La Danza Del Cementerio (13 page)

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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca,

Oyó cerrar cajones y arrastrar objetos en otros despachos del pasillo, sobre un fondo de voces y gritos de protesta. El sargento de las alfombras ya había terminado. Empezó a abrir los archivadores para sacar carpetas de papel manila, hojearlas y tirar los papeles al suelo. El sargento que había examinado los cuadros procedió a desmontar los ordenadores de la mesa. —

Los necesito para trabajar —dijo Kline.

—Ahora son míos. Espero que haya hecho copias de seguridad. —Al decirlo, D'Agosta se acordó de algo, de un consejo de Pendergast—. ¿Le importaría quitarse la corbata?

Kline frunció el entrecejo.

¿Qué?

—Hágame el favor, si es tan amable.

Kline vaciló. Después levantó despacio las manos y se deshizo el nudo de la corbata.

—Ahora, desabróchese el primer botón de la camisa y aflójese el cuello.

—¿Qué pretende, D'Agosta? —preguntó Kline, haciendo lo indicado.

D'Agosta miró el cuello flacucho.

—El cable. Sáqueselo, por favor.

Kline metió una mano, aún más despacio, y estiró el cable. En efecto, tenía una memoria flash muy pequeña en la punta.

—Si no le importa, me lo quedo.

—Está encriptado —dijo Kline.

—Da igual.

Se lo quedó mirando.

—Se arrepentirá, teniente.

—Ya lo recuperará.

D'Agosta tendió la mano. Kline se pasó el cable por la cabeza y dejó el dispositivo de memoria encima de la mesa, al lado del BlackBerry. Tanto su expresión como su actitud eran impenetrables. La única señal de lo que pudiera estar pasando dentro de su cabeza era cierto rubor en sus mejillas cubiertas de cicatrices de acné.

D'Agosta miró a su alrededor.

—También tendremos que llevarnos algunas de las máscaras y las estatuas africanas.

—¿Por qué?

—Podrían estar relacionadas con ciertos elementos… mmm… exóticos del caso.

Kline estuvo a punto de decir algo, pero se calló.

—Son obras de arte de altísimo valor, teniente —dijo al fin.

—No romperemos nada.

El sargento de los libros había terminado. Ahora se dedicaba a desenroscar tubos del techo.

D'Agosta se levantó, fue al cuartito del fondo y abrió la puerta. Esta vez no estaba Chauncy.

Se giró para mirar a Kline. —¿Tiene caja fuerte?

—En el despacho del otro extremo.

—Pues acompáñeme, si es tan amable.

Recorrer el pasillo les deparó media docena de imágenes de devastación. Los hombres de D'Agosta estaban desmontando monitores, registrando armarios con linternas y sacando cajones de los escritorios. Los empleados de Kline se habían reunido en la recepción, donde al lado de las cajas de pruebas había una montaña de papeles en continuo crecimiento. Kline miró a ambos lados con los ojos entornados. El color rosado de su cara se había acentuado un poco más.

—Vincent D'Agosta —dijo, caminando—. ¿Sus amigos le llaman Vinnie? —Algunos.

—Vinnie. Creo que podemos tener amigos en común. —Lo dudo.

—Bueno, la persona a quien me refiero no es exactamente amiga mía, pero tengo la sensación de conocerla. Laura Hayward. D'Agosta tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para seguir andando.

—Me he estado informando un poco sobre su novia, o mejor dicho ex novia. ¿Qué pasa, que ya no funciona el Viagra? Mantuvo la vista al frente.

—Mis fuentes, de todos modos, dicen que son amigos. ¡Menudo carrerón tiene por delante!

Si juega bien sus cartas, podría acabar siendo jefa de policía…

Esta vez D'Agosta sí que se paró.

—Voy a decirle una cosa, señor Kline. Si se cree que puede amenazar o intimidar a la capitana Hayward, comete un grave error. Ella podría aplastarle como a una cucaracha. Y si en su infinita compasión decide no hacerle nada… tranquilo, que yo sí. Bueno, ¿me enseña la caja fuerte, por favor?

21

N
ora bajó del metro en la parada de la calle Doscientos siete. Salió del andén por el norte, y al final de la escalera se encontró con un cruce de tres calles: Broadway, Isham y Doscientos once Oeste. Nunca había estado en aquel barrio, el que quedaba más al norte de todo Manhattan. Miró a su alrededor con curiosidad. Los edificios le recordaron Harlem: bloques sin ascensor de antes de la guerra, bonitos y sólidos. Había pocas casas pareadas o unifamiliares. Todo era una sucesión de bazares, colmados y manicuras que se codeaban con restaurantes modernos y panaderías dietéticas. Sabía que estaba cerca de Dyckman House, la última granja colonial holandesa de Manhattan. Siempre había querido visitarla con Bill algún domingo por la tarde, con buen tiempo.

Haciendo el esfuerzo de pensar en otra cosa, miró el documento que había impreso (una imagen por satélite del barrio, con los nombres de las calles), y una vez orientada empezó a caminar hacia el noroeste por Isham, cuesta arriba, en dirección a la avenida Seaman y al sol poniente.

