La Danza Del Cementerio (16 page)

Read La Danza Del Cementerio Online

Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

—Me suena muy calculador.

—Es una apuesta con ventajas infinitas, y sin inconvenientes; una apuesta, si me permite que lo diga, que debe hacer todo ser humano. No es opcional. La apuesta de Pascal. Su lógica es impecable.

—¿Qué tiene que ver con Nora y los zombis?

—Seguro que si le dedica bastantes reflexiones, comprenderá el nexo lógico.

D'Agosta hizo una mueca, pensó un poco y acabó gruñendo.

—Supongo que ya sé por qué lo dice.

—En tal caso, me alegro. No suelo tener la costumbre de explicarme, pero con usted a veces hago una excepción.

D'Agosta vio pasar Spanish Harlem por la ventanilla. Al cabo de un momento se giró hacia Pendergast.

—¿Qué le ha dicho?

—¿Perdón?

—Al tendero. Le ha dicho algo en otro idioma.

—Ah, sí.
Oi chusoi Dios aei enpiptousi.
Los dados de Dios siempre están trucados.

Pendergast se apoyó en el respaldo, sonriendo a medias.

25

R
ocker recibió a D'Agosta de inmediato, cuando llevaba menos de un minuto en el antedespacho del jefe de policía, en el último piso del edificio de jefatura. D'Agosta interpretaba la convocatoria como una buena señal. El homicidio de Smithback era un caso de relieve (de mucho relieve), y estaba seguro de que Rocker seguía con interés sus avances en la investigación. Al pasar junto a la ayudante de Rocker, Alice, una mujer de aspecto venerable y pelo gris cardado, guiñó el ojo y sonrió. Ella se quedó seria.

Entró con paso decidido en el amplio despacho revestido de madera, lleno de símbolos de poder: enorme mesa de caoba con tablero de cuero verde, boiserie de roble, alfombra persa…

Todo sólido y tradicional. Como Rocker.

Rocker ya estaba en la ventana, y no se giró al oírle entrar. Tampoco (cosa rara en él) le ofreció asiento en uno de los muñidísimos sillones que daban prestancia al otro lado del escritorio.

D'Agosta esperó un poco antes de lanzar un tímido: ¿Jefe?

Rocker dio media vuelta, con las manos en la espalda. Al ver su cara tan roja, D'Agosta sintió náuseas repentinas.

—A ver, ¿qué es todo esto de Kline? —preguntó de sopetón el jefe de policía.

D'Agosta inició una presta retirada mental.

—Pues… está relacionado con el homicidio de Smithback…

—Eso ya lo sé —replicó el jefe de policía—. Quiero decir que a qué viene un registro con tan poco tacto. Le han dejado la oficina patas arriba.

D'Agosta respiró hondo.

—Pues verá, señor, poco antes de la muerte de Smithback el señor Kline le amenazó directamente. Hay pruebas. Es uno de los principales sospechosos.

—Entonces, ¿por qué no le acusó de amenazar al difunto?

—Es que las amenazas estaban muy bien pensadas. No llegaban a infringir la ley.

El jefe de policía le miró insistentemente.

—¿Y eso es todo lo que tiene contra Kline? ¿Amenazas vagas a un periodista?

—No, señor.

Rocker esperó con los brazos cruzados.

—Durante el registro nos llevamos la colección de arte de África occidental de Kline, con obras que podemos vincular directamente a una antigua religión emparentada con el vudú.

Parecidas a los objetos que se encontraron en el lugar del delito, y en el cadáver de la víctima.

—¿Parecidas? Creía que eran máscaras.

—Sí, máscaras, pero de la misma tradición. Ahora mismo las está examinando un experto del museo de Nueva York.

El comisionado le miró fijamente, con los bordes de los ojos enrojecidos de cansancio.

Aquella brusquedad era atípica en él. «Madre mía —pensó D'Agosta—. Kline ha accedido a Rocker. No sé cómo, pero ha accedido a él.»

Finalmente, Rocker dijo:

—Repito: ¿eso es todo?

—Amenazó a Smithback, colecciona objetos vudú… Me parece un principio sólido.

—¿Sólido? Le voy a decir lo que tiene, teniente. Una mierda es lo que tiene.

—Con todo respeto, señor, no estoy de acuerdo.

D'Agosta no pensaba pasar por el aro. Tenía el respaldo de todo su equipo.

—¿No se da cuenta de que es uno de los hombres más ricos de Manhattan, amigo del alcalde, consumado filántropo y miembro de una docena de consejos de dirección del Fortune 500? ¡No se le pueden destrozar las oficinas sin un buen motivo, hombre de Dios!

—Acabamos de empezar, señor. Considero que lo que tenemos justifica seguir con la investigación, y es justamente lo que pienso hacer.

D'Agosta procuró adoptar un tono moderado y neutral, pero firme.

Rocker le miró fijamente.

—Solo le diré una cosa: mientras no tenga pruebas concluyentes, pero concluyentes de verdad, modérese. El registro fue improcedente. Fue un acoso. Y no se haga el inocente, que yo también he estado en homicidios, como usted. Ya sé por qué le revolvió todo el despacho, y no me parecen bien esos métodos. A un personaje conocido y respetado de esta ciudad no se le hacen estos numeritos de narcotráfico.

