La Danza Del Cementerio (17 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

Pendergast asintió despacio con la cabeza.

—¿Y en épocas más recientes?

—Ha seguido habiendo quejas por sacrificios de animales. —Wren guardó silencio, hasta que se insinuó en sus labios una sonrisa irónica—. Parece que practicaban, bueno, practican el celibato, como los Shakers.

Las cejas de Pendergast se arquearon de sorpresa.

—¿El celibato? Pero siguen existiendo…

—No solo eso, sino que al parecer siempre mantienen el mismo número: ciento cuarenta y cuatro. Todos varones y adultos. Se cree que buscan adeptos; con bastante vigor, si es necesario, y siempre de noche. Se dice que se aprovechan de gente inadaptada, mentalmente inestable y marginal, candidatos ideales para ser coaccionados. Cada vez que muere un miembro hay que buscar a otro. Luego están los… rumores.

Los ojos oscuros de Wren brillaron.

—¿Sobre qué?

—Sobre un ser que vagaba de noche, matando; un zombi, decían algunos.

Siseó, burlón.

—¿Y la historia del terreno y de los edificios?

—Las tierras circundantes fueron adquiridas en 1916 por el departamento de parques de Nueva York. Se derribaron algunas construcciones en muy mal estado del parque, pero la Ville fue pasada por alto. Parece ser que el departamento de parques era reacio a presionar.

—Comprendo. —Pendergast miró a Wren con una expresión peculiar—. Gracias; ha empezado con muy buen pie. Persevere, si es tan amable.

Wren sostuvo su mirada, con una chispa de curiosidad en sus ojos negros.

—¿De qué se trata exactamente,
hypocrite lecteur?
¿Por qué le interesa?

Al principio Pendergast no contestó. Se quedó un momento ausente, hasta volver en sí.

—Aún es prematuro comentarlo.

—Pues dígame al menos una cosa: ¿su interés es por… temas inicuos? —repitió Wren.

Pendergast hizo otra pequeña inclinación.

—Si descubre algo más, avíseme, por favor.

Dio media vuelta y emprendió el largo ascenso al mundo de la superficie.

27

N
ora añadió una última entrada a su base de datos, antes de salir del programa, cerrar herméticamente la bolsa de fragmentos de cerámica y guardarla. Se desperezó y miró su reloj.

Casi eran las diez de la noche, y en los despachos del museo el silencio era expectante.

Miró su laboratorio: estanterías de piezas arqueológicas, carpetas y papeles, la puerta cerrada con llave… Era el primer día en que lograba concentrarse de verdad, avanzando un poco en su trabajo. Una de las razones era que por fin se había acabado la afluencia de personas compasivas que llamaban a su puerta. Otra era saber que estaba haciendo algo, algo concreto, sobre la muerte de Bill. El secuenciamiento del ADN para Pendergast solo era el primer paso. Aquella misma noche daría comienzo su lucha contra el enemigo.

Aspiró profundamente y espiró despacio. Lo raro era que no tuviese miedo. Solo sentía una hosca determinación: llegar hasta el fondo de la muerte de Bill, y devolver un mínimo de orden y de paz a su mundo quebrantado.

Cogió la bolsa de trozos de cerámica y la dejó otra vez en el estante. Por la tarde había pasado a ver a su nuevo jefe, Andrew Getz, el director del departamento de antropología. Le había pedido garantías por escrito de que habría fondos para su expedición a Utah del verano, y las había recibido. Quería disponer lo antes posible de una planificación a largo plazo, algo que la impulsara durante lo que prometía ser un invierno largo y oscuro.

Oyó reverberar muy débilmente en los pasillos algo que parecía un grito de niño. Desde hacía un tiempo, el museo abría las puertas de algunas salas (profusamente vigiladas) para sesiones nocturnas infantiles. Sacudió la cabeza. Al parecer todo era válido con tal de conseguir un poco de dinero contante y sonante.

El eco, al apagarse, fue sustituido por otro sonido: un solo golpe en su puerta.

Se giró, sobresaltada. Parecía mentira que se le pudiera acelerar el pulso tan de golpe. Se recordó, casi con la misma rapidez, que Fearing no habría llamado.

Otro golpe. Carraspeó.

—¿Quién es?

—El agente Pendergast.

Era su voz, en efecto. Fue deprisa hacia la puerta y abrió la cerradura. El agente estaba en el pasillo, apoyado en el montante, con un abrigo negro de cachemira sobre su sempiterno traje negro.

—¿Puedo pasar?

Nora asintió con la cabeza y se apartó. Nada más deslizarse a aquel lado de la puerta, el agente echó un vistazo general con sus ojos claros.

—Quería volver a darle las gracias por su ayuda —dijo, mirándola.

—No me las dé. Estoy dispuesta a lo que sea para ayudar a que se haga justicia.

—Por supuesto. De eso quería hablarle. —Cerró la puerta y se giró hacia Nora—. Supongo que, diga lo que diga, no la convenceré de no seguir investigando por su propia cuenta.