Cruzó la avenida Seaman, ancha y llena de tráfico, y siguió por un camino asfaltado, dejando a la izquierda varias pistas de tenis, y a la derecha un gran campo de béisbol. Se paró.

Delante había unos campos, y al final, algo que parecía un bosque virgen. En el mapa aparecía una extensión de Indian Road que, cruzando Inwood Hill Park por su extremo noreste, llevaba a un barrio pequeño, de calles estrechas, que suponía que sería la Ville. Aquel camino era más directo, y también más seguro, o al menos le dio esa sensación. Cruzaba el campo y se perdía en una masa oscura de robles americanos y tulipaneros, cuyas largas sombras se fundían en un sotobosque lleno de rocas. Las hojas brillaban en toda su gloria otoñal, rojas y amarillas, con manchas rojo sangre, formando un muro casi impenetrable. Nora había oído decir que era el último bosque en estado natural de Manhattan. Lo parecía.

Miró su reloj: las cinco y media. Anochecía deprisa, y empezaba a hacer fresco, casi frío.

Al siguiente paso, miró dubitativamente el bosque oscuro. Era la primera vez que estaba en Inwood Hill Park. De hecho, no conocía a nadie que lo hubiera visitado. No tenía ni idea de si era seguro por la noche. ¿No era donde habían asesinado hacía unos años a alguien que hacía jogging?

Apretó la mandíbula. No había llegado tan lejos para dar media vuelta. Aún quedaba mucha luz. Sacudiendo impacientemente la cabeza, echó a caminar, inclinada hacia el muro de árboles como si los desafiase a detenerla.

El camino se curvaba suavemente a la derecha, atravesando un pradecillo hasta meterse entre los primeros grandes troncos. Nora iba deprisa, sintiendo caer sobre ella la sombra de las anchas ramas. Pasó por dos bifurcaciones. Entre las grietas del asfalto, cubierto de hojas secas e invadido a ambos lados por la maleza, crecía la hierba. De vez en cuando aparecían farolas oxidadas, que llevaban mucho tiempo en desuso, aunque siguieran exhibiendo su elegancia de antaño. Entre los robles y tulipaneros (cuyos troncos podían llegar a un metro y medio de diámetro) también había cornejos de flor y ginkgos. En algunos puntos del bosque, un desfiladero rocoso brotaba del suelo como el filo de un cuchillo.

Poco después, el camino asfaltado se convirtió en una pista de tierra que serpenteaba entre los troncos, siempre en subida. Por un hueco entre los árboles, al fondo de un barranco, vio una charca llena de barro y aves marinas, cuyos gritos la siguieron a lo largo del ascenso, mientras apartaba montañas de hojas secas con los pies.

Al cabo de unos quince minutos se paró al pie de un antiguo muro de contención casi en ruinas. Ya no se oía el rumor de Manhattan; solo el viento, suspirando entre los árboles. El sol se había puesto detrás del promontorio, y un tormentoso resplandor anaranjado bañaba el cielo de octubre. Ya se percibía el frío de la noche. Miró los grandes árboles que se apretaban a su alrededor, y las rocas y hoyas glaciares que acechaban, traicioneras. Casi parecía imposible que hubiera cien hectáreas de bosque tan virgen en la más urbana de todas las islas.

Sabía que no podían estar lejos los restos de la antigua mansión de los Straus. Isidor Straus había sido miembro del Congreso y copropietario de Macy's. Muertos él y su esposa en el
Titanic,
su casa de campo en Inwood Hill Park había ido quedando en ruinas. Aquel muro de contención bien podía haber formado parte de la finca.

El camino proseguía hacia el oeste, en dirección contraria a la que debía tomar ella. Miró el mapa a la luz del crepúsculo, y después de un momento de vacilación decidió ir hacia el norte por el bosque. Salió del camino y se metió por los arbustos, que no eran muy tupidos.

El terreno subía mucho, entre algunos estratos de gneiss al desnudo. Trepó por el desfiladero, enroscando los dedos en arbustos y pequeños troncos. Ahora los tenía muy fríos.

Se arrepintió de no haber traído guantes. Resbaló y se cayó en unas estrías de roca. Se levantó y soltó una maldición. Después de limpiarse las hojas, se colgó el bolso en el hombro y escuchó. No se oían pájaros ni ardillas. Solo el suave susurro del viento. Olía a hojas secas y tierra húmeda. Al cabo de un rato siguió trepando, con la sensación de estar cada vez más sola en el silencio del bosque.

Era una locura. Oscurecía mucho más deprisa de lo que pensaba. Las luces de Manhattan ya habían anegado los últimos restos del crepúsculo, difundiendo en el cielo un misterioso resplandor en el que se recortaban las siluetas negras de los árboles medio desnudos, confiriendo a la escena la irrealidad de un cuadro de Magritte, claro por arriba y oscuro por abajo. Divisó la cresta en lo alto del desfiladero, tachonada de árboles espectrales.

Subió, medio corriendo. Al coronar el promontorio se paró a tomar aliento. Una tela metálica cruzaba el terreno de este a oeste, vieja y herrumbrosa, pero estaba caída y abombada por la dejadez, de modo que fue fácil encontrar una parte suelta por la que deslizarse. Nora dio unos pasos, rodeó un grupo de grandes rocas… y paró en seco.

La vista quitaba la respiración. A sus pies, un precipicio, un baluarte rocoso, bajaba hasta las charcas que dejaba la marea. Había llegado a la punta de Manhattan. Muy abajo, las aguas del Harlem corrían negras hacia el oeste, rodeando Spuyten Duyvil hacia el dilatado Hudson, que se abría como acero oscuro en la luz agonizante, inmensa marina que resplandecía bajo la luna casi llena. Al otro lado del Hudson, contra la última luz del crepúsculo, se recortaban negros los acantilados de los Palisades. A media distancia, la Henry Hudson Parkway cruzaba el Harlem por un puente elegante, para fundirse al norte con el Bronx. Sobre el puente corría un flujo constante de faros amarillos, gente que volvía de trabajar en el centro. Justo en la otra orilla estaba Riverdale, que en aquel punto casi era tan frondoso como el propio Inwood Hill Park. Y al este, cruzado el río Harlem, se extendían los grises flancos del Bronx, perforados por una docena de puentes, y ardiendo con un millón de luces. El paisaje formaba un espectáculo desconcertante, raro y magnífico de grandeza geológica, vasta mezcolanza de lo virgen y lo cosmopolita, aunados con suprema caprichosidad a lo largo de siglos de crecimiento de la urbe.

Pero Nora solo lo admiró un momento, porque al mirar otra vez hacia abajo, a una distancia aproximada de medio kilómetro, y un desnivel de treinta metros, vislumbró entre los árboles un grupo de sucios edificios de ladrillo en los que parpadeaban débilmente algunas luces amarillas. Se apoyaban en un terreno llano, a medio camino entre la playa de guijarros y basura del Harlem y el observatorio de Nora, en lo alto de la cresta. Desde aquel promontorio no se podía llegar. De hecho, no estaba segura de que fuera accesible desde algún otro punto, aunque entre los árboles se adivinaba una cinta de asfalto. Supuso que conectaba con Indian Road. Al fijarse, se dio cuenta de que los árboles de alrededor hacían que las casas fueran invisibles prácticamente desde todas partes, tanto desde la carretera como desde la orilla del río y los acantilados de la otra ribera. En medio de los edificios había una construcción mucho mayor, claramente una antigua iglesia, objeto de ampliaciones indiscriminadas que habían acabado por arrebatarle cualquier cohesión arquitectónica. La circundaba una tupida red de viejas casitas de vigas de madera, separadas por estrechas calles.

La Ville. El blanco del último artículo de Bill, donde situaba la principal fuente de sacrificio de animales en la ciudad. Nora la contempló con una mezcla de horror y de fascinación. La enorme estructura del centro parecía casi tan antigua como la propia compra de Manhattan: en el extremo de la dejadez, mitad ladrillos, mitad madera casi negra, con un campanario cuadrado de factura tosca que emergía de una gran cubierta quebrada, a la holandesa. Las ventanas más bajas estaban tapiadas. En cambio, las vidrieras agrietadas de la parte superior brillaban con tenue resplandor amarillo, que Nora tuvo la seguridad de que solo podía ser luz de velas. Todo parecía dormir bajo la luz plateada de la luna, o en la sombra más oscura de alguna nube que cruzaba el cielo.

Al ver parpadear las luces, comprendió hasta qué punto había cometido una locura. ¿Para qué había ido hasta allí? ¿Para quedarse mirando unas casas? ¿Qué esperaba conseguir por sí sola? ¿Por qué había estado tan segura de que el gran secreto, el del asesinato de su marido, estaba ahí dentro?

Un profundo silencio envolvía la Ville, mientras la fría brisa de la noche agitaba las hojas en torno a Nora.

Tiritó. Luego, ciñéndose el abrigo, dio media vuelta y empezó a rehacer lo más deprisa que pudo su camino por la oscuridad del bosque, hacia las reconfortantes calles de la ciudad.

22

Q
ué raro que aquí siempre haya niebla… —dijo D'Agosta mientras el gran Rolls zumbaba por la carretera de un solo carril que cruzaba Little Governor's Island.

—Debe de salir de las marismas —murmuró Pendergast.

D'Agosta miró por la ventanilla. En efecto, las marismas se perdían en la oscuridad, exhalando vapores miasmáticos que se rizaban y flotaban por los juncos y eneas, frente al incongruente telón de fondo del
skyline
de Manhattan. Tras una hilera de árboles secos, llegaron a una verja de hierro, con una placa de bronce.

HOSPITAL MOUNT MERCY

PARA DELICUENTES PSICÓTICOS

El coche frenó al acercarse a la garita, por cuya puerta salió un hombre uniformado.

—Buenas noches, señor Pendergast —dijo, como si no le sorprendiera que llegasen tan tarde—.

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