—Es un cerdo.

—Ahí tiene otra muestra de la mala actitud a la que me refiero, D'Agosta. Mire, yo no le voy a decir cómo se investiga un homicidio, pero la próxima vez que tenga ganas de hacerle algo por el estilo a Kline, recapacite.

Sometió a D'Agosta a una mirada larga y penetrante..

—No voy a apartarle del homicidio de Smithback. De momento no. Pero le estaré observando, D'Agosta. No vuelva a hacer el indio.

—Sí, señor.

El jefe de policía se giró hacia la ventana, despidiéndole con una mano.

—Y ahora váyase.

26

A
pesar de que la biblioteca central de Nueva York llevaba cerrada una hora y media, el agente especial Pendergast gozaba de privilegios de visita excepcionales, y nunca se dejaba importunar por la formalidad de los horarios oficiales. Miró a su alrededor, satisfecho con las hileras de mesas vacías de la inmensa sala de lectura principal. Tras saludar con la cabeza al vigilante de la puerta, enfrascado en la lectura de
Mont SaintMichely Chartres,
penetró en el puesto de recepción y bajó por una escalera metálica muy empinada. Salió de ella cuatro plantas más abajo, en un almacén subterráneo de techo bajo, cuya extensión parecía infinita: montañas y montañas de libros en estantes de hierro colado, desde el suelo hasta el techo. Se metió por un pasillo transversal y abrió una puerta gris, vetusta y sin letrero. Detrás había otra escalera, estrecha y aún más empinada.

Tres plantas más abajo se encontró con un paisaje bibliográfico tan singular como desvencijado. En la penumbra se prestaban apoyo entre sí pilas de libros antiguos, en descomposición. Todo eran mesas llenas de etiquetas de libros sin encuadernar, cuchillas de afeitar, botes de pega de imprenta y demás parafernalia de la cirugía de manuscritos. Los aludes de material impreso se multiplicaban en todas las direcciones, formando un laberinto bibliográfico cuyo final no se podía adivinar. El silencio era intenso. El aire, enrarecido, olía a polvo y podredumbre.

Pendergast dejó el paquete que llevaba sobre un montón de libros y carraspeó.

Al principio, nada turbó el silencio. Después, a una distancia remota e indeterminada, se oyeron pasos que lentamente se fueron acercando. Finalmente apareció entre dos columnas de libros un anciano menudo y de una delgadez espeluznante. Sobre su poblada y blanca cabellera descansaba un casco de minero.

Levantó una mano y apagó la lámpara del casco.


Hypocrite lecteur
—dijo con una voz tan fina y seca como la corteza del abedul—. Le esperaba.

Pendergast hizo una leve inclinación.

—Interesante aportación a la moda, Wren —dijo, señalando el casco—. Tengo entendido que hace furor en Virginia Occidental.

El anciano se rió en silencio.

—Es que he estado… digamos que haciendo de espeleólogo; y aquí abajo, en las antípodas, no siempre es fácil conseguir bombillas que funcionen.

Nadie sabía de cierto si Wren era realmente un empleado de la biblioteca, o simplemente había decidido establecer su residencia en el más bajo de sus sótanos. Lo incontestable, en cualquier caso, era su excepcional talento para la búsqueda esotérica.

Sus ojos enfocaron ávidamente el paquete.

—¿Qué regalitos me trae hoy?

Pendergast lo cogió y se lo tendió. Wren se hizo codiciosamente con él, y al arrancar el envoltorio descubrió tres libros.

—Ediciones antiguas de Arkham House —dijo, sorbiendo por la nariz—. Siento decirlo, pero nunca he tenido debilidad por el misterio como asunto literario.

—Fíjese mejor. Son las ediciones más raras, y más valoradas por los coleccionistas.

Wren examinó uno por uno los libros.

—Mmm. Unas pruebas de
El intruso,
con la sobrecubierta verde.
Always Comes Evening…

Retiró la sobrecubierta para examinar la portada—. Con el lomo alternativo. Y
La casa
apartada
encuadernada en piel… con la firma de Barlow en la primera guarda. Fechado en México DF poco antes de su suicidio. Un ejemplar notable. —Wren arqueó las cejas, dejando cuidadosamente los libros en la mesa—. Me he precipitado en hablar. Noble regalo, sin duda.

Pendergast asintió con la cabeza.

—Me alegro de que le parezca bien.

—Desde que me llamó he podido hacer algunas investigaciones previas.

¿Y?

Wren se frotó las manos.

—No tenía la menor idea de que Inwood Hill Park tuviera una historia tan interesante.

¿Sabía usted que viene siendo prácticamente bosque virgen desde la revolución americana?

¿Y que es donde tenía su casa de campo Isidor Straus, hasta que murieron él y su mujer en el
Titanic?

—Lo había oído.

—Es toda una historia. Ya era viejo, y no quiso subirse al bote salvavidas antes que las mujeres y los niños. La señora Straus no quiso separarse de él. Hizo subir a su doncella en su lugar, y los dos se hundieron juntos. Después de su muerte, la «casita» de Inwood quedó en ruinas, pero antes de eso, según mis investigaciones, asesinaron a un cuidador, entre otros episodios desafortunados que explican que los Straus no fueran a menudo a…

—¿Y la Ville? —le interrumpió Pendergast con suavidad.

—Se refiere a la Ville des Zirondelles. —Wren hizo una mueca—. Sería difícil concebir a un grupo más oscuro y hermético. Siento decir que en su caso mi investigación aún está en pañales, y dadas las circunstancias, no estoy seguro de que alguna vez llegue a saber gran cosa.

Pendergast movió una mano.

—Cuénteme qué ha descubierto, por favor.

—De acuerdo. —Wren unió las yemas de sus índices huesudos, como si quisiera enumerar los puntos de interés—. Parece que el primer edificio de la Ville (que es como se conoce ahora) lo construyó originalmente en la década de 1740 una secta religiosa que se fue de Inglaterra para huir de la persecución. Acabaron en el norte de Manhattan, en lo que es ahora el parque en cuestión.

Como en tantos otros casos, este grupo de peregrinos tenía más idealismo que pragmatismo. Era gente de ciudad (escritores, profesores, un banquero), tremendamente ingenuos en lo relativo a ganarse la vida trabajando la tierra. Parece ser que tenían unas ideas bastantes peculiares sobre la vida comunitaria. Convencidos como estaban de que toda la comunidad debía vivir y trabajar como una sola unidad, encargaron a los carpinteros de su barco que erigiesen una gran estructura de piedra local y planchas, que fuera a la vez residencia, lugar de trabajo, capilla y fortaleza. Pasó al siguiente dedo.

—Pero la punta de la isla que eligieron como asentamiento era rocosa, y poco apta para los cultivos o la ganadería, incluso para quienes supieran de esas cosas. Por la zona ya no había indios que pudieran darles consejos (ya hacía tiempo que se habían ido los Weckquaesgeek y los Lenape), y el asentamiento europeo más cercano estaba en la otra punta de Manhattan, a dos días de viaje. Los nuevos colonos no se revelaron como grandes pescadores. En aquellas tierras había algunos granjeros dispersos, que ya habían elegido las mejores tierras, y si bien estaban dispuestos a vender algunos cultivos a cambio de dinero, tenían muy pocas ganas de suministrar gratuitamente los medios de subsistencia a toda una comunidad.

—En suma, que pronto quedó de manifiesto la insensatez de su plan —murmuró Pendergast.

—Ni más ni menos. La decepción y las rencillas internas no se hicieron esperar, y bastó una docena de años para que se disolviera la colonia y sus residentes se establecieran en otros puntos de Nueva Inglaterra, o volviesen a Europa. El edificio quedó abandonado, como testimonio de unas esperanzas mal depositadas. El líder (cuyo nombre no he logrado descubrir, aunque fue quien obtuvo el barco y compró las tierras) se trasladó al sur de Manhattan, donde se convirtió en terrateniente y se dedicó a la agricultura.

—Siga —dijo Pendergast.

—Demos un salto de cien años. Hacia 1858 o 1859 llegó a Nueva York un grupo de gentes del sur, que según testimonios de la época era de lo más variopinto. Giraba en torno a un carismático predicador de Baton Rouge, el reverendo Misham Walker, que había congregado alrededor de su figura a un pequeño grupo de artesanos criollos franceses, marginados de su comunidad por razones que no he podido esclarecer, y de esclavos antillanos. Durante el camino se les unieron otros: cajunes, algunos herejes portugueses y cierto número de pobladores de los pantanos huidos de Bretaña por supuestas prácticas paganas, druidismo y brujería. Lo que practicaban no era vudú ni obeah en el sentido tradicional, sino que parece que partieron de materiales previos para forjarse un sistema de creencias totalmente nuevo. El viaje desde el sureste a Nueva York estuvo lleno de dificultades. Siempre que pretendían establecerse en algún lugar, los vecinos protestaban contra sus rituales religiosos, y al final tenían que reanudar el viaje. Corrieron rumores horribles: que si robaban bebés, que si sacrificaban animales, que si resucitaban a los muertos… Era un grupo cerrado por naturaleza, pero todo indica que el trato recibido lo volvió realmente hermético. Al final, Walker y los suyos descubrieron el aislado edificio que habían abandonado un siglo atrás los peregrinos religiosos en el extremo norte de Manhattan, y se adueñaron de él, tapiando las ventanas y fortificando los muros. Se habló de levantarse contra ellos, pero la cosa no fue más allá de varios enfrentamientos muy peculiares, descritos de modo confuso en la prensa local. Con el paso de los años, la Vílle se aisló cada vez más.

Other books

Her Heart's Desire by Merritt, Allison
The Theban Mysteries by Amanda Cross
The Class by Erich Segal
Deserted by L.M. McCleary
Take Me Away by S. Moose
The Key West Anthology by C. A. Harms
False Pretences by Veronica Heley
The Light in the Ruins by Chris Bohjalian