—Exacto.

—Suplicarle que lo deje en manos de profesionales, recordarle que su vida corre un grave peligro… Todo eso caería en oídos sordos.

Nora asintió.

Pendergast la observó un momento.

—En ese caso, le pediré un favor.

—¿Cuál?

Metió una mano en el bolsillo y sacó algo, que puso en la mano de Nora.

—Cuélguese esto en el cuello, y no se lo quite nunca.

Nora bajó la vista. Era una especie de amuleto hecho de plumas y un trocito de gamuza, formando una bola que colgaba de una cadenita de oro. Apretó un poco la gamuza. Parecía contener una especie de polvo.

—¿Qué es? —preguntó.

—Un
arrét.

—¿Un qué?

—En román paladino, un amuleto para ahuyentar a los enemigos.

Le miró.

—Será una broma.

—Muy útil contra todos, excepto los parientes más cercanos. Y otra cosa. —Metió la mano en otro bolsillo y sacó una bolsa de franela roja, apretada al máximo con un cordel multicolor—.

Lleve esto siempre encima, en un bolsillo o en el bolso.

Nora frunció el entrecejo.

—Agente Pendergast…

Sacudió la cabeza. No sabía qué decir. Si conocía a alguien que siempre hubiera sido de una lógica y un pragmatismo inexpugnables, era Pendergast. ¿Y ahora le daba amuletos?

Los ojos del agente brillaron un poco al observarla, como si le adivinase el pensamiento.

—Usted es antropóloga —dijo—. ¿Ha leído
La selva de los símbolos,
de Victor Turner?

—No.

—¿Y
Las formas elementales de la vida religiosa,
de Emile Durkheim?

Nora asintió con la
cabeza.

—Pues entonces sabrá que hay cosas que pueden ser analizadas y codificadas, y otras que no. Por otro lado, habiendo estudiado antropología, seguro que entiende el concepto de fenomenología…

—Sí, pero…

Se quedó callada.

—Al estar nuestras mentes cautivas de nuestros cuerpos, no podemos alcanzar la verdad definitiva, o su ausencia. Como máximo podemos describir lo que vemos.

—Me he perdido.

—En este mundo, Nora, existen conocimientos misteriosos, muy antiguos, con los que no debemos enfrentarnos. ¿Son ciertos? ¿Falsos? No podemos saberlo. Por lo tanto, ¿me hará caso? ¿Llevará siempre encima estas dos cosas?

Miró lo que tenía el agente en la mano.

—No sé qué decir.

—Pues tenga a bien decir que sí, porque es la única condición que pienso permitir.

Asintió despacio.

—Así me gusta. —Pendergast dio media vuelta para irse, pero a medio camino se paró y se giró—. Ah, doctora Kelly…

—Con estas cosas no es suficiente poseerlas. Hay que creer.

—¿Creer en qué?

—En que funcionan. Porque está claro que quienes desean perjudicarla creen en ello.

Fue lo último que dijo antes de salir del despacho, cerrando la puerta silenciosamente.

28

M
edianoche. Nora se paró a mirar el plano en la esquina de Indian Road y la calle Doscientos catorce. El aire, fresco, olía a otoño. Tras los bloques bajos de pisos se cernían negras las copas de los árboles de Inwood Hill Park, sobre un cielo nocturno luminoso. Estaba un poco mareada por la falta de sueño, como si se hubiera bebido un combinado.

Mientras repasaba el plano, Caitlyn Kidd miró por encima de su hombro con curiosidad.

Nora se guardó el plano en el bolsillo.

—Una manzana más.

Siguieron por Indian Road. Era una calle tranquila y residencial, bañada por una luz amarilla de farolas de sodio, con edificios de ladrillo en ambos lados, sosos y tristones. Pasó despacio un coche, que giró por la calle Doscientos catorce, clavando sus faros en la oscuridad. Justo en la curva entre Indian Road y la calle Doscientos catorce había una calle sin letrero, poco más que una vía de acceso abandonada, que llevaba hacia el oeste, entre un bloque de pisos y una tintorería cerrada. Dos viejos postes de hierro, uno en cada lado, sostenían una cadena oxidada. Nora lo miró: era un camino estrecho que, tras pasar junto a unos campos de béisbol, se perdía en la oscuridad. El asfalto estaba agrietado, cuarteado, con pedazos de hierba e incluso algún arbolillo asomando por los huecos. Volvió a consultar el plano recién impreso. Su anterior excursión le había indicado con toda claridad cuál era el mejor acceso.

—Ya estamos.

Cruzaron la cadena por debajo. Pasados los campos de béisbol, el viejo camino atravesaba unos terrenos baldíos y desaparecía en el bosque de Inwood Hill Park. Solo quedaban unas cuantas farolas de hierro colado, sin luz. Al mirar hacia arriba, Nora creyó ver agujeros de bala en el cristal.

La Ville quedaba más allá, en la noche.

Empezó a caminar. Caitlyn tenía que esforzarse para no quedarse atrás. El camino asfaltado se estrechaba, con los árboles cada vez más cerca. Olía a follaje mojado.

