestación, y ahora señalaba majestuosamente los esquemas de la pizarra, hablando sobre protección, control de multitudes y una serie de matices tácticos con la misma calma que si estuviera explicando una fiesta de puesta de largo de las Hijas de la Revolución Americana.

Other books

Passage of Arms by Eric Ambler
A Faraway Island by Annika Thor
The Ghost Runner by Blair Richmond
No Boundaries by Ronnie Irani
Outcast by Adrienne Kress