—Has traído linterna, ¿no? —preguntó Caitlyn.

—Sí, pero preferiría no usarla.

Una subida, cada vez más pronunciada, coronaba una loma con vistas de la Henry Hudson Parkway y el complejo deportivo de la Columbia. Hicieron un alto para orientarse. A partir de aquel punto, el camino bajaba hacia la orilla del Harlem. Mientras caminaban, Nora empezó a divisar entre los árboles varios puntos de luz amarilla, aproximadamente a medio kilómetro.

Notó que Caitlyn la tocaba con el codo.

—¿Es aquello?

—Creo que sí. Vamos a comprobarlo.

Después de un momento de vacilación, siguieron cuesta abajo por una curva que aprovechaba la topografía. El bosque se hizo más denso. Ya no dejaba filtrarse el vago resplandor de la ciudad. También se fue apagando el rumor de la autovía. En la siguiente curva apareció algo oscuro: una tela metálica muy vieja y estropeada que no permitía seguir.

Había un boquete tapado con alambre de púas en zigzag. En medio de la valla había una puerta con un letrero escrito de cualquier manera:

Propiedad privada

Prohibido el paso

No entrar

—Estamos en una vía urbana —dijo Nora—. Es ilegal. No te olvides de ponerlo en el artículo.

—Hombre, tanto como vía urbana… —contestó Caitlyn—. Además, tampoco es que el complejo sea estrictamente legal; son okupas.

Nora examinó la puerta. Era de hierro forjado, con pintura negra que se caía a trozos, y agujeros y burbujas de herrumbre en la base metálica. Por encima había una hilera de pinchos, pero la mitad estaban rotos o caídos. Pese a su aspecto antiguo, Nora reparó en que las bisagras estaban bien engrasadas, y la cadena y el candado eran bastante nuevos. No se filtraba ningún ruido entre los árboles.

—Es más fácil escalar la valla que la puerta —dijo.

—Sí.

Ninguna de las dos se movió.

—¿De verdad te parece buena idea? —preguntó Caitlyn.

Nora tomó la iniciativa, sin tiempo de replanteárselo: agarrando la tela metálica oxidada con las manos, metió las puntas de los pies en los huecos y trepó lo más deprisa que pudo. La valla medía unos tres metros. Las grapas del borde superior eran señal de que en algún momento había estado rematada con una alambrada, desaparecida tiempo atrás.

En medio minuto llegó al otro lado. Se dejó caer sobre las hojas blandas, jadeando.

—Te toca —dijo.

Caitlyn se aferró a la tela metálica e hizo lo mismo. Aunque su forma física no era ni remotamente la de Nora, consiguió subir y deslizarse por el otro lado con un ligero traqueteo de metal.

—Uau —dijo, limpiándose las hojas y la herrumbre.

Nora escrutó la penumbra.

—Es mejor ir por el bosque que por el camino —susurró.

—Totalmente de acuerdo.

Sigilosamente, tratando de no mover las hojas, Nora cruzó el borde derecho del camino, hacia un barranco oscuro que bajaba entre robles hacia el borde de un claro. Oyó moverse cautelosamente a Caitlyn por detrás. El barranco se hizo rápidamente más abrupto. De vez en cuando, Nora se paraba a mirar hacia delante. Dentro del bosque estaba todo muy oscuro. Sin embargo, era consciente de que no podía encender la linterna. Tenía razones de sobra para sospechar que en la Ville estaban muy en guardia contra los intrusos, y que una luz moviéndose en el bosque podía ser motivo de investigación.

El barranco se fue suavizando poco a poco, a medida que se aproximaban al borde plano de un campo que rodeaba lo que era propiamente la Ville. El bosque se acabó de golpe. Frente a ellas se extendían tierras sin cultivar, que terminaban en la parte trasera de una iglesia grande y antigua, unida (o apoyada, a saber) a varias dependencias construidas sin ton ni son. En el campo soplaba un viento gélido. Nora oía crujir las malas hierbas.

—Dios mío… —oyó murmurar a Caitlyn.

Esta vez llegaban a la Ville por el otro lado. Ahora que estaba más cerca, Nora vio que el extraño edificio era de factura todavía más rudimentaria de lo que le había parecido. El tenue resplandor reflejado en el cielo nocturno casi le permitió reconocer marcas de azuela en los enormes travesaños de madera que servían de contrafuertes de la fortaleza. La iglesia central parecía construida en capas sucesivas, todas más anchas que las anteriores, formando un zigurat invertido, de aspecto perverso y amenazador. Las ventanas, en su gran mayoría, ocupaban las partes altas de sus flancos. En las que no estaban tapiadas había un cristal verdoso, cristal antiguo de barco, aunque algunas parecían tapadas con hule o papel de cera.

Desde tan cerca, la impresión de luz de velas al otro lado de las ventanas era inconfundible. A la altura de sus ojos solo había una ventana, pequeña y rectangular, como si estuviese reservada a ellas